Cuervo

El mundo nos sigue
en nuestros sueños (qué más son los sueños; a dónde más
puede ir el mundo). Me siguió hasta el bosque,

primero de un sueño, después de otro, llamando,
siempre, desde una rama en la oscuridad
sobre mi hombro izquierdo. Y ya se sabe
cómo se siente un bosque cuando oscurece:
cada espacio en el dosel es una ventana abierta
en el frío y helado ámbito del vacío. Silencioso.
Interminable. Hubo algunos llamados débiles,

seguidos, familiares (incluso, íntimos)
como capas de humo en un bar, como cartas
en una mano tramposa rozando la laca
oscura de una mesa barnizada, como las manos
de un obrero enganchándose en la seda. Pensé

que era solo mi miedo a la mediana edad
porque la garganta de seda de la juventud se había cerrado
al fin con sus bermellones y rosados de boca de felino;
o una creciente obsesión por los presagios
y portentos, donde las señales de muerte
en un sueño significan la muerte terrenal, literal
del cuerpo de donde el alma se abrirá
como un paraguas azul—hasta que reconocí
algo familiar de la infancia: un resto—
no un sabor o un olor, sino un resabio
de conocimiento cruzando la mente

como delgada ceniza. Muerte*, no es verdad
que eres la amante de todos; la máxima
mesalina y nuestra única verdadera herencia, guardada
cuando nacemos en la valija de cada célula. Partimos
desde la eternidad, abriendo las cortinas
del cuerpo de nuestra madre, pero es a ti
a donde regresamos con nuestras costillas al acostarnos; y tú
nos sigues a cada uno de nosotros como un voyeur pueblerino cuando oscurece
yendo de una ventana iluminada a otra.
Reconocer tus disfraces se ha convertido en mi trabajo
y estoy acostumbrada a verte llegar vestida
con tu manto de alquitrán y plumas para apoyarte
contra la curva de mi cráneo detrás de mi oreja izquierda.


Y fue tu voz lo que escuché, ¿no es cierto? —ese oleaje
sibilante empalmado a través de los susurros de mi madre
mientras ella vadeaba la oscuridad de la nursery
cuando yo lloraba y no podía dormir: shh, ya,
shh, aquí estoy. Aquí estoy. Y en cada casa a lo largo de la calle

el mismo canto, y en cada calle de la ciudad,
y en cada ciudad. En toda la tierra. Incluso la mente

es oscuridad sin forma
hasta que algo habla o canta. (Y yo abrí mis brazos,
¿no es cierto?, y los estiré hacia ese canto).

Jude Nutter


Cuervos

Vi esa mezcla extraña de fragilidad
y de débil fuerza en el ala rota,

y el azul flotando bajo la superficie
de sus alas —a veces la carne es un espejo

pero lo que se refleja nunca es este mundo.
No había nada interesante en la playa

excepto este cuerpo: Mientras me alejaba
descendieron desde los árboles —después del primero,

en avalancha—se detuvieron chillando
en círculo alrededor de su compañero muerto.

Permanecieron allí hasta que subió la marea,
levantó ese cuerpo roto sobre la orilla, lo dio vuelta,

lo sacó a flote —mostrando la negrura revuelta,
desapareciendo después, en cada oleaje.

Lo único que hicieron fue esperar ahí. Vigilantes.
Eso es todo. A veces este mundo

es apenas un paraíso.

Jude Nutter



El Cuarto Hombre

Sé que durante esa larga y tortuosa marcha de 36 horas por las montañas anónimas y los glaciares de Georgia del Sur, a menudo me pareció que éramos cuatro, no tres. No dije nada al respecto a mis compañeros, pero más tarde Worsley me dijo: “Jefe, en el camino tuve la sensación extraña de que había otra persona con nosotros”. Crean confesó haber tenido la misma idea. Uno siente “la escasez de las palabras humanas, la dureza del lenguaje de los mortales” al tratar de describir lo intangible…

—Ernest Shackleton


Olvida lo que sabes sobre el Endurance
cercado por el hielo: la tripulación flotando a ciegas
en él durante meses, sus perros

matados uno a uno; las traiciones diarias del pánico
y la desesperación. El coraje es el cuerpo que crea,
a partir de la violenta ternura de la imaginación,

una visión de sí como algo posible.
Lo que importa es cómo esos tres hombres permanecieron callados,
cada uno sometiéndose, en secreto, a su propia necesidad.

