"El poeta, no es necesario decirlo, es un ser como los demás. Le diferencia, si acaso, aparte de una sensibilidad particular, su labor, algo muy sutil, condicionado por incidencias muy determinadas. Eso le hace aparecer a los ojos de la mayoría como un ente extraño, que está fuera del mundo. Por mi parte, en tal circunstancia, debo decir que mi actitud, ante cualquier tipo de actividad pública, no está condicionada por ningún exilio interior, sino, simplemente, por mi deseo de no compartir ciertos gestos que considero deleznables ni participar en ese exhibicionismo obsceno del que hace gala hoy tanto poeta subalterno."

Manuel Álvarez Ortega


“Es el Sur la patria, el exilio.”

Manuel Álvarez Ortega



ESCRIBO COSAS DEL HUÉSPED QUE ME HABITA

¿Qué dirás? Hallas la vida como un mar oscuro,
oyes de sus desnudos escollos elevarse
los puñales, ves el remordimiento de su agua
negar la paz, mojar de luto tus orillas,
ceder su tinta negra por el desierto de ortigas
que unos ciegos relojes, con habilidad, abren
en tu memoria.

Hoy es un día cualquiera,
tres de junio, un día innecesario, te mueves
como un fantasma que se hiere en las cosas,
ardes bajo el continuo fuego de este páramo
del sur, esta prolongación de la muerte,
este infierno diario.

Gota a gota se deslíe
la noche, vives, las redes del desaliento
te tienden su ceniza, suena una música de piedra,
están golpeándote contra números ciegos,
pájaros infernales, monarcas de un paraíso
que escriben su maldición sobre las tablas
de este hogar vacío, estos mudos espejos
que arañan tu prisión terrestre.

Cae la lluvia
del verano, un olor a pobreza te atenaza,
no sabes qué luz te inventa, vas por las calles
como dormido, gastas la miel de tu tristeza
por un puerto mortal, no hay barcos, no hay
velas, el faro está apagado, arriba solo
el cadáver de la luna que despliega los hilos
de su azufre maldito sobre el mar.

Por un arco
de maderos, ría abajo, conchas y cieno, te alejas
de la maldad, el llanto de los mendigos
cuya letra asesina, el duelo de una boca letal
que se ofrece junto al malecón, entre dos luces,
alba malcosida, perros que babean su pereza
alrededor de las lonjas de pescado,

muchachas
cuyas sórdidas dávidas enmohecen en el fondo
de los tugurios, bajo sábanas salpicadas de orín,
descompuesto el cabello por el humo del tabaco,
la siniestra marea de un ejército que se pudre
entre sudor, vino y discordia, vanas castidades
de una edad que gira descompuesta en la lana
despintada por la saliva de cien generaciones
de borrachos.

Te alejas hacia otros meridianos,
tiene que existir otro mundo, algún lugar, otro
aire, una tapia, un hoyo, un túnel, no sabes,
un amarillo espacio donde el crimen se olvide,
donde una espada de fuego, arcángel o demonio,
defienda y crucifique los puntos cardinales
del hombre, abra las trampas de la virginidad
y sus ceremonias,

alguna tierra, algún astro,
nube o subsuelo, en donde la justicia sea,
un puño vengador se levante, libere del tirano
que se embriaga en su copa de lujuria, no halle
el dolor su domicilio en el lecho del verdugo
que desata su mal diario, clausure la asfixia
sus llamas expiatorias y salve con los signos
de su turbulenta liturgia el insomnio que anida
bajo el humo de las cárceles.

Oh, existe, sombra
o planeta, y hacia allá quieres tender tu cabeza,
la costumbre del muerto que sube por tu tronco,
oír cantar aún el mar de huesos que por tus ojos
se mueve, interroga, escupe, te niega al aluvión
de pena que te arrastra a otro golfo, sótano
cada vez más oscuro, cuerda acusadora, papel
culpable, reguero de destilaciones que unifica
silencio y hambre, rezo y cadena.

Y hacia allá
vas, tentáculo creciente, salamandra, liana
última, mientras la noche en ti se precipita,
abre hondos agujeros del olvido por tu carne,
y tú, credo solo, en su tinta germinal viertes
la sal de tus horas, el luto y la aventura
de este huésped, fénix ciego, que te habita.

Manuel Álvarez Ortega


La huella de las cosas

Mi cuarto tiene presa el alma de los días pasados, entres los mudos libros
se agolpan los recuerdos, versos, cuadros, flores, acaso una rama
reseca de jara, con su temblor, rompen el olvido que me oculta.
Mas de súbito en mis labios se hiela un deseo y yo a todos pregunto... y nadie,
nadie sabe decirme el porqué de mi vida.

