Cartografía indígena

Mi padre abre un mapa de California
-traza con el dedo sierras, ríos, límites de condados
como linajes. Tuolomne,
Salinas, Los Ángeles, Paso Robles,
Ventura, Santa Bárbara, Saticoy,
Tehachapi. Lugares donde fue feliz,
o donde la tragedia lo saludó
como un familiar viejo y desagradable.

Un pequeño punto azul marca
el lago Cachuma, creado cuando
represaron el Santa Ynez, inundaron
el valle, dividieron
la niñez de mi padre: los días
en que aprendió a nadar de mala manera,
y los días en que caminó sobre las escamas plateadas,
las barrigas hinchadas de los salmones que volvían
a un río que no estaba allí.
El gobierno pagó a esos indígenas para que se mudaran,
dice, no sé a dónde fueron.

En sueños, mi padre,
después del solaz de una caja de cerveza
persigue un deseo, una profundidad.
Cuando llega al valle
que ahogara un río desplazado
se tira al agua, boca abajo flota
con los ojos abiertos, mira hacia tierras
que no aparecen en ningún mapa. Quizás vea sombras,
un pueblo líquido,
que fluye en el agua oscura, cuerpos
largos que destellan con joyas de bordes filosos,
y bocas que todavía se abren y cierran
sobre las historias de nuestro hogar.

Deborah Miranda


Cierva

La cuelgan en el granero, cabeza abajo, la lengua pesada,
goteando sangre. Me dejan sola
por un momento, me aventuro a acercarme y acaricio la piel oscura,
áspera ya por el invierno; es cuando ella está entera,
intacta antes de la carnicería. No estoy segura
si le dispararon o la arrollaron por accidente
con la camioneta, pero viene de las montañas
fuera de estación, así que es la oscuridad lo que cuenta, no
cómo haya muerto. Todo el invierno nos alimentaremos de ella
en secreto: filetes, guisados, huesos hervidos para el caldo
y los perros. Pero lo que recordaré es
la cruel manera en que las manos de los hombres voltean su piel,
tirando con fuerza hasta arrancarla del cuerpo. Un desafilado cuchillo
de cacería fractura y disloca el esqueleto.
La desmiembra pedazo a pedazo.
La piel desaparece –sin curtir, es llevada
al basurero. Años después, camino
hacia el granero, froto mi pie contra
el piso manchado bajo la viga,
nunca le digo a nadie
                           que he sido tratada así.

Deborah Miranda



ESSELEN/CHUMASH
LENGUAS

Mi hija no puede hablar. Le pido que abra la boca. Muestra una pequeña hoja de papel afilado incrustada en el costado de la lengua. Cuando empiezo a arrancarla, la lengua se abre en dos; al jalar, una hoja entera emerge. Espero que ella grite de dolor, pero no lo hace. Jalo más y más.  Al fondo de la lengua, el papel se enraíza en el músculo. Debo usar las dos manos para desgarrar la hoja de la carne de la lengua. Aún así a ella no le duele. Cuando quito la hoja doy un paso atrás, sin palabras, sin respiración. Mi hija y yo nos miramos. Ella tiene la boca todavía abierta ligeramente; se ve la separación de la lengua. Yace abierta, como un lenguado, como un filete. No puedo imaginar cómo podrá hablar. No me puedo imaginar qué idioma necesitará aprender, ni el que ya sabe.

Deborah Miranda


















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