Bondage metafísico 

Últimamente me descubro anhelando
una cama de cuatro postes: un lugar
para mis corbatas de seda, las medias y las esposas
que alguien me obsequió la pasada Navidad. 

Aparte de esto, yazgo suspendida
en mi propia incredulidad, su curvo marco
de metal ya pulido por años de lento restregarlo,
las correas atadas en mis muñecas y tobillos. 

Mi piel, marcada por el roce
con la áspera intemperie del cuero,
apenas siente los moretones.
De hecho, me parecen hermosos.
Seductores azules y verdes estallan y se oscurecen:
un corazón de enamorados en anilina rosa,
una orquídea negra con pétalos suavemente plegados. 

Es mi deseo
por un cierto estirarse y reventar de cartílagos,
el tierno padecer de ligamentos y tendones,
y el dolor en los músculos internos,
lo que me mantiene aquí, suspendida.
Y me muevo maravillosamente, me arqueo y me retuerzo,
aun con mis cuatro extremidades atadas.

Jorge Esquinca


Criaturas para la recién casada (el piano)
               
Un gran ministro de ébano preside las reuniones en el pequeño
salón de la nostalgia. Un ministro mudo, en exilio. Hace años que
nadie le arranca un gemido, un ademán digno de su alta jerarquía.
Tal vez las abuelas bailaron a Strauss en veladas de organdí y ponche
de granada, tal vez alguna de ellas fue entonces tocada, a través del
guante, por la oscura corriente del instinto... Ahora tú escapas de
otras manos que te persiguen descalza, desnuda bajo el vestido
—finges huir de esas manos que finalmente te atrapan, justo al lado
del piano, y hacen saltar la nota más grave de tu risa, reactivan la
reciente música nupcial, señora de Steinway, derriba sobre la madera
prensil, y tu cuerpo se arquea y el ministro encuentra el acorde y se
abren las puertas de la casa.

Jorge Esquinca



El arte de la fuga

Las muchachas ligeras llevan un zepelín tatuado entre los senos. Miran a los mortales desde aquella liviandad privilegiada. Viven entre nubes, con la indolencia azul de unos ojos habituados al comercio celeste y cotidiano. Ignoran el plebeyo mareo de las alturas. Para ellas todo es distancia, torre de viento, laberinto volátil. Las muchachas ligeras, gotas de tiempo en la clepsidra, se hablan de tú con la estratósfera. Ponen a secar su ropa íntima, siempre húmeda, en un pico de la estrella polar. Juegan bebeleche con la Cruz del sur y esconden la saeta de Orión entre sus piernas. Ríen. Nada hay más aéreo que su risa. Las muchachas ligeras echan volados con los ángeles y apuestan contra la existencia de Dios. A veces ganan, a veces pierden —nada hay más cierto que su risa. (Cuando, imprudentes, tocan tierra, se vuelven canción desdichada, zumbido que ciega al navegante.) Las muchachas ligeras son agua perdida, nadie podría jamás domesticarlas.

Jorge Esquinca



El cráneo de Elías

Durante los últimos días la piel de tu cráneo se ha vuelto materia vulnerable. La luz, el aire, el roce de una almohada, las manos que ahora sostienen tu cabeza pueden, a pesar de su inocencia, herirla.
Antier, ayer, hoy miro la sangre seca. Bajo la piel de tu cráneo el tiempo no pasa, es un presente de antes, la nostalgia de lo que vendrá. Las palomas, tras el vidrio que las separa de los vendajes y las sondas, son el único verbo que pronuncias. Bajo el crucero de tus huesos el tiempo es un sustantivo, detenido relámpago. Tú no fuiste relámpago, Elías, sino arrebato: destilada iluminación, aprendizaje. Tomo tu cabeza entre mis manos y no sé los nombres de sus huesos. No sé qué tanto se dice con el tacto. Pero sospecho que en este tiempo, en el que ya no estás, habrá también para mí un carro de policía, de feria, de viento que vendrá, como a ti, a levantarme. Y que no habremos de escuchar la voz de Dios, sino el fuego, Elías, el fuego.

Jorge Esquinca


En el fin del mundo

Déjame nadar en ti, hundirme
en ti, contigo, hasta la estrella
de cuarzo de tus labios, en su latido.

Déjame respirar el agua mansa,
esa en que te conviertes cuando nadas
y vas a la deriva de ti, a la orilla de mi voz.

Déjame en el oxígeno
de tu axila, en el páramo de agua
donde abres los ojos hacia mí, poseída.

Déjame ver con tus ojos de agua,
cantar con tus costillas tenues,
tu garganta abisal, tu cintura rauda.

Déjame nadar un instante en el cardumen
de tus manos abiertas sobre un cielo
sin nombre. Tus manos huérfanas, inasibles.

Déjame hundirme entero. No volveré
a caminar sobre tu cuerpo de agua.

Quiero caer hasta el fondo, hasta lo informe.

Déjame entrar en esa noche primitiva,
en el fermento puro del agua,
en el fin del mundo, en el comienzo de ti.

Jorge Esquinca


La toronja de Safo

Hace tanto tiempo que casi lo has olvidado.
Qué difícil esa primera penetración:
las uñas dentro de una carne
siempre más densa de lo que esperabas. 

Pero quitar la piel se va volviendo más fácil.
Capa tras capa
la piel se separa mientras tus manos
se van acordando, se mueven despacio y la retiran. 

El rubor te invita, delicado
y lascivo. Una casi virgen cautiva,
su vestido abierto tiene el color
de este amanecer. 

Y tú casi estás ahí
bajo una maraña de membranas,
sólo una brizna de piel
te impide tomar aquello que anhelas. 

Jugo, carne, pulpa, tragas
con avidez, tus labios comienzan a punzar,
tu garganta está bien abierta. Sacias
apetitos que ignorabas tener. 

Luego, vuelves por las semillas.
Piensas en una línea de perlas,
en las hileras de pezones
en el pardo vientre de una gata.

Y a pesar de que lavas tu piel
una y otra vez,
no puedes librarte de la liviana
fragancia persistente, 

pegajosa en tus manos, de esta fruta matinal.
Y todo el día recuerdas
que fue deliciosa
y amarga. 

Jorge Esquinca



Oración a la Virgen de los Rieles

Bendice, blanca Señora, al más humilde de tus peones.
Concédele vía libre para llegar a Ti.
Ilumina sus noches con el carbón encendido de las máquinas.
Que tus ojos claros sean, en toda encrucijada, brújula y linterna.

Todo tren un potro ligero hacia tu Reino.
Llévalo, gentil Señora, de la mano sobre los durmientes.
Administra, con tu prudencia infinita, su pan de cada día
y cubre con tu sombra favorable los rieles errantes de su casa.

Aquieta sus pasiones,
deja escapar en la medida justa el vapor de su caldera.
Apártalo del estruendo de furgones y góndolas salvajes.
En el vasto ferrocarril de sus breves días, no le des asiento en el gobierno,
pero guárdale siempre un sitio discreto en el vagón de tu confianza.
Bendice, blanca Señora, Virgen de los Rieles, a tu hijo más humilde:
tierra suelta que dispersas con tu manto.

Jorge Esquinca





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