Ámbar. Cementerio judío

En Praga, indolente y desordenada,
entre despojos de magia,
bajo una pequeña piedra
que emergía entre raíces de sauco,
he escrito una plegaria en lápiz negro.

Era el verano del noventa y seis,
la última quietud antes del desmoronamiento;
a Rabbi Loeb, destilador de tiempo y deseos,
pedía la alquimia elemental
de convertir en cobre el plomo de los pensamientos.

Pero mi piedra gentil se habrá perdido
si cada día es excavación de la memoria
y aflora intacto el sufrimiento
como un insecto en ámbar.

Isabella Panfido



Canto

Una especie de voz de la respiración, a veces,
nace de un movimiento y se convierte en canto.
Es voz que nos reconoce, honda como de tierra abierta,
o cuando nace un niño que es canto y grito
y llama la vida adentro
sin pensamiento ni ritmo
es sonido carne y silencio
habla de luz y agua infinitamente
y pide manos y ojos y miedo para pararse
sobre la lenta bajada del presente.
*
Lo que ahora por hacer queda
cuando crece la marea
de este líquido denso
en constante alineamiento
con el nivel de máxima inseguridad
es ancorar los ojos a la corriente.
Las manos abiertas al cielo
reman en la superficie,
miden la deuda impagable del bien.
*
Ya es hora de que vuelva a la piedad,
al recuerdo de un último noviembre
cuando tan perfectos éramos en el deseo
tan alejados de la sospecha
seguros de merecer la coincidencia del dibujo
del mármol claro sobre la obscuridad de arcos
en nuestro blanco y negro de la fiesta
convencidos de que la emoción y no la niebla
fundía las farolas en panales de amatista.
*
Cada vuelta como un amor grande me emociona.
Reencontrar la casa,
la luz discreta de los viejos marcos
che varía con las estaciones,
su tiempo paciente en la trama de las paredes
escuchar chasquidos mínimos, crujidos,
y, contando los peldaños – siempre iguales –,
encontrar, como para un amor, en los gestos usuales
la sorpresa de volver a descubrirse.

Isabella Panfido


Casa de mujeres

Por las rendijas de la casa grande
escucho voces que piden silencio.
Para terminar de una vez la partida, las manos,
jóvenes como nunca antes las había visto,
están sin gestos en pleno verano
quietas en la sombra de las hondas estancias.
Ella es distinta, de perfil judío,
la piel oscura tiene el olor de la vida,
medias de red y canciones americanas.
Combaten una guerra de inacción
– guerra de mujeres –
sombras en las trincheras de cuartos aireados
se fortifican de oscuridad contra una muerte sola.
Y voces insisten, hermanas, hijas de sangre avaro
seco de lagrimas y palabras.
Yo también, última, como las demás
que se han ido sin jamás marcharse,
me quedo tapiada en la cal florida
de la sal de amores mal nutridos.

Isabella Panfido


Gris

El nuevo día se ha levantado, mi quieto no amor,
si ya distingues el grana del gris
en la oscuridad todavía fresca, todavía no palabra,
en la masa blanda de la luz
que dibuja los márgenes de las manos
y despliega el borde oscuro de la boca
en la hipoxia haragana del despertar.

La llanura breve del día
se anima de gestos amables
y figurantes
y paraísos e infiernos
al fin perdidos.

Isabella Panfido


Negro

En el negro se arman las vidas,
porque no pronuncia luto sino plenitud
y todo recibe como un padre.
Como una luz que ha sido y es
sólo en la oscuridad por siempre tuya.

Isabella Panfido


Ocre

Días de fin de verano, desgajados
como granos de agosto, agrios.
En las manos lo árido, sin eco
del adiós, es tierra magra,
así como en torno a la sofora,
en círculo calcinado,
la hierba del año muere
en el néctar de una intempestiva florescencia.

Isabella Panfido




Rojo

En un lado de casa, el más sagrado,
está la esquina roja del icono,
los labios de la herida que conozco,
la única, la verdadera intimidad intacta,
el pacto cumplido.

Isabella Panfido



Verde acrílico

La amenaza de este tibio febrero.
En el espasmo de la hierba está
la medida irreductible del día
y brotes en la rama que el invierno ha quemado
emanan el ácido olor del principio.

Isabella Panfido











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