Apuntes para una breve historia del arte

Poetry is the subject of the poem
Wallace Stevens

Movimientos desapasionados en el límite de la experiencia,
anuncios que podrían ser la antesala del fracaso
o la aspiración a decir lo inefable ante un auditorio desierto.
En verdad, ningún poder taumatúrgico,
apenas la recolección de objetos,
la intuición fragmentaria de una sensibilidad enfermiza,
apenas el vacío de signos y palabras,
de colores que simplemente son
pero que, salvo su propia precariedad, jamás designan algo.

¿Pertenece todo esto al mismo orden,
a la destrucción y a la esperanza,
a la anulación y a la transparencia?
En los recodos del concierto cualquier giro vuelve sobre sí mismo
en una voltereta oscurecida por la refracción de lo real.

En la vida práctica queda lejano el anhelo de un orden diverso,
el sueño utópico de Marx leyendo a Rimbaud
y el habla múltiple que Giotto hacía decir a un ángel:
evidencias innecesarias para apelar
al dulzor de una imaginación abolida por la sangre candente
que resuena bajo el aguacero de una platería demasiado burguesa
y que encierra en su concepto un retrato a lo Turner.

En el fondo de las aguas, la música,
como un cuerpo herido por la luz de plenilunio
imanta los rastrojos del plexo solar,
la víspera siniestra de todo espejo
y el desfallecimiento que ningún discurso
puede asumir con pretensiones de totalidad.

Así, con el cumplimiento de toda acción en el deseo
se llega a esa frontera que carece de conciencia:
la inutilidad de toda forma
                                                   la pérdida de cualquier razonamiento,
el hacer por el hacer, articulando una piel alicaída,
una sonrisa sarcástica, un escepticismo impersonal.

Tal vez la contradicción ha cumplido su feroz profecía
y lo que resta es el sonido restableciendo el sentido del silencio
como el lenguaje mirándose a sí mismo en la pesadilla del espacio en blanco.

Ismael Gavilán



Citerea

C’est lá que j’ai vécu dans les voluptes calmes
Charles Baudelaire

Tal vez un día festivo, a fines de septiembre, al inicio de la cruel primavera
cuando lo que nos resta es un trato indiferente
que va más allá de un listado de cosas relevantes:
la ilusión de la ganancia, la fantasía igualitaria del trabajo bien hecho
o simplemente la felicidad doméstica de la borrachera semanal.
Entregados a una aparente estética del ocio
hemos doblado, según Lord Byron, los treinta y seis años
con su importuno, pero bello cielo arrasado.

Por eso, cuando vayas a dormir a solas y muy tarde,
la nostalgia sucederá a la envidia y el deseo.
Nostalgia de una edad del corazón y de otra edad del cuerpo,
para, de noche, imaginar playas, espejismos
o espaciosos pórticos que viejos soles marinos
iluminan con mil fuegos, balanceando una imagen celeste
que mezcla, gracias al vaivén de las olas,
una música solemne y casi mística.

De esa forma, la vida se filtra en la oscuridad
y los días requieren de nosotros una entrega más allá del fracaso,
una imago mundi por la cual autocerciorarnos de toda aprehensión
para desterrar de este privilegiado clima mediterráneo
esa mitad nuestra entregada al cadalso de lo indistinto.

Hoy, con la nave a punto de partir con su seductora monotonía,
los colores de un mar de ceniza advierten sobre la posible frontera
que ni un sueño de piedra pudo verificar más que como simple expectativa
teñida de decadence o dulce hastío decimonónico.

Ciertamente la veracidad de cualquier promesa
o lo verosímil de esa gallardía iconoclasta que en un lenguaje de décadas
inundó de contradicción toda posibilidad,
podría, quizás, deletrear la fantasía necesaria a este extraño silencio.
En definitiva, siempre ha habido muchas esperanzas,
aunque, al parecer, ninguna nos ha sido destinada:
basta cerrar el libro, entregarse a esos curiosos ritos bizantinos
y poner en el altavoz del jardín un melancólico lied de Hugo Wolf.
Por lo demás, ya estoy cansado de imaginar.

Ismael Gavilán


Das Tod Venedig

No la belleza, sino su representación:
lo que el ángel permite conocer como intensidad
o como ofrecimiento, tal vez como experiencia
de una niñez a la deriva en un mar tenebroso.
De todos modos, para Visconti
lo primordial es la representación, no la belleza en sí misma,
no la intensidad angélica que promete destrucción,
sino el abstracto devaneo para regocijo de los sentidos.

En esto tal vez consiste el arte
o en el talento de sir Dirk Bogarde -timidez,valentía,
el justo equilibrio entre sí mismo y su personae- o esas palabras
dirigidas a Schiller por parte de Goethe
que condenaban a la soledad más profunda al desequilibrado
y joven autor de Patmos. Ajuste sin duda entre lo que se es
y lo que se necesita ser, lo que probablemente Thomas Mann
sospechó desde que adquirió conciencia de su propio valer como escritor,
jurando no caer en el extravío que prescribía su propia escritura -el contorno,
la contención clásica a través del estilo, siendo el estilo, la frialdad necesaria
para establecer una frontera con la vida-

Pero a Visconti
Tadzio, más que un problema de sexualidad decadente,
le plantea la curiosa necesidad de ver a Platón
                                     representado como imagen cinematográfica:
platonismo, neoplatonismo, idealismo, pureza,
ideal estético, decadencia, serenidad, proporción:
nombres, palabras, efímero festín que acusa para nosotros la fidelidad
hacia la autodestrucción siempre anhelada.

Por ello, sólo el Adagietto
puede ser el heraldo angélico de la representación o de su artificio.
Verdad y mentira, unidos e indistintos,
                                     Venecia y la enfermedad
y la agonía de un niño solitario que en su cuarto
piensa en lo imposible que es verse amado.
Lo que el ángel permite conocer como intensidad
es solamente el ventanal azul de un país que nunca podremos conocer,
la mirada de Apolo frente al mar mientras nuestro cuerpo es consumido por la peste.

Ismael Gavilán



Janis

A veces he buscado tu voz en esos días difíciles
que aplazan el comienzo de la primavera
o en esas miradas que se filtran en la oscuridad
cuando mis lecturas de Ficino entreabren la desvaída imagen
de un extraño sobre un espejo roto:
apariciones, soledad, humo, máscaras
y todo ese arsenal que articula la experiencia de la pérdida;
melancolía de hojas amarillas entre libros
o ese verdor lejano y difuso cuando en las noches de abril
el centelleo del mar abría cavidades de angustia
entre los más finos fragmentos de la espuma
y nos balanceábamos producto de una borrachera descomunal
como el ritmo cercenado de los abedules cuando eran besados por el viento.

Al borde de la destrucción —como heroínas de Orlando Furioso—
siempre tuvieron que rescatarnos de la desolación
causada por el hastío de esa lengua sombría que atribuye un significado
a lo que nuestro espíritu no puede tolerar:
esa falta de arrestos para conjurar el vértigo de los desplazamientos
por estepas imaginarias, el comercio de nuestro cuerpo y nuestra sangre
o la impávida virginidad de la misericordia regateada por Dios.

En verdad, a veces he buscado tu voz
y ella me ha encontrado maldiciendo todo este destino:
quejarnos cuando debiésemos buscar una manera de decir;
juzgando, infantiles, nuestros torpes sentimientos
en vez de darles forma en un idioma que relegue los lamentos
para transformarlos duramente en palabras,
en signos obstinados que retuvieran la serenidad de la piedra.
Como enfermos usamos el lenguaje para indicar nuestro dolor,
olvidando la primacía de este aire que es de nada y para nada.

Tú sabes que no vengo esta noche a doblegarte, oh bestia
en quien se abren los pecados de una generación ilusa,
ni a cavar en tus impuros cabellos una triste tormenta:
quizás en esas miradas que se filtran en lo oscuro,
el aplazamiento de tus sueños coincida con la imperiosa necesidad
de designar el desistimiento de la vida.

Ahora, mientras te oigo,
quisiera como un adolescente, tener un revólver para oír
en una extraña tranquilidad, el sonido de la sangre:
reunir viejos números telefónicos, cuadernos
con esas cartas nunca enviadas,
fotografías pintadas de amarillo junto a letras transcritas de Nat King Cole.
Así, tal vez, creer que todo esto no ha sido en vano.

Ismael Gavilán



La necesidad fracasa en la desnudez de toda forma:
paráfrasis, metáforas, alicientes de penumbra para serenar
la incómoda desesperación que implica ser en este mundo
cuando no hay mundo […]

Ismael Gavilán



Stimmung
(Variaciones sobre un tema de Auden)

Mon âme pour d’affreux naufrages appareille
Paul Verlaine

Entre el ir y venir del otoño se cumple la circularidad de toda rutina:
la sangre sube por la enredadera
y vuelve a bajar en la prestancia de su indisposición sensorial,
las palabras repiten teatrales la palidez de su propio silencio
y el avance de los años dibuja la derrota de toda acción
en la amabilidad de los gestos que se vuelven símbolos de algo:
exigencias, nostalgias, indiferencia del medio, el error de la historia.

¿Podrías haberlo impedido?
Si el arte es la ilusión de lo representado,
entonces la tensión entre lo viejo y lo nuevo,
entre la tradición y la aventura, es sólo retórica
que se ve a sí misma con sarcasmo en el espejo de lo real:
el miedo culpable de comprobar el vacío de las afirmaciones.
Para el viejo Brueghel aquello no era tema a considerar:
era parte del orden del mundo situar el sufrimiento a una escala humana
entre lo más banal y la experiencia más espantosa.
Dar la espalda al desastre como el labrador que sigue en su oficio
o el navío que mantiene su curso de modo impersonal,
sabiendo que en ello no hay indiferencia,
sino cumplimiento de algo arcaico en que nadie puede intervenir.

Pero sin duda, para nosotros, no hay posibilidad de volver
a ese pacto entre las cosas y su expresión lingüística,
a esa asunción serena de la contradicción como parte de un libro
del que no deletreábamos página alguna, sino más bien
admirábamos la artesanía de los contornos diseñados al alero
de una paciencia que, hoy por hoy, se nos torna incomprensible.
Lo que resta, quizás, es redactar un catastro con costumbres, usos,
hábitos, prácticas, y pensar que con ellos se pueden caminar playas,
visitar aeródromos y centros comerciales,
hacer pasables moteles de quinta categoría,
resignarse a ver en una película de fin de semana una experiencia estética
y, en fin, todo ese catálogo de lugares y quejas cliché
que se vuelven un repertorio necesario para conjurar el suicidio o la locura.

Mientras el otoño va y viene con su dulce apatía,
la calidez de sus hendiduras imaginarias
levanta un relato legible con el cual bastaría entender
las aprensiones de nuestra propia existencia
como asimismo la desconsideración para con esas palabras
que íbamos a resignificar en un ingenuo juego alquímico.
Es verdad, tal vez no hay posibilidad alguna de volver,
cosa que los Viejos Maestros sabían de antemano,
incluso cuando pintaban a Ícaro como símbolo de la soberbia.

Pero la distancia, la mudez del espejo, esa tarde calurosa
que conoció la destreza de nuestros cuerpos,
la proyección de esos apuntes amarillos en las pantallas del sueño
son, cómo no, el desplazamiento entre tu memoria
y la inexactitud de la cámara lenta...

Pero la distancia
                                       y esa mudez siniestra...

Ismael Gavilán




Volver a las estaciones del tacto, no a las preguntas,
no implica olvidar las respuestas.
Sólo que éstas se dibujan en el azar que, felizmente, no dominamos.

Ismael Gavilán










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