Bajo las estrellas del invierno

La liebre que una vez que yo miraba
atardecer -volaban los chimangos!-
salió del sol y se sentó a mirarme

El pájaro que una mañana
se posó exactamente sobre mi corazón
a una hora en que su cuerpo todavía
calentaba la piel más que el sol

El pene entre mis dedos de ese enfermo
al que ayudé a orinar mientras marchábamos
lentamente una noche a un hospital
cruzando playas de estacionamiento

La perra que buscaba a mi pene en la sombra
cada vez que salía para orinar desnudo
mirando las estrellas del invierno
antes de regresar corriendo hasta el colchón
iluminado por el fuego que ardía toda la noche
en los troncos que hachaba con mi hacha todo el día

La mujer que pedía serenamente auxilio
agitando los brazos y volviendo a nadar
en las primeras horas de una tarde pesada
en que yo con el pan en el estómago
no encontraba a otro hombre en las orillas

Y todos los metros que nadé por el mar
sin ver jamás a la terrible aleta
Y mi alegría de noche en las ramas de un árbol
oyendo tangos en mi adolescencia
Y mis siestas sentado junto al cajón de un muerto
descansando en la diga frescura de una bóveda
del verano porteño que tantos nos había humillado

Hablo de todas las horas y de todos los días
y de todas las estaciones y de todos los años

Pero la liebre que una vez que estaba solo
se ubicó exactamente entre el sol y mis ojos
guardando exactamente la distancia
que guarda un ángel que visita a un hombre...

Y el pájaro que un día
se posó exactamente sobre mi corazón
lo que es igual a recibir de un golpe
el propio corazón en el lugar exacto
el único lugar del universo
donde es una victoria recibirlo...

Y la perra que se acercaba agitando la cola
cada vez que volvíamos a encontrarnos desnudos
y solos bajo el cielo del oeste...

En fin...
Brillan los miles de ojos que me miran
Brillan las estrellas del oeste en invierno
Sobre la borda del colchón iluminada por las llamas
me siento arreglo el fuego
leo diarios viejos mientras mi sombra crece

Son las tres de la tarde en el reloj
que después del almuerzo se detiene
La noche es larga
Toda la noche sopla el viento
Mi muslo brilla con la saliva de la perra
o entre las piernas de una mujer de buen carácter
desnuda alegre dormida satisfecha
Vuelvo a despertarme cuando quiero
Vuelvo a salir al frío y a orinar nuevamente
porque estas noches bebo mucha agua
El fuego hace sudar al que lo cuida

En fin...
Hice orinar a un hombre
Salvé del mar a una mujer lejana
Y sé que puedo recordar algunos otros
actos de más amor de más coraje

En fin...
Pienso en todas las horas pienso en todos los días
pienso en todos los años sin encontrar mi imagen

Pero una liebre un pájaro una perra
me miraron a los ojos al corazón al sexo
como creo que sólo me miró también el mar
una madrugada de verano en que vagaba
con una pistola en el puño sin tener dónde afeitarme

Héctor Viel Temperley



Con su memoria de alas

Si fuera un charco de agua, un alambrado,
si fuera cualquier cosa, una bota en su estribo
–con espuela sería demasiado–,
si fuera cualquier cosa menos esto
no tendría este asco.

En un duelo a cuchillo
adentro mío
se están jugando mi alma
como carne a pedazos,
y en el chocar asqueante
de cuchillos,
que es cada vez más íntimo,
se me está ensangrentando y revolviendo
todo esto que era mío
y que era limpio:
el corazón, el sebo de las tripas,
nudos de venas
y hasta los testículos.

Qué lindo no tener adentro nada.
Ser como lazo, o ser la puñalada.
Qué lindo ser de afuera
y no de adentro,
como el campo y los pájaros,
como el viento o el hacha.
O si no ser de canto por afuera
y por adentro hueco,
como las guitarras.

Qué lindo entrar hasta estos que pelean,
como la muerte, armado de guadaña,
y acabar con el asco de las tripas
en una flor de sangre, inmensa y rápida.

Quedar vacío, ser como alambrado,
como dulce guitarra,
o como el aire fresco en los pulmones,
con su memoria de alas.

Héctor Viel Temperley


Crawl

Vengo de comulgar y estoy en éxtasis,
aunque comulgué como un ahogado,
mientras en una celda
de mi memoria arrecia
la lluvia del sudeste,
igual que siempre
embiste al sesgo a un espigón muy largo,
y barre el largo aviso
de vermut que lo escuda
con su llamado azul,
casi gris en el límite,
para escurrirse por la tez del mundo
hacia los ojos de los nadadores:
dos o tres guardavidas,
dos adolescentes
y un vago de la arena que cortaron
con una diagonal
el mar desde su playa.
Vengo de comulgar y estoy en éxtasis
contemplando unas sábanas
que sólo de mí penden
sin querer olvidar que en esta balsa,
de tiempo que detengo y de escafandra
con pasos de mujer,
nunca fui absuelto
en el adolescente y en el viento
ni en la cuerda del crawl, que de los hierros
cavernosos comienza
a separarse;
ni siquiera en las manos deslizándose
ni en el agua –que corre entre los dedos–
ni en los dedos, ligándose despacio
para remar con aprensión
de nuevo
allí donde no hay mesa para apoyar los brazos
y esperar que alguien venga
desde su pueblo a visitarnos;
nadie fuma ni duerme, y –en días
de gran calma–
sobre el plato de un hombro
puede viajar un vaso.
Vengo de comulgar y estoy en éxtasis
aunque comulgué con los cosacos
sentados a una mesa bajo el cielo
y los eucaliptus que con ellos
se cimbran estos días bochornosos
en que camino hasta las areneras
del sur de la ciudad
–el vizcaíno,
santa adela,
la elisa–
(a la sombra hay un loco, y hay un árbol
muy alto
y alguien dice “cristo en rusia”)
e insolado hablo al yo que está en su orilla,
ansío su aventura
en otro hombre,
y a la hora en que no sé si tuve esclava,
si busco a dios,
si quiero ser o serme,
si fui vendido a tierra o si amo poco,
sé que El quiere venir pero no puede
cruzar –si no lo robo como a un banco
pesado de galeote–
esa balanza
que es tanta hacia ambos lados
atrancando mis puertas:
la abierta, marginal, no interrumpida
matriz sin cabecera
donde gateó la vida,
donde algunos gatean
y su alma sólo traga lo mismo que el mar traga:
aletas, playas solas e iguales, hombres débiles
y una pared espesa
de cetáceo y de fábrica.
Vengo de comulgar y estoy en éxtasis
Y hacia otro hombre apuntan los prismáticos
De la escuela de náutica –que resistí– y del plátano
Que no sé más cuál es, que está en el puerto
con otros cien,
que un día fue ciruelo
O grito de novicia de piletas vacías
rotas por el allá,
después zureo
De torcaza escondida en los portones
calientes de un estadio en el suburbio.
Mientras ellas traían la pobreza,
la señal del aborto, los cabellos,
las manchas de salitre y,
en las albas,
Oseo en mi rostro y largo como un tendón de aquiles
de muchacha de pueblo
que camina o que duerme,
Ese olor a infinito enverjado, pujante
junto al Crucificado
que ocupaba,
incorrupto,
La mitad de la balsa, del cerebro,
de las islas del techo
y del desagüe
–Que se arrastraba angosto, a cielo abierto,
igual que un regimiento entre violetas,
Con hilos de agua vieja, grandes hojas
de palmeras, tapitas de cervezas,
campanillas silvestres, mucho tiempo
sin Teresa, que amé a los doce años–,
y la mitad
del mar:
por
donde,
me decía,
Dentro de poco el sol sería un gallo
en un carro blindado,
y la cabeza
sobre plata
–enseguida–
del Bautista.

Héctor Viel Temperley



Creo que la muerte es algo 

Creo que la muerte es algo
que se puede pensar
hasta sin cerebro.
Uno pasa por delante
de algunas casas
y las oye pedir muerte. 

Qué destino
el de esos nuevos frentes
de casas de departamentos.
Yo he escuchado a sus materiales
pedir muerte,
volver a ser lo que eran
antes, en cualquier parte. 

Me lo piden a mí
que oigo pensar su muerte
cuando paso a su lado
y oyen pensar la mía.

Héctor Viel Temperley


David

David me aprieta el brazo
como un bondadoso pastor negro
y me pregunta qué quiero
escuchar esta noche
en su trompeta.

Siempre quiero escuchar lo mismo, David,
siempre creo en el mismo Jesucristo,
todas las semanas cometo los mismos pecados,
sigo crucificado en el mismo y destemplado aire.

Héctor Viel Temperley



“El que escribió ese poema no existe más. Yo, en aquel entonces (no sabía que iban a darme rayos), salí volando con la cabeza abierta: iba a escribir. Se me ocurrió la solución de las esquirlas, lo ordené, escribí lo que habla de la muerte de mamá y el resto en el estado de un tipo que se había salido de la realidad porque tenía un huevo en la cabeza.”

Héctor Viel Temperley



La casilla de los bañeros, el piso y el homenaje   

     A Ernesto del Castillo
    que me prestó un salvavidas

Vengo de comulgar y estoy en éxtasis, hermanos
                  en reflejados días que tenían dos mares.

Sacristía con trigo de desnudos oyendo
                  un altar de colmenas. Única sombra.
                                                                        Tablas.

Piso para las víctimas más grises del planeta.

                  Capilla sin exvoto:
                  Sólo mandíbulas de escualos.

Y espejito con olas que nos ven entrar cansados.

En la gavia del tórax, como alas entre cantos
                                 rodados -recogidos
                                 de bruces-
                                              los pulmones;
Y, en las ceñidas lonas, ladridos empujando

                   a mástiles de hueso
                   que no fueron quebrados.

Y yo -que pude en sueños o en misión escalarme

                  por serpientes de nieve
                  que iluminan

                  escondrijos de mapas
                  y capotes

Bautizando en las noches de las cumbres a un lago-;

                  y yo -que no quisiera
                  que esa tropa oscilara
                  demasiado o se hundiera
                  en el umbral del cielo-,

Aquí donde la novia de un buen mozo del muelle

                  se entregó por dinero
                  a las visitas

(Después de hablar los dos afuera, contra el viento,

                  una hora o dos horas
                  caminando, abrazándose)

Y a las siestas, de pie, los guardavidas

                  abatían la sal de sus cabezas

                  como una damajuana muy pesada,

de agua dulce      y de vidrio verde, grueso,

                                     que entre todos
                                     cuidaban,

                                              me adormezco.

Lágrima en la botella el mar se seca

Y hasta que la pequeña estufa es desatada
                               
                                   -y dejan de brillas
                                   los pies oscuros-

Remolco sobre el hielo a una muchacha

(O en el piso, de nuevo,
                 veo sus pies,
                               de nuevo
                               no sé cómo

La estufa no los quema, ni sé cómo

                no saben arder menos que ellos
                                la cintura

O la boca,

Entreabierta en las tinieblas;

Y como siempre llueve y los relámpagos,

                en la ventana sucia,
                             
                              son los de ella);

Y sé que lo que hicimos refulgía

                y llamaba -ahora sé-
                mientras lo hacíamos

Y yo no era su prójimo, ni mi yo era mi prójimo,

                y su boca, gavilla

                con hormigas
                y tierra,

En confines de tinta

Me sacaba del odio.

Héctor Viel Temperley



Las ratas

Nunca antes
pensé en las ratas. Eran
las grises, melancólicas
nadas de larga cola
que subían
a un horizonte ajeno.
Las miraba
marchar, sin importarme,
por los altos
horizontes de los otros.
Pero ahora
las ratas no son nadas,
son el peso
que sobra en la memoria,
que chilla cada vez
que abro las puertas
del Día.
Sé que están
en este barco
interior, confundidas
con la Gracia,
atropellándola
cuando ella sale
a ver el mar,
a hablar con los marinos.

Ahora sé por qué
algunos días
son más grises
y hay más frío en un lado
del corazón a veces.
Las tenía
siempre conmigo
pero no sabían
que iba a despertar
esta mañana
pensando en ellas,
recordando quejas,
reproches que me hacía,
equivocado.
Desde hace un rato
van por mi memoria
como esperando
que se mueva el viento.
Y sus colas escriben: Todavía
hay fuego en las cucharas
de los cielos.

Héctor Viel Temperley



"Me encuentro con mi poesía al no saber cómo hacerla."

Héctor Viel Temperley



"¿Un poeta religioso? No. De ninguna manera. Seré un místico, un poeta surrealista, cualquier cosa, pero no religioso. Hablo de marineros y de nadadores. Jesucristo aparece a través de un rufián, de un vago, de un bañero. Pongo “Besarme el rostro en Jesucristo” queriendo decir que Cristo me había llevado a besarme a mí mismo en él. En él, pero a mí mismo, eso es lo que me interesa. No me dirijo a él dejando de lado mi amor por esa chica al lado de la lámpara: lo busco ahí. Me bastó con haberlo puesto una vez. Di testimonio. Macanudo. Ya después me copo con la tapa, con el marinero de la caja de cigarros John Player... Yo creía que existía. Me lo había presentado un tío en una pieza empapelada con flores. Y recuerdo que lo quise. Pero ahí dejé de verlo y no volví a encontrarlo hasta mucho tiempo después en un atado de cigarrillos. Había soñado con él, y lo tomé como la cara de Cristo. Dios es idéntico a un marinero, tal vez un marinero judío, por la mandíbula tan fuerte, cuadrada. En lugar de un salvavidas, entonces, le pedí a un amigo que dibujara una corona de espinas. Finalmente, se me ocurrió acompañarlo con la diagramación. Si mirás “Crawl” arriba es como un cuerpo que va nadando. Yo desplegaba el poema en el suelo y me paraba en una silla para ver dónde había algo que se saliera del dibujo. Me pasaba horas arriba de la silla fumando y mirando, y corrigiendo para que tuviera esa forma. Incluso trato de que las estrofas no tengan puntos hasta la tercera parte, porque quería que fuera un respirar, quería que cada brazada fuera una respiración. Solamente al final, cuando habla con otros hombres, hay puntos y cortes. Pero donde es pura natación, son estrofas."

Héctor Viel Temperley


“Voy hacia lo que menos conocí en mi vida: voy hacia mi cuerpo.”

Héctor Viel Temperley





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