Más tarde, llamarían al cuarto entre ellos
Providencia. Pero yo digo
que fue el trabajo del cuerpo y estoy segura

que cada corazón se abrió esperanzado mientras la nieve
volaba ligera con un siseo bajo una bota;
cuando las rocas, sueltas, se desprendían ladera abajo;

en cada sombra atrapada al límite de la visión.
Y estoy segura
que darse vuelta y no encontrar nada era más fácil de soportar

que cualquier evidencia que pudieran haber descubierto
caminando con ellos. El cuerpo no es el único terror
por lo cual moldeamos la salvación, sino

la única soledad de la que nada sabemos.
Por eso hacemos el amor, y soñamos
en imágenes; por eso hacemos arte, voraces

de plegarias a nuestra imagen y semejanza. Por eso cada hombre
despertaba, de tanto en tanto, a su propia ficción. Y creia que era cierta.
Esta mañana, después de soñar

en las horas tempranas, oscuras y sin acercarme más
a este cuerpo, que soporto sola, caminé hasta el río
donde las garzas azules flotaban sobre sus reflejos

como apariciones y ¿no es esto igual que la carne?
pensé: flotar como el espectro de sí misma
por encima de la prueba de su existencia.

Jude Nutter




El curador del silencio

Hail to thee, blithe Spirit!
Bird thou never wert,
That from heaven, or near it,
Pourest thy full heart
In profuse strains of unpremeditated art.

P. B. Shelley

En súbita explosión creativa se inclinan sobre sus escritorios,
la corona de cada cabeza brilla como piedra húmeda, enamorada

del poeta, del pájaro que permanece oculto, como un poeta,
a la luz del pensamiento. Y qué
difícil, cuando la única lengua que tienen

está en los cortos y gordos dedos de los doce
crayones que tienen delante; y qué
bello es que se nieguen a que su visión del mundo

se limite a aquello que está al alcance de sus manos o no;
que lleguen, uno a uno
hasta el frente del cuarto con sus grandes visiones—

escaleras de canciones, grandes melodías y tramos de canto
y los diminutos cuerpos de las alondras
ascendiendo, y Shelley, concentrado en su trabajo, con una blanca

frase de encaje en sus muñecas; y alguien,
cautivado con el modo en que una canción
se libera del guante del cuerpo, ha interpretado

este momento como el momento en que el badajo
y enorme campana cuelgan ingrávidos y una larga
resonancia se agita en libertad. Y después

de que todas hayan avanzado ella se levanta
de atrás de la fortaleza de su escritorio, con su fotografía
alzada frente a ella, como un escudo, su piel

tan pálida que pensarías que es la luz misma
escapando, lentamente, como el aire, desde su interior. Aquí,
ella dice, está la canción que el pájaro quiere cantar

pero no puede. Y en lugar de ausencia, y en lugar del
silencio que esperamos, ella ha dibujado
un aro de amarillo resplandeciente. Como el aliento

que del que el cuerpo se desnuda y abandona.
Como la quimera de un nombre que escapa, libre
de la cubierta de lo que significa.

No se trata de la muerte: la muerte
es un actor secundario. Allí cerca, la brillante
cera amarilla de la canción que el pájaro no puede cantar

es tan gruesa que se frunce y se levanta como una cicatriz
y mi pensamiento se desplaza sobre ella como la luz
sobre el agua mientras ella se queda allí — una pequeña

soledad, llena de riqueza, el cuarto radiante
ahora con una carencia de canto. A través de la ventana,
en el viento, las hojas de las lilas discuten

como lenguas, pero estas son las únicas
lecciones que necesitarán aprender: que la vida
no es un artefacto, pero sí una abertura — un entrar

y un caerse, que cantar es levantarse
de la tumba del cuerpo. Y aún así
decir menos que nada.

