Al abandonar un hotel

Aquí sólo estuve de paso, no tuve tiempo de considerar
si acaso fui feliz o desdichado: lo mismo daba.
Aquí, pese a haberme identificado al ingresar, no fui nadie.
Aquí experimenté la sosegada humillación de ser un número,
una abstracción que conocen prisioneros y enclaustrados.
Aquí usé lo que todos usaron: no pude elegir nada.
Aquí no fui llamado, buscado, reconocido. Mi existencia
se circunscribió a una estrecha habitación y un desayuno
que vanamente se esforzó por compensar calidad con cantidad.
Aquí el baño me resultó una plaza hostil, no un remanso.
De aquí me llevo apenas mi equipaje y un souvenir involuntario.
La vida es un tránsito necesario y ahora, al mirar atrás,
veo este edificio estereotipado y comprendo, algo perplejo,
que cuanto espacio abandono se desploma en el acto:
el aquí se traslada conmigo como un campo de fuerza
que irradia desde mí o que me encierra,
como un súper héroe o un insecto.        
Dejo la llave en la conserjería.
Ciudad de Mendoza

Marcelo Gabriel Burello



"Ante nosotros se extienden, en el más allá,
Los páramos de la colosal eternidad..."

Marcelo Gabriel Burello



Scardanelli en la torre

                                                     In Namen Hölderlins!


Mugre en las uñas. Soledad.
Cadáveres de héroes griegos en el ropero y bajo la cama, quizás.
Scardanelli va de la silla al sillón, del sillón a la mesa, de la mesa a la silla:
prisionero de sí mismo bajo falsa identidad,
viajero del tiempo en una cápsula despojada.
Por la ventana discurre el serpeante Neckar, ese río romántico,
y más allá hay paisajes con bosques, ríos, montañas,
y gente en un plano general, a la distancia.
Sus ojos, que lo han visto todo (catástrofes y espejismos,
viñedos y cementerios, amantes y traidores,
montes teutones y llanos galos),
ya no distinguen nada en particular,
cual si en cansadas pupilas sólo hubieran de albergarse
imágenes sin fondo, alegorías cuya clave interpretativa
se hundió con el dios o el sacerdote que la supo forjar.
La tentación del líquido abismo ahí abajo no lo empalaga, tampoco;
se ha resignado a la senilidad, esa especie de muerte en vida.
De tarde en tarde garabatea versos ocasionales
con caligrafía sospechosamente esmerada,
y cuando puede azota el piano o sopla la flauta,
como un músico que sólo quiere ejercitarse
en busca de mejor digitación o ventilación.
Pues procede sin plan ni partitura, procede
sin procedimiento alguno; la mecánica vital no ostenta cifra.
Dicen que los ángeles dejaron de dictarle, y los demonios
muy esporádicamente invaden sus sueños,
susurrándole al oído profecías en glosolalia.
¡Hasta Dionisio detuvo su marcha y lo contempló desde el umbral,
consternado, reteniendo el llanto,
sin atreverse a pisar la guarida de un presunto apóstata!
Cuando hoy un visitante le pide un poema,
él finge evocar enseguida temas sublimes,
que por esencia no puede abarcar;
condesciende entonces a ponderaciones, acaso irónicas,
y cuadros estacionales que no condicen con el momento del año.
Y así se van los días y las décadas, arroyos y raudales
de una moneda devaluada o fuera de circulación: el tiempo,
un tenaz alargamiento de una equívoca leyenda
en casa de un sensible ebanista suabo.
Otoño, verano, invierno, primavera…
en la serena grafía del tormento acendrado
ya no hay peros y sobreabunda el cuándo,
y el sujeto que enuncia se ha esfumado en cenizas,
apaleado por Apolo, por paisanos y por compatriotas,
resentido y loco,
resiliente y sabio.

Nadie lo imaginaba, pero en esa habitación de alto,
el logos, por única vez, estaba capitulando.

M. G. Burello




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