El desierto

Quizá esté en el momento en que vivir es
errar en completa soledad al fondo de un
momento ilimitado, en que la luz
no cambia y todos los residuos se parecen
                                        Samuel Beckett


En Sbá la muerte tiene un tono
que rueda al vacío desde arpegios convulsos,
un tono callado como el viento que modifica el
paisaje.

Sólo la muerte, sin embargo,
cambia algo. Ya no hay paisaje, no hay
punto de vista desde donde ejecutar la música.

Hasta tanto, sólo el viento:
feroz simún o la calma brisa de ciertas horas
y el sol de plomo sobre el ereg desierto.
Cambia el paisaje:
aquí y allá crecen y se derrumban dunas estriadas
como el fantasmal vaivén de un mar en cámara lenta.

A veces, una caravana atraviesa la aridez
dejando leves huellas que se borran a su paso.
Los hombres se detienen, hacen fuego,
elevan las plegarias a sus dioses.

Al cabo, demasiado rápido, retorna el silencio.

El viento no corroe:
sólo mueve de aquí para allá las arenas gualdas,
como nieve de oro sibilante.

Hasta que el momento llega.
Sólo sabemos que por fin la música ha cesado.
Ignoramos si es apenas un compás vacío
detrás del cual se abre
simplemente
un nuevo paisaje inmóvil.

Enrique Zattara



El yo poético pierde el hilo de la historia

¿A quién habla Foucault con energía vigorosa?
Megáfono en las manos: firme gesto de batalla.
Cámaras y micrófonos sobrevolando las cabezas de la gente.
¿Qué decía Foucault aquella tarde?
Y a su lado, ¿qué piensa Jean Paul Sartre?
Al  fondo de  la escena la instantánea muestra
la geometría monótona de una nave industrial como cualquiera otra.
Albertito traza con el dedo
una línea invisible entre dos ángulos: desde el ángulo inferior, sobre la izquierda, 
hasta el superior,  a la derecha.  El idéntico camino
que la mirada del fotógrafo propone.
Traza una línea oblicua con el dedo 
mientras el megáfono de Foucault se desliza
por debajo de la yema un poco húmeda (hace calor esta tarde)
del dedo de Albertito.
Las fotos están allí, sobre el tablero.
Esparcidas sobre el tablero de metal del escritorio
en el silencio de la redacción vacía.
¿Qué hace Albertito, por cierto,
a esta hora en la redacción vacía?
La redacción donde alguien olvidó devolver a los cajones
una pila de fotos que ahora él está mirando,
mirando cómo Foucault y Sartre arengan a la gente  
frente a la geometría monótona de una nave industrial como cualquiera otra.
¿El destino azaroso lo condujo hacia estas fotos?
Puede también que sólo haya sido, claro,
que está haciendo tiempo hasta la hora de la cita con su novia
(los caminos de dios son inescrutables).
Lo que nadie va a poner en duda, sin embargo,
es que las fotos están allí, sobre el tablero:
la foto en la que Sartre y Foucault arengan a la gente
con un megáfono frente a una nave industrial como cualquiera otra.
Y ahora Albertito – por azar o por destino –
pasa su dedo sobre ella y la contempla: hay algo que lo inquieta
y quizás hasta haya empezado a olvidar la cita con su novia. 
Se pregunta, insistentemente: ¿por qué ocurre que él esté allí ahora mismo,
y por qué alguien olvidó devolver las fotos a la cajonera?
El Yo Poético sin embargo, se hace preguntas más sesudas:
¿por qué estaban allí Sartre y Foucault aquella tarde, 
arengando a la gente frente a una nave industrial como cualquiera otra?
¿la guerra de Argelia? ¿una huelga de obreros de Renault?
¿denunciar la injusticia del sistema carcelario?
No se sabe: los epígrafes se han perdido
y la memoria de Albertito no registra tan efímero detalle.
¿Y entonces, la foto, de qué habla?
interroga – filosófico – el tozudo Yo Poético.
¿Quizás del gesto enérgico de Foucault,
de la ancianidad serena de aquel Sartre?
¿Qué es, en definitiva, lo que importa? 
                                                                      ¿En qué consiste el hilo de la historia?
Albertito, por su parte,  ya ha perdido el hilo de la historia:
a él le importa, verdaderamente, descubrir qué lo ha traído a esta hora
hasta el silencio de la redacción vacía
y cómo es que se ha olvidado de la cita con su novia.

Enrique Zattara


Padre es sólo una señal sobre la frente

¿Sabe acaso alguien cómo fueron los sueños de su padre?
¿Imaginó deseos, escaleras de coral en el desierto,
remotos pasadizos a la vida? ¿Se ocupó alguien de ello?
Porque allí también hubo de haber vientos alisios, resplandores cautos,
o el concentrado rumor que acompaña a toda adolescencia,
vetas de mineral ardiente soldadas en invierno,
pasiones veladas a la infatigada vigilancia materna.
¿Quién no ha plantado su bandera alguna vez en un campo en llamas?
¿Quién no se ha creído alguna vez un pájaro de fuego?
¿Quién no ha querido ser algo más que una mano que trabaja?
Pero tú no lo supiste,
y aún más:
nunca quisiste saberlo.
Es cierto que buscaste penetrar la fronda de las eras,
dominar el desfiladero que comunica los valles tenebrosos,
abrir a la luz del amanecer
los antiguos santuarios de civilizaciones olvidadas
y el olvido del ser y los puntos de fuga
y los dispositivos maquínicos
y las astucias de la razón que produce monstruos
(y demás inacabables etcéteras y etcéteras).
Pero ¿los sueños de quien te dio la vida?
¿Cuándo te importaron?
Hoy he vuelto a mirarlo: no es el de entonces.
Con los años, su rostro se descompone en la distancia
y de pronto he creído vislumbrar un ramalazo
de lo que su máscara de padre escondió un día y para siempre:
uno no lo sabe, pero ser padre es una hoguera
que condena a ser ceniza consumida por el aire.

Enrique Zattara


Un poema es un número perfecto:
un hombre al desgarrarse
le destroza a tirones la armonía.

Enrique Zattara














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