Altares

Deben estar por debajo de
las estatuas para que quienes rezan
miren hacia arriba. La altura
debe ajustarse.

Keith Waldrop


Ángeles de piedra

Cementerio de Swan Point, Providence, Rhode Island.

Los ángeles avanzan–nosotros
nos apartamos, imagen de
una deidad errante, en busca de
pozos o trabajo. Ellos escalan
peldaños de aire, en ascenso
y descenso–nosotros estamos un poco
más abajo. La hierba nos cubre.
 
Mas las estatuas, helas, aquí están, simples como
horizonte. Afirmaciones
sí–pero lo que sostienen
cayó hace mucho.
 
Ángeles de la memoria: apuntan
a la muerte del tiempo, sin
ser intemporales, y sin
recuerdos. Su
fuerza es estar
quietos, resplandor
de una vieja doctrina.
 
Puede uno imaginarlos
sensitivos–es decir que podemos
atribuir a la dureza pétrea, uno tras
otro, nuestros cinco sentidos, hasta que cobre
vida y
respire y estornude y baje
hasta nosotros.
 
Pero son de hecho
lo opuesto de la percepción:
sepultamos la mirada en ellos. Y aun con todo
mi aprecio,
supongo que no ven
nada en absoluto, sin ojos que señalen
nuestra calamidad, sin aliento y con gracia
sobre las ruinas que inspiran.
 
Podría cerrar los ojos y
evadir, tal vez, el ciego
miedo que abrazan sus alas.  
 
El cuerpo visible expresa nuestro
cuerpo como un todo, sus
asimetrías internas, y también la rota
simetría por la que deambulamos.
 
Con práctica podría
tomar a las personas y a las cosas–el campo
en torno mío–como manchas: objetos
para la fantasía, sombríos
pero legibles. Todas estas
palabras tienen otros sentidos. Lo poco
escrito puede ser demasiado
para leer.
 
Un rato y un rato y un rato, tras un
rato forman un para siempre.
 
De baratijas ontológicas, y
sin saber de cierto lo que
significan, selecciono mis
cuatro embajadores: mi
doble, mi sombra, mi radiante
cubierta, mi nombre.
 
Los nombres inscritos no son sus
nombres, sino los nuestros.
 
La expectación, sin fin
inscrita, es una
súplica. Las manchas en expuestas
superficies–corrosión
perpetua–avivan rasgos
atados a la piedra.
 
Al no esperar ya nada sin
esfuerzo, vengo a esperar ya nada
sino esfuerzo.
 
El Adán primordial, nuestro
arquetipo–luz en la espalda, pesada
sustancia por debajo–atisbó
en honduras inciertas, se
enamoró y cayó
en su propia sombra.
 
Leyenda de la historia: huellas
de lo que ocurre. Señor,
cómo se incrementa nuestra
información.
 
Solo veo
una superficie–lo bastante complejas sus
interrupciones de
hondo azul–que sugiere que la tierra
está hueca, estirada en torno de
lo que debe ser todo lo demás.
 
Mi “mundo” es parsimonia–algunos
elementos que
combinan, como trucos de luz, cuando
bosquejan el más desnudo esquema. Pero mi
hueco es pleno, rompe
su marco y siempre me tienta a
volverme otra vez, otra vez, pues cada
guiño sugiere más y más en alguna
otra, más lejana oquedad.
 
Para llegar al espacio vacío, piensa
lejos cada objeto–sin destruir
su posición. Ya entonces fantasmal, sin
contenidos, el
vacío no se colapsará, como
lo esperas, sino que
aguantará,
vacante, en espera de un vértigo de
reprogramaciones siete veces
peores que lo que ya conoces, siete otras dimensiones
girando en nuestras tres.
 
Pero el tiempo se vacía, a
veces, más rápido que
eso. Aspira o exhala. Nada
móvil se mueve.
 
Los árboles caen, al azar y
plantados, como
lo pensamos.
 
El animal sacrificial es
consumido por el fuego, asciende en humo
graso, una ofrenda
a lo alto. La negación
terrena asalta
el cielo, mientras nos contaminamos con
nociones de eternidad. Es como si
una carta de amor–o todo lo que
he escrito–fuera a ser
destrozada, sus piezas
dispersas, para
así alcanzar lo amado.
 
No hay entrada después
del ocaso. Bajo qué vasta
noche, lo que llamamos
día.
 
Lo quieto meramente
se extiende–lo que se mueve
reside en el espacio.
 
Inmóviles figuras, aquí, corren
contra la muerte, sombrías por sus
cabezas como un oscuro nimbo.
 
Y aún así–estáticas–
avanzan: tienen un movimiento
como el fluir del agua, como
el hielo, pero más lento. Nuestro
tiempo es un río, el suyo
el mar de vidrio.
 
Vagan, como
nosotros, en este jardín con tal soberbia, con tan gran
ceguera. Frágiles
alas, dedos también frágiles. Sus rostros
con sus pecas, desgastándose.
 
Espíritu puro, dijo el Doctor
Angélico. Pero no estos
ángeles: visibilidad pura, oscilante,
llenando el día de horror, lo
cancelan y preservan.
 
La peor muerte, peor
que la muerte, sería morir sin dejar
nada inacabado. 
 
En un sitio en mi vida, debió
haber–ya sepultado bajo una
larga acumulación–algún extremo
goce que, nunca dicho, no
puede ya evocarse. ¿Cómo si no, en esta
urbe inconsciente, podría tener
tal sensación de duelo?
 
Elevaría...
¿qué es lo opuesto
de Ebenezer?
 
La noche, con su cripta, su
canción de cuna. Furia
para el final del día: impaciencia,
como barca al ocaso. Hacia
el horizonte, como
sonda que se hunde. Barcarola,
marcha funeraria.
 
Nocturno al mediodía.

Keith Waldrop


El teatro

Hechizado, mis
poros se abren─para que el
viento se abra paso. Toma
muchos días cantar el poema.
La voz es aliento
flotante, interminables
círculos como las crecientes
olas en el agua, extendiéndose hasta
que las interrumpen.
Cuando las interrumpen,
se quiebra la voz.

Keith Waldrop


Muros de belleza

Tales muros no pueden
durar nada más que años.

Keith Waldrop



Poeta

El viento muere, encuentro una ciudad desierta, a
excepción de muchedumbres en movimiento y de pie.

Los que están de pie recuerdan historias, como
piedras, carbón de las plantas muertas, ladrillos con forma de diente.

Empiezo a anotar ahora todos los lugares a los que no
he ido, comenzando por los más lejanos.

Construyo casas que no habitaré.

Keith Waldrop








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