Jude Nutter


El poeta reflexiona

Salgo de la cueva
de mi mente hacia la malsana oscuridad
exterior, donde las cosas pasan y
el Señor no está en ninguna de ellas.

R.S.Thomas

Al fin me descubro a mí misma: una mujer reflejada
en el retrato del vidrio de una ventana, inclinada
sobre su trabajo en un círculo de luz, desarmada, luchando
por dejar algo perdurable en el umbral
de su desaparición. Detrás de ella,

las escaleras se desdibujan hacia la oscuridad
y el largo pasillo se desvanece
en la sombra. Hay una canasta de corteza de abedul
amontanada en lo alto junto a piedras del lago y desechos; dos
palomas de mármol en un manto, sus alas
desplegadas en un anticipo de vuelo; y la piel
de un animal imposible de nombrar,
arrancada, tal cual es, del placer
demandante del cuerpo, de la felicidad que nos da
nuestra forma reconocible. La noche entera se apoya

contra la ventana, y el lago distante
es olvidado, hasta que lejos, en el agua, las luces
aparecen: barcos cargados con taconita camino a
Detroit o Windsor, Ontario. Y delante de ella,

detrás de la puerta blanca de la página, la oscuridad
de la mente antes de pensarse viva.

¿Y cuánto tiempo lleva a esos barcos navegar
de una costa a otra, abrumados
por la evidencia de una oscuridad anterior, más profunda aún
que aquella a través de la que navegan? Lo suficiente,
lo suficiente.

Jude Nutter



Epitafio en la Interestatal 80, Nevada

Un milagro, sólo mira alrededor: la tierra insoslayable —Wislawa Szymborska

El mundo es una tumba. Con todas sus salidas cerradas. La única
estación al alcance es Radio Peregrino, cuyos predicadores hablan sobre tu necesidad
de penitencia y salvación y tratan de convencerte de que el cuerpo
nunca es digno. A pesar de que sepas que la soledad
que sientes en el paisaje es solo un eco de la tumba del cuerpo
y una tristeza particular, escuchas: luz conectándose a la mugre

con un suspiro, como la hoja de una guillotina; los muertos disolviéndose en la mugre.
Campos del tamaño de países pequeños. Ganado muerto. El resto de la manada sólo
pastoreando feliz, retocando los huecos y las tumbas
de sus cuerpos. Incluso –te dicen los predicadores-  si sucumbes a la necesidad
y encuentras a alguien lo suficientemente bello como para tentarte a salir de la soledad
hacia el deseo, aun así todavía puedes darle la espalda a los placeres del cuerpo

y encontrar tu camino de regreso al sufrimiento del cuerpo
encendiendo un fósforo y deslizando tus dedos en las llamas. La mugre
del mundo deambula por las cavidades del corazón. ¿Qué otra soledad
esperas? El mundo es una tumba, es el único espejo
de la mente. Los muertos están contigo, parte del viaje: ultrajes de hambre y necesidad
en el asfalto; ampollas de carne en la llanta del neumático. Pequeñas tumbas abiertas.

Y esos predicadores que creen que la carne no es más que una tumba,
que arden, literalmente, por lujuria y belleza; hombres para los que el cuerpo
es un ataúd en el que viaja y bombea el corazón,
día tras día, cavidad por cavidad, el abono y desechos y mugre
de sus propios deseos; hombres para los que el alma es una moneda nueva, la única
que no se acuña para ser gastada (con ese ahorro, seguramente, no se compra otra
/cosa que soledad)

me pregunto qué harían con tu soledad
si supieran cómo te tiene de rodillas, ahora, como al lado de una tumba,
cerca de una cierva en el pasto junto al camino; cómo es solo
en la muerte que su lengua colgando de la boca forma un puente entre el cuerpo
/y la mugre;
cómo ya no necesitas esas llaves que cargaste una vez —plegarias y súplicas—.