Por la ventana abierta el invierno tiñe las cosas de un color íntimo y nuevo,
la bouganvilia balancea en sus hojas una sombra sin perfume,
y en el solar de enfrente los perros corren aullando al otoño
y los pájaros de La Torre se dispersan en bandadas desacordes.
Y el porqué de mi vida es el filo de un cuchillo que desgarra mis venas
y pone en mis manos un gesto de desesperación.

En el jardín bostezan los naranjos melancólicos y en sus troncos de cal
los rosales envuelven la impaciencia roja de sus tiernas corolas.
Y se transfunde la tarde al reflejarse en la pupila muerta del pozo o en el agua de la acequia,
y yo, que me siento apagado, sólo sombra, alzo mi rostro a las cosas y les pregunto... y nadie,
nadie sabe decirme el porqué de mi vida.

Y por el cielo pasan flotando las nubes y los montes son una línea oscura en la lejanía
y el arroyo ensordece la cañada y bajo la tierra la hierba se encharca de aromas.
Y es al corazón oscuro del pueblo, que desde el hondo valle se me clava en los ojos,
a quien pregunto el porqué de mi vida, y no me contesta.

Y no me contesta porque mi vida acaso no es sino humo
que sin forma se esparce en el tiempo, allí donde todas las cosas
hicieron su huella, su herida profunda y dolorosa.

Manuel Álvarez Ortega



Llegar de más allá del espejo...

LLEGAR de más allá del espejo,
ahora que una oscura dinastía cede su rostro cuando
/hacia la nada te vuelves,
apresar en el vuelo de otra pupila
la esfinge que en el mal se adormece,
¿te concede el privilegio de nacer en tan bastardo lugar, ser origen
de un cuerpo acuchillado en un cubil
de anónimos suicidas?

Unidas las cabezas bajo el fuego
de la posesión, conjuga el aire
más allá del andén que anuncia tu sexo de alud descompuesto,
¿basta tal semejanza de medalla antigua,
el lecho que hacia un eclipse se alarga,
para que el hielo de las bocas se haga ceniza entre las
/sábanas y el escalofrío, harapo temporal,
teja su alucinante corona
de oprobio y seducción?

Pasan las sombras como semillas
que se niegan a la fecundación,
el agua del día entrega su linaje a un nidal de lúgubres arañas, y,
/tan un súbito resplandor, cortada
la habitación en dos meridianos
de sueño, así cumples el ritual
de tu entrega, pródiga madre, antes de que las horas te hagan
/un nuevo féretro y en él, sola,
insondable peregrina del polvo,
eternamente seas un nuevo infierno.

Manuel Álvarez Ortega



"Nunca he tenido inclinación a conocer personalmente a los poetas. Para mí lo importante es el libro, no el que lo escribe. Cuando yo editaba Aglae, recibía libros de mucha gente que por entonces empezaba. Uno de ellos fue Miguel Labordeta. Nos cruzamos alguna carta y ahí acabó la historia. Murió en seguida. De Cirlot tenía noticia por alguna publicación catalana y algún que otro libro suelto. Pero nunca contacté con él, nunca coincidimos en ningún sitio. Algunos de sus poemas llegaron a gustarme, pero no del todo, porque, a mi juicio, no acertaba con la fórmula adecuada, no sabía “construir” el poema. Eran muy ricos de ideas, y con frases muy afortunadas, pero el poema, como edificio unitario, siempre se tambaleaba. En cuanto a Ory, lo conocí a principio de los años cincuenta. Nos vimos solo un par de veces. Por entonces no tenía ningún libro publicado y, por lo que pude ver, aprovechaba cualquier ocasión para decir de memoria sus versos. Estaba siempre como “en escena”. Era una especie de clown del verso. A la gente le hacia mucha gracia. Aparte de ese par de veces que digo, no volví a verlo. Luego supe que se había ido a Francia. Las veces que ha vuelto, con motivo de la presentación de algún libro, como yo no asisto a esas verbenas, no he podido saber si continúa con su comedia."

Manuel Álvarez Ortega


Por esta tierra pasó: queda su nombre

Por esta tierra pasó: queda su nombre todavía
sonando entre las cosas, la ceniza de sus años
dando sombra a un manantial de amor, su gracia
lo mismo que un errante conjuro por la casa.

Vivió un mundo humilde. Sus manos, un aliento
para quien sabe con tristeza que la libertad
ha sido malherida; su boca, una segura patria
para aquel que la muerte ya tiene señalado.

Cruzaