El capitán Oates despierta en Queenstown

El capitán Oates
durmió aquella noche
suplicando no despertar.
Junto a él,
sus compañeros,
todos exhaustos,
todos acariciando
la caballera de la muerte.

Alrededor de ellos,
la tormenta
recuperaba el aliento.
No sabemos
si soñó el capitán.
Y si lo hizo, qué.
La mañana llegó
y despertó.

"Voy afuera,
quizás por un tiempo",
dijo, y salió.
Días antes,
había llegado
al fin del mundo.
Ahora partía
a encontrar la muerte.

Robert Scott y los otros
marcharon
unas millas más
hasta caer también.
Esto ocurrió en 1912.
Lawrence Oates, lo leo,
despierta cada mañana
en este rincón de Queenstown.

Mariano Rolando Andrade


El entierro de Stevenson

De pie ante tu tumba blanca,
veo el océano que te trajo
y la jungla que te amparó,
las montañas que quizás
te llevaron a Escocia.

Veo a los jefes samoanos
recibir la noticia
“Ha muerto Tusitala”,
que partió de la casa en Vailima
una noche de diciembre.

De pie ante tu tumba blanca,
comprendo tus dos deseos:
ser enterrado en lo alto
de la montaña Vaea
y llevar las botas puestas.

Pocos son los palagi
que han merecido lágrimas
en estas islas y mares
saqueados sin descanso
por las plagas de Occidente.

De pie ante tu tumba blanca,
gran Tusitala del norte,
veo las antorchas y escucho
los brazos de doscientos
surcando la tierra cuesta arriba.

El resto de Samoa se pregunta
“qué desgracia nos ha caído”,
y en la morada de Vailima
alguien prepara tu mortaja
y viste tus pies desnudos.

Llega la temida mañana ya,
tus anfitriones te acompañan
y los más fuertes cargan
el ataúd hasta lo alto de Vaea,
la cima de la tumba blanca.

Mariano Rolando Andrade



El último

Cuando todos huyeron o murieron,
cuando la casa del pastizal y el ciruelo inclinado
volvieron a quedar en su maldita soledad,
quedó un último habitante,
un superviviente final,
vagando por las calles horas y horas
regresando a la noche
rasgando la chapa de la puerta
aullando susurrando hablando
en el desconocido idioma de los sobrevivientes.

Su presencia desafiaba a la casa,
a sus maldiciones, a su dolor,
la omnipresente negrura
que brota de las entrañas de lo maldito
y devora lo que se aventura en ella.
Su presencia ya no era bienvenida,
aunque él, maldito mil veces también,
no sabía huir, no sabía morir,
como tampoco sabía
que todo aquello era ineluctable.

¿Cuánto tiempo vivió así,
ignorado y desafiante?
¿Cuántos días, cuántos años,
la enfermedad y la desgracia
durmieron en algún cuarto
sin prestarle atención?

Hasta que una de las dos despertó,
alguna recordó el olvido y fueron por él,
y lo encontraron
tumbado en el fondo de la casa.
Se metieron en sus tripas,
lo llenaron de podredumbre y pestes.
Le enrostraron su desfachatez,
el sacrilegio de traer a la memoria
a los muertos y los prófugos.
Solo quedó decretar su final.

Mariano Rolando Andrade



Hacia donde empuja el sol

Que no haya fatigas ni excusas.
Solo es hora
de partir hacia donde empuja el sol.

Quizás allí puedan nacer
mejores versos,
recogidos por quien se ampara en el amanecer.

Que el albor destierre
las trampas de la memoria,
la oscura raíz
que lanza dentelladas
en los crepúsculos.

Y tal vez alguien despierte
del silencio al que somete
la despiadada erosión de los días.

Y así nazcan mejores versos.
Versos
que no sepan de fatigas.

Versos
que empujen como el sol,
y despierten al creador,
sus amigos y enemigos.

Mariano Rolando Andrade


Pedernera

Se tambaleaba al final de sus días
que ignoraban casi todos
salvo el último amigo el único
que intentaba devolverlo
a los tiempos en que partían
al amanecer —¿o era al ocaso?—
desde Temperley a los bosques
en la pampa de Brandsen.

Hijo del ferrocarril, Pedernera.
Se tambaleaba y nadie lo veía
de su boca no salía queja
solo el silencio del cuerpo roto
que él conocía y también
su último, su único amigo,
y algunos otros vislumbraron
sin coraje para acompañar.

En la casa del pastizal sin ciruelo ya,
hijo del ferrocarril, Pedernera
saludó una tarde de verano
a esos que lo dejaron ir
antes de que realmente partiese,
y al ocaso —¿o era al amanecer?—
huyó de Temperley a la pampa
como si no hubiese muerte.

Mariano Rolando Andrade









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