Cuando al fin te levantas hay las dos marcas de tus rodillas
en el pasto y descubres entonces el verdadero estandarte de la soledad,
la piel desollada del lomo de una cierva arrastrando su carne contra la mugre;
el destello repentino de un letrero como algo que jamás imaginaste de una tumba,
pero como el forro de un saco que una mujer puede tirarse encima, como al descuido,
cuando se pasea en un strapless con su amante, el único

hombre que jamás necesitará, aun después de que la hayan hundido, finalmente,
/en su tumba.
Sea como fuere el modo en que lo mires, la soledad del mundo comienza en el cuerpo.
Y el cuerpo gana su mugre, y todo su placer, sólo en este mundo.

Jude Nutter


La última cena

Fue María, postrada por el dolor y de rodillas
en el polvo, la que confundió a un hombre recién levantado
de entre los muertos, el único
hombre que amó de verdad, con un jardinero. Señor,
si te lo has llevado, imploró, dime a dónde lo has dejado, y lo buscaré.
Es verdad: lo que observamos
a veces nos traiciona. Llovía,

fuerte, lentamente, haciendo que las hojas plateadas del fresno
en mi ventana se inclinaran en reverencia;
y el espejo de mi cómoda con su esbelta
deshonestidad reflejaba y traía cosas a la habitación
cosas fuera de mi vista: algunos botes

acercándose a los resistentes brazos de entrada
del puerto, una tanda de ropa
abandonada colgando de la soga en la casa de al lado, y la lluvia
cerrándose alrededor de la bandera amarilla y la fucsia.
Siempre sospeché que la lluvia estaba llena

de este tipo de espacios y cerramientos. Me había despertado
con jet-lag, hacia el final de la tarde, en la cama angosta en la que dormía
cuando era chica; me desperté sintiéndome triste y sola
aunque no estaba ni triste

ni sola —era nada más la que fui, el pasado
y sus muchos disfraces. Había estado soñando
con un poeta en Nueva York que vaga
por las calles más concurridas durante todo el día, anotando,
en una libreta de bolsillo con espiral, ninguna otra cosa
que el mundo visible. Hacerlo, decía,
lo mantenía honesto, y jamás fue seducido
por sus propias ideas. Es extraño, siempre he pensado que el arte
era una serie de pequeñas decepciones
realizadas al servicio de la verdad. La lluvia

y el final de la tarde ya se movían
hacia el momento de luz cuando la mansa
benevolencia que nos ha observado el día entero como un padre
se marcha, y supe que debía estar afuera
caminando, resistiendo mi presentimiento del fin,
de otro modo me sentiría abandonada toda la tarde, o bien
me volvería a dormir abandonada.
Pero era casi la hora de la cena y yo

permanecía retenida, allí donde estaba, por la música de mi madre
golpeando su carrillón de sartenes con fondo de cobre,
por el suave deslizamiento de cajón
después de que el cajón se abriera y se cerrara, se abriera y se cerrara;
por los cuchillos cabalgando
a través de la tabla de picar de mármol.

Mis padres me pasaban las cosas que, insistían,
ellos no podían terminar: un magro puñado de verduras,
más guarnición que comida, puerros hervidos y medallones de cerdo,
algunos glaceados, zanahorias cortadas, brillando
como un puñado de monedas. Y lo que arruinó

mi corazón no fue la delgadez de los muslos de mi padre,
o las venas marcadas en los tobillos de mi madre;
no fue la manera en que ellos se olvidaban o recordaban cosas
que aún no habían ocurrido. Era lo poco

que comían; era lo mucho que mi madre corría durante todo el día
en la cocina y luego llegaba a la mesa
con fuentes y grandes platos que siempre estaban
casi vacíos. Era el modo en que las porciones se perdían
en las vastas, pálidas arenas de sus platos.
Si observar al mundo nos mantiene honestos, ¿qué verdades
recogemos mirando cómo un cuerpo que amamos
se hunde en la tierra? El cuerpo es al mismo tiempo todo
y nada.
Era la manera en que ellos habían llegado a necesitar tanto
tan poco del mundo. Y de cómo esto, quizá, era suficiente.

Jude Nutter















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