Arriba, arriba

Arriba, arriba, parias de la tierra,
arriba famélica legión. Dejad de lado,
dejen los cartones, nada va a cambiar.

Arriba, arriba, santos de la tierra,
muchedumbre ensoñada, corazones
de carne. Nada va a cambiar.

El género humano es la internacional.

Arriba, arriba, la luz está en nosotros,
una beatitud incandescente, el sentido
nomás, de haber vivido el sin sentido.

Arriba, arriba, nada va a cambiar.
Después de todo, el significado
lo hacemos entre todos. Arriba.

El género humano es la internacional.

Javier Adúriz 



Diálogo

Para Marcos Bertorello, 
Mariana Aulicino  y Carolina Cortés


— ¡Por fin, Estensoro!, lo esperé la vida... Y siempre un cometa usted,  cinco minutos, media hora. Y después que me parta un rayo.
— Pero qué dice, Titán… Buenos Aires parece que se encoge con el tráfico del diablo... Dígame: ¿Hoy es de beber, de fumar o de charlar, lo nuestro?
— De todo junto, chico, además, por supuesto, de estar a lo que venga…
— Y con qué me viene hoy, ¿otro firulete electrizante?
— Mire, Estensoro, no las tengo todas conmigo, pero me está entrando firme la sospecha de que el oficio que practicamos se ha vuelto con el tiempo un género menor, casi de aspecto, vano.
— Entonces qué, ¿somos los patitos feos del cuento? ¿Los cisnes negros de la familia?
— Y sí, algo así o peor. La circulación es exigua, no nos leemos ni entre nosotros… y para que tenga una idea, la última vez que conocí a un lector, el despistado me había confundido con otro… ¿Usted cuenta con lectores, joven maravilla de la intelligentsia argentina?
— Mire, Vanucci, su categoría “lector” hace rato que me tiene casi sin cuidado… Como dice Auden, es ese tipo de sujeto que casi nunca concierta con mis intereses. Y más, como usted ya sabe, yo escribo y cuelgo. Con mis amigos colgamos en la web lo que queremos. Es nuestro modo de crear accesos, lectura in vitro… ¡La hicimos, Vanucci, confiese!.. la gran Boido hicimos… la poesía no se vende.
— Sí, Menem lo hizo…, y un bonito eslogan a los que fuimos tan afectos, lamentablemente… Pero sabe qué, a mí me hubiera gustado vivir de mi oficio, como un gasista por ejemplo… Además le señalo que su esperanza es abstracta, matemáticamente irrefutable, sí, pero oportuna  para ver el momento en que asoman  las dificultades escondidas en la entraña del género. Cada poema o “constructo”  (¿le damos un poco de horror gótico-lingüístico a la charla?) parece llevar dentro de sí, toda la potencia adolescente, algo primario, y la cosa no sale de ahí. No quiero ofender, pero intuyo que el medio los obra desde adentro, hacia un frenesí productivo, con mucho pavloviano por ese trato veloz con los botones. Escritura cortita y al pie, lectura ídem. La pantalla los formatea.  ¡La play station tal vez los formatea! Poesía de síndrome reactivo, diría.
— Lo que ocurre es que usted es hijo, nieto y chozno de la gran tradición. Un escruchante de Homero y sus secuaces, y si me apura, hasta de Hernández le diría, para venir a lo de ayer que también será olvidado.
— Precisamente, en aquel entonces, el poeta era el que armaba el gran friso, el escenario en que se vive. Hoy todo para el cine, la novela, la tele. ¿Y nosotros qué?
— Un concentrado sensible, los happy few.
— Me parece un demonio, Estensoro. ¿No vio lo que está ocurriendo? El planeta se incendia y ustedes se cuelgan del árbol de Juvencia. ¿O somos los diez justos que sostienen el circo? Los que no se quieren embarrar.
— Diagnóstico urgente. Usted padece de horacismo, Vanucci. Lo útil y lo dulce: Academia aprenda-con-agrado… Ya está, querido. Por favor, relájese. Ya se jubiló, cobra sin trabajar. Por delante no tiene ninguna obligación.
— Responsabilidad… ¿Conoce esa palabra?
— Por supuesto, y conmigo mismo, fiel al que soy, o a los muchos otros que soy, que me tienen atareado, aunque suene a desvío. La libertad, anciano.
— ¿Qué libertad?
— La de escribir lo que quiero, de la manera que quiero y, cuánto más original, mejor.
— ¿Originalidad?... ¿No los cansa esa pulsión de tener que inventar todos los días el dulce de leche y la birome? Ese vanguardismo de alcance pendejesimal, la histeria de la novedositud.
— No, en absoluto, lo prefiero al balero de su época, señor: causa efecto, causa efecto con lógica de opuestos y desciframiento monódico. Y qué curioso, tan semejante al libro, ese mausoleo donde esperan draculines con elogiosa contratapa, aunque el lector al fin resulte el sapo pepe, un príncipe embotado… No, viejo, prefiero la pantalla vibrátil, vivir el fragmento, los innumerables cruces de mi hora estallada.
— A mí me suena al fondo del tacho. El individualismo del individualismo del individualismo. El paco del fumo.
— A mí, en cambio, a una micropolítica, la única posible en estos días: la revuelta contra todo.
— ¡Micropolítica!... ¿No quiere que le prepare un vascolet, Estensoro?.. Micropolítica… ¿No ve? Todo lo vuelven micro, incluso el poema.
— Pero ésa es la revolución, el solo hecho de escribir lo que nos dé la gana. Eso aparte de que usted, tal vez, se esté ablandando, y entona un gemidillo de la peor especie: el embudo moral… Ahora resulta que la culpa la tiene el género. El poema no tiene moral, Titán, es mi forma de ser libre.
— ¿Y quién dice que no? Pero dentro de uno. Afuera existe otra dimensión, más profunda. Voy a ser pomposo: más libre cuanto más fraterna. ¿Recuerda lo de Po-Chu-I?... Cuando tenía un poema terminado, el loco se lo leía de inmediato a una lavandera amiga suya. Y en los ojos de ella, reconocía si el texto funcionaba. Caso contrario, abandonaba sus palabras en el cauce del río. ¿No le parece admirable?
— Le confieso que yo también me empeño en un experimento semejante. Toda vez que puedo, le leo mis constructos al novio de mi madre. Nada más para disfrutar de la perplejidad que muestra. Gozo muchísimo su mandíbula golpeando contra el piso. La de alguien, ni más ni menos, que llega a horario a todas partes…
—Es, usted, la peor alimaña de mis pensamientos, Estensoro. Si no la gana, la empata… Ahora excúseme un instante, me llaman aguas menores… No bien vuelvo, le hago saque y volea… Está bien, soy un homérido, vengo del libro. Y usted de dónde viene, joven: síntesis, por favor…
—Por dios, mire con lo que me sale… Qué sé yo, de la técnica. Soy un hijo de nadie. Además, creí que en el último encuentro habíamos coincidido en que ambos veníamos de la gran radiación, el gran acelere.
—Es cierto, mucho nos une: el contorsionismo, la cabeza deforme, los bigotes…
— ¿Nunca va dejar de reír…?
—Nunca, y con todos los dientes… Pero eso de la técnica hace a mi tesis: una sobrenaturaleza expandida, un sinónimo limpito de “me cago en lo concreto”. La ciudad nos encerró a mirar a través de un ventanuco. No le parece mejor dialogar, dialogar con el hombre común, de carne y hueso, como la lavandera de Po- Chu-I.
— ¿Recuerda qué bueno aquel ensayo de Eliot: “De Poe a Valery”? Ahí describe con claridad meridiana las etapas del gozo literario. Que el oyente primero se centraba solo en el asunto; que después, ya en la era del libro, distingue las formas de la cosa y disfruta en simultáneo los estilos, por mayor conciencia del lenguaje. Y que en tiempos de Valery, por fin, se repliega a la manipulación introspectiva, a esa conciencia de sí, manteniendo el argumento como mero sostén. Esto los fogueó a ustedes, ¿o no?
—A mi ver, Valery es el narciso en estado puro, uno de los extremos problemáticos del género. Y ya ve la patada que le pegó Witoldo. Si la cosa se reduce a uno con uno mismo, más allá de cualquier alteridad, fin del partido. Como le oí una vez a Enrique Butti: si no hay escritores, está la biblioteca, no pasa demasiado. Pero sin lectores, qué… se termina el oficio.
— Pero el valerismo lo llevaron hasta la locura, ustedes mismos. Ojos en blanco, tono solemne, hablar de la palaaabra, y aburrirse todos tomados de la mano. Nosotros agarramos la base, el monito introspectivo, le metimos pop, bizarría, perspectiva indie, y a cagar, a bailar con la que salga.
— Sí, y les salió una animadora infantil, sólo para jóvenes y chicos… Pero mi punto es este: hay otro lado del lenguaje. Lo pronuncia el sujeto, pero queda ahí para el otro. Entonces no me importa si la cosa es histórica, si la técnica, o de clase o lo que sea. En estas condiciones, el próximo paso va a ser poner el punto final y un cartel ominoso: cerrado por duelo.
— Master, yo soy como el pájaro del proverbio, no canto buscando respuesta, canto porque tengo melodía. Y es la mía, mi propio rollo. Mi lenguaje, en todo caso, mi fantasma síquico, el sonido interno de un otro que manda mensajes, y que este sujeto que ve ahora, estampa para sentirse vivo.
— ¿Sabe? en esto coincidimos… Me hace acordar al tipito de Kafka que esperaba el mensaje imperial. Ahí nosotros dos, como él, con el puño en la mejilla, aguardamos el mantra del poema. La diferencia de esta contemplación estriba en que usted ve a su doble, a su sola experiencia del lenguaje que, por lo visto, para usted es suficiente. Yo prefiero tratar de llegar a otro fondo, algo más transpersonal, disolver el ego. ¿Cómo decirlo?: a ese lugar donde el lenguaje habla un viejo espesor de todos y rige, y quizás ilumina lo que llamamos real. La cosa es llegar ahí, cuando el río suena por sí mismo
— Le voy a contar una anécdota. Frente por frente de casa hay un taller mecánico, regenteado por una criatura polifémica. Alguien que expresa presupuestos con un arte de broncos eructos. Vea, dice, lo suyo puede estar entre los doscientos y cuatrocientos pesos. Al otro día, sin embargo, para rescatar el fierro deberá oír indefectiblemente el siguiente epigrama: Lástima, pibe, son quinientos. ¿A este Ulises de su Homero quiere oír? Y no me venga con activos y contemplativos para el campo simbólico. ¡Para el campo sin bólido, dirá!
— Pero ahí afuera está la cosa, Estensoro, siempre está afuera, en eso otro que no es uno. Nuestra imaginación también fabula como la de él, lo distinto es que tenemos obligación de verdad y belleza.
— Qué palabrones, Vanucci. ¿Por qué son tan afectos a las abstracciones? El lenguaje no da certeza, da ficción, imaginación, fantasías del tiempo, un puro goce.
— Pero ahí está la distancia. El que empeña el lenguaje es el que miente, pero no quien lo recibe con los ojos, lo objetivo. Cuando la contemplación tiene esa cierta magia, el que ve, el lector, encuentra una intuición de la naturaleza de lo real, lo usualmente velado de las cosas. Y al producirse ese ingreso, da ese fulgor de verdad: un algo cierto que es ajeno y de todos. Esa es mi experiencia estética: un destello que se vuelve belleza, por esa adhesión exaltada del contemplador.
— Entonces, la belleza camina según el cristal con que se mire… ¿De modo que usted ve a la mujer gorda del circo, la de pelo en pecho, y si calza es la belleza?
— Así de simple y tortuoso, chico: Beauty is in the eye of the beholder.
— Lo que digo: está en mis ojos…
— Lo que digo, Estensoro, está en sus ojos de lector. Vos hacés la literatura, los otros, cualquiera, todos hacemos la versión de lo real. El lenguaje es mucho más que nosotros, aunque lo hagamos de a uno. No, precisamente, esa menuda pulsión del hombrecito escribidor que cada quien lleva en sí desde el principio, con conciencia encerrada de lenguaje.
— Tal vez yo sea un emperrado nominalista y usted, un realista que se va al universal de las buenas intenciones… Además, si el lenguaje contiene de manera velada el doble de lo real, tengo derecho a exprimirlo y que dé un nuevo mundo, más propio, para respirar en este ahogo. Una micro revuelta individual…
— Fabián Casas me dijo una vez: la poesía la hacemos entre todos. Me pareció una chantada, algo propio de lo que se debe decir, sobre todo en estado de jauría, o como un énfasis de lo que le llegaba del surrealismo o cosas así. Claro que, planchado ahora, al juvenilismo actual… Bien, hoy no. Pienso distinto, el hombre me parece agudo, y cuanto más en estos términos de una experiencia compartida. Más el comienzo de una revolución que una revuelta: hablar con el otro, una dación de la infinita riqueza abandonada.
— Usted, Vanucci, ya semeja un beato despojado y en pantuflas, la versión zen de Carlitos Balá. En un punto me horroriza… ¿No será un partidario ahora del verso medido, no? Dígame que no… Di que no, Godzilla de mis ojos, di que no…
— Ahora entramos en la cuestión de las formas… ¿Por qué no abrimos la ventana y contemplamos un rato el Río de la Plata? ¿Le gusta nuestro río, Estensoro? Tiene algo fundacional ¿no? Un mar dulce, una inmensa y cruel mansedumbre.
— Me gustan muchísimo otros ríos, más mínimos y transparentes, donde pescar, por ejemplo.
— A mí también. En realidad, me gustan todos; y pescar, no le digo… Pero sí, la cuestión de las formas… Me da lo mismo, oigo el poema en métrica medida y en verso libre. Creo que son modos, maneras de ingreso a la zona invicta, cuando se perfora el inconsciente personal y se llega a otro tipo de espesura, vinculado más bien al oído y el temperamento del que pulsa el instrumento.
—Yo no escribo más que en verso libre. No quisiera otra manera de tallar mi materia. El formato cerrado me postra.
— Creo que hoy es una polémica del todo inútil. Según creo, tu verso libre tiene en su trastienda una ley, que hace ver libre y suelto lo que en verdad se aviene a otra perspectiva, la necesidad del objeto, un otro también. Desde luego la cosa es histórica. El verso medido pareciera responder al oído de una gran voz que rueda desde la primera interjección, con el amanecer del hombre primal. Eso sigue ahí, en lo que llamo la zona invicta. Después ya se sabe, el hombre nuevo, más atento a su inconsciente o su sujeto, y ya: el verso libre, I sing myself, literalmente. Tal vez su caso, menos extremado. Amo a los dos, son la evidencia de la idea, de lo otro, de la respiración de la especie.
— Pero somos esencialmente una experiencia verbal, Vanucci. Una materia ardida, pero materia al fin.
— No estoy tan seguro. Tal vez, seamos una experiencia vital, que el poema pone claro a través de eso poco que tenemos. De cualquier manera confieso que los dos son uno: el cuerpo y la mente, y sobre todo en el texto. Uno y otro se aluden como en forja de una piedra imán. Y aun así, lo que sigue flotando, cuando las palabras se callan es una suerte de espíritu, de respiración compartida. He dicho… Por qué no armamos uno de los buenos. ¿Tiene hoy o no tiene?
— Por supuesto, ya le armo un chino de estos…
— ¿Se acuerda de aquella tonada del sesenta que cantaba Sinatra: “Moon River”?
— Sí, un lugar común bastante edulcorado.
— Vivimos en lugares comunes, my huckleberry friend: el país, el lenguaje, la amistad, el tiempo que nos permite. Me encantan los lugares comunes.
— Y qué con la canción.
— Es un homenaje, yo creía que al Mississippi. Pero no, a un recodo del río Savannah y por supuesto a Marck Twain, por lo de huckleberry. Ahí le dice al  río que verán las cosas de este mundo, cada uno buscando su estilo, braceándolo con su modo. Un día sin embargo, van a ir más allá del arco iris. Bien, el iris del lector es mi arco iris, el otro lado del poema donde se intuye o comparte este cielo de tierra que hacemos juntos.
— Eso, Vanucci, compartamos el faso y miremos nuestro río en silencio.
— Sí, querido, miremos, pero no en silencio sino con esperanza, mucha esperanza…

Javier Adúriz 


El gato

No llores, Lulita, no me hagás de todo esto una tragedia.
¿No ves? tuve razón: estaba escrofuloso. ¿No viste, no lo viste,
lo errático que estaba, su poco pelo, ese cansancio de hambre?
Lo que no sabíamos era su gana de muerte. A la final
fue de cajón el sórdido desplome hacia el machimbre.

Qué vas a hacer, mi amor. No hay que llorar. Y menos
acá en la basura...A más, a quién le importa, decime.
A quién le importa si subía o bajaba del cielo por la noche.
A quién le cabe si miraba o remiraba con odio. Amarillos
los ojos, los tiene cualquier gato. Cuantimás este maula

que hizo lo suyo duro. Sin ardor en exceso, sin lamerse
con furia las heridas...Por dios, aquí hay olvido nada más...
Tomá, gasta un trago....Si me oyeras, si me oyeras un poco
lo que hablo. Ya sé que era tu príncipe. Y qué, y qué.
No nos sacó de ésta, ¿no? A a quién le importa tu compasión,

los años de incierto entendimiento. Ese mirarse a los ojos
como quien mira a alguien, a la ternura, a un compañero...
Comprendo, el fin de la ilusión. Lo comprendo de veras.
Pero no me hagas de esto una elegía. Lo juro, yo te entiendo
que sus pulgas comían tu congoja. Y qué, por dios, y qué.

Miremos juntos otra vez lo alto en lo sucio de la noche.
estamos solos, Lulita. Y me quiero reír y así no puedo.
Por favor, acariciame, acariciame un poco. Si el olvido
es el don de la miseria. Te lo ruego, Lulita, detesto
lo bandengue. No concedás la emoción enferma.

Javier Adúriz 


Elogio de nosotros mismos

Nosotros, los que mentimos a diario,
los que encarnamos el difícil arte
de la locuacidad vacía,
nosotros, los embaucadores
de sordos,
temblones mediocres del infinito
abismo, los artistas consumados
de la transmutación y la astucia,
raza de enanos
irredentos, de perdularios
a domicilio, nosotros,
los sabios, los mezquinos, paralíticos
de la alegría, los entusiastas
del odio, los magníficos,
los elegidos desde siempre
para juzgar y condenarnos.

Deliciosa inteligencia.

Javier Adúriz 



Hakuin Ekaku (1686-1769)

No lo encontré en libro, por eso viene de voz oral.
Una historia sencilla y legendaria: de entrenamiento
y meditación, en zona lateral de la conciencia.
En el fondo, la interpelación más simple a la cuestión
religiosa, nuestra dimensión añadida por siglos
de reflexión frente a las cosas y la vida del ser
en el contacto con los otros. El monje desprovisto
vivía su zen rinzai en una choza, tan despojada
estimo, como la de Ovidio en las Metamorfosis
cuando describe a Filemón y Bausis, mis dilectos.
Claro, Hakuin Ekaku a solas, y con una única frase
que blandía o penetraba como koán de entendimiento.
"¿Oh, es así?" Repetía y se debía repetir en admirada
consideración frente a lo que le venía con la vida.
"¿Oh, es así?" Le replicó a una pareja airada de ancianos
que lo acusaban de ser padre de ese niño que llevaban
por confesión de su hija. "¿Oh, es así?" Y cobijó por meses
a esa criatura, fruto de su inocencia. Y "¿Oh, es así?"
Volvió a insistir, no bien la escena se reprodujera
por la inversa. Atribulados abuelos, llenos de vergüenza
confesaron el secreto de su hija con un mozo del pueblo.
Y con idéntico pecho, ojos delicados, igual de sonriente
replicó: "¿Oh, es así?" Y les dejó en sus manos la belleza.

Javier Adúriz 



¿Oís el río?

¿Oís el río, Okusai? No está lejos.
Tiene el sonido ambiguo de la vida.
Son como cascotitos limpiándose
con la corriente, algo múltiple.

Prestá atención. Detrás del ruido
se ve el nacimiento rudo de las cosas,
eso íntimo, desesperado casi, casi
enorme en su notoria nimiedad.

¿Oís, Okusai? ¿Ves? No necesito
que me pongas esa cara de tintorero
feliz. Dejate ir nomás, un poco.
¿O vinimos nada más que para esto?

Javier Adúriz 




"Todas las corrientes de poesía son utópicas y cada una desenvuelve su deseo de convocar al lector. Por eso, sí, las diferencias con sus compañeros de ruta son notorias. Desde la perspectiva de un posclásico, el neobarroco adolece de dos cuestiones: por un lado, recorta el fluido hacia el extrañamiento, operando exclusivamente el texto como último reino de la libertad y el goce y por tanto, tornándose un fundamentalismo del principio del deseo. Algo tangente, también, con el proceso de los neorrománticos. Un cierto imperialismo que pierde lectores, porque evade el principio de realidad, ese lugar que considera la presencia del otro. Es el costado siempre amenazante en la pulsión creativa que lleva al narcisismo o al autismo. Y por otro lado, como su estética se maquilla con agrados visibles, enmascara eso-que-decir, para diluirse en el orbe de las sensaciones. También el posclásico considera al objetivismo como insuficiente, precisamente por esa operación de dilución del sujeto. Se comprende su matiz político, pero lo cierto es que su texto acaba impávido, sin la vitalidad necesaria. El punto central aquí es que la construcción de un sujeto permite abrir la posibilidad amplia de lectores. Dicho de otra manera, sin confección de sujeto se malogra la furia conviviente del lenguaje. En cuanto a los pibes del noventa, me resultan todavía una mera gestualidad reaccionaria, aunque por otro lado, los conozco imperfectamente."

Javier Adúriz 



Vía de estudio

Aikido finalmente puede resultar un arte
marcial, aunque asombrosamente pacifista.
Si se me permite la contradictio in adjecto,
una lucha hacia la paz. No se crea
que la paz es un estado nulo, pero sí
una convicción del equilibrio: algo activo.

El Uke viene, como cualquier conflicto
grande o pobre de la vida. Ahí, un compañero
lo representa con mucha belleza y etiqueta.
Sin embargo, como cada milímetro de carne
-indivisa con la mente- lo compone, nunca
la repetición es igual. Por el contrario,
una sorpresa de la concentración.

En cambio el Nague recibe, absorbe, muda
lo que puede sacarlo de su centro
hacia la invisibilidad; reconoce
la dinámica del otro, tal un ritual
y en par de cortesía le tributa homenaje;
y así, hasta que de pronto se comprenden.

Son maestros avanzados Kío y Julián
en el recinto despojado de mi dojo,
donde lo asombroso carece de explicación.
Que tan dispares hagan su camino
de equilibrio en el aire, y del todo
un hecho idéntico
plural, para cualquiera, con verdad
sin palabra. Ahí brilla indefinible
lo evidente: la calma viva.

A Koretoshi Maruyama, Gloria
por la respiración profunda. Y más
Gloria a Morihei Weshiba, otro buda,
lleno de nada que todo lo posee.

Javier Adúriz 

















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