Crematorio

Voy  con mi hermano a cumplir con el trámite de cremación de los viejos.
Tal vez, ensimismados en su último gesto, ellos transcurren en la foto ciega de la eternidad
    pero de este lado, en el tiempo con vencimientos,
hay que liberar la cuadricula en el multitudinario catastro mortuorio.
Entonces, a mi hermano se le ocurre verificar el contenido de los ataúdes.
Una decisión caprichosa, tal vez plausible, pero intolerable;
me exaspera pero lo acompaño.
Consiento en ver para creer,
Como en un desafío infantil,  una puesta a prueba del valor personal.
El pedido sorprende y fastidia un poco al empleado municipal
Pasamos al  backstage de la incineración, una factoría de desguace de lo que va a dar al fuego.
Los operarios rompen a hachazos los ataúdes, en una operación brutal:
Distingo
el cráneo como de cuero ahora de mi padre sobre el que siguió creciendo el pelo.
Se lo peinaba tirándolo desde un costado.
Llevaba mal la calvicie
Las cuencas vacías de mi madre que se murió con menos años que los que tengo ahora.
Distingo los huesos, poco menos de lo que dejo el cáncer que la arrasó.
Su crucifijo con una cadenita   le dan a mi hermano.
Mi padre esperó a que llegara y se murió en mis brazos un jueves a las cinco y media de la tarde en el Hospital Israelita.
Me despedí de mi madre susurrándole al oído, una noche
con la esperanza de que me escuchara en la otra orilla de su agonía.
El peso del mundo va de suyo en los restos,
y ahora estos despojos de película clase B,
pasan a ser su último recuerdo.
Calcinado resplandor puro espejismo
Cenizas quedan:
son polvo ya en una urna estándar
El olor de grasa dulzona, de repostería barata del crematorio,
me quedará impregnado en el olfato por un par de días.

Horacio Zabaljáuregui



Señora tomando sopa

Detrás del vaho blanco está la orden, la invitación o el ruego,
cada uno encendiendo sus señales,
centellando a lo lejos con las joyas de la tentación o el rayo del peligro.
Era una gran ventaja trocar un sorbo hirviente por un reino,
por una pluma azul, por la belleza, por una historia llena de luciérnagas.
Pero la niña terca no quiere traficar con su horrible alimento:
rechaza los sobornos del potaje apretando los dientes.
Desde el fondo del plato asciende en remolinos oscuros la condena:
se quedará sin fiesta, sin amor, sin abrigo,
y sola en los más negro de algún bosque invernal donde aúllan los lobos
y donde no es posible encontrar la salida.

Ahora que no hay nadie,
pienso que las cucharas quizá se hicieron remos para llegar muy lejos.
Se llevaron a todos, tal vez, uno por uno,
hasta el último invierno, hasta la otra orilla.
Acaso estén reunidos viendo a la solitaria comensal del olvido,
la que traga este fuego,
esta sopa de arena, esta sopa de abrojos, esta sopa de hormigas,
nada más que por puro acatamiento,
para que cada sorbo la proteja con los rigores de la penitencia,
como si fuera tiempo todavía,
como si atrás del humo estuviera la orden, la invitación, el ruego.

Horacio Zabaljáuregui



Sostiene el sombrero junto a la pierna derecha

Sostiene el sombrero junto a la pierna derecha;
botamangas anchas, alto el tiro del pantalón,
lleva corbata y el infaltable pañuelo en el bolsillo superior del saco.
Está parado sobre una roca,
una mata pequeña,
al lado del pie izquierdo;
atrás, el arroyo,
más rocas, un arbusto y lejos, al fondo,
se adivina una casa:
mi padre sonríe, en un paisaje serrano;
hay algo inusitado en la foto,
aunque usual para la época:
el hombre, de traje,
en la sierra cordobesa.
En otra
de bordes dentados, en sepia,
de tres cuartos de perfil,
atildado,
con aire de galán,
posa,
presuntuoso,
pulcro,
"detallista". (Para él, una virtud cardinal);
peinado a la gomina, la raya casi al medio,
el bigote recortado con prolijidad;
aquí las solapas son anchas, lleva chaleco,
impecable,
el nudo de la corbata.
Las cejas pobladas sombrean
ojos claros;
miran con intensidad
como si la cámara fuera un espejo.
Debe tener veintisiete o veintiocho años;
su bella época en América:
vermuts en el club Atlético
junto a los notables del pueblo.
Años más tarde abrirá El Clásico,
la casa de ropa para el hombre elegante;
luego dejará el negocio
por culpa de un tío de mi madre,
la traición familiar.
Nos vendremos a Buenos Aires
pero en su leyenda,
lo que no fue,
y tenía deparado,
todo
queda en esa nube de oro;
"él estaba para otra cosa";
peso muerto del imaginario ajeno,
tejido crispado,
run run hostil,
eco estelar en la infancia.

Horacio Zabaljáuregui


Yo era un cuadro

Yo era un cuadro.
Tenía dieciocho;
era un zahorí de los rápidos
en los años de la insolación:
enero del 73, los socialistas cátaros,
primavera en mayo,
de la plaza a Villa Martelli en el 111.
Fábrica tomada.
El Iluminismo revolucionario:
el agite, la hablada, el piquete, la toma: 
sinestesia de la época, 
imagen sin sonido.
Yo era un cuadro,
un zahorí del voluntarismo radiante,
del que hacer 
en el bazar de la revolución.
Cuarenta y seis años después, 
el dorado viejo del sol 
a orillas del Uruguay
trae
imagen sin sonido, cuerpo sin conciencia,
“mi pobreza e intransigencia,
mi canción de juventud.”
Una educación sentimental
En el viejo Clínicas, Kovacci explica el signo:
de dos caras, como el villano, 
arbitrario en su carcasa 
como la flor,
 y el relumbrón del concepto,
claro y distinto en la bóveda interior.
La sincronía es la comunidad organizada de los signos.
Como la telaraña del tiempo, 
los anillos del tronco
se leen una vez talado el árbol.
Un pliegue, un surco, una muesca 
un pliegue, un ala, un pliegue.
Lo supe antes de Shklovski:
en el principio está el extrañamiento.
Por eso el viento, desde el río, ahora. 
El tiempo, se fuga
en sonido sin imagen.
No hay fotos de entonces.
Por seguridad, 
tal vez,
por escasez de recursos.
Yo era un cuadro,
todavía vivo;
En un baño de la época,
la lengua muerta:
Montoneri, montoneri milites peronis sunt

Horacio Zabaljáuregui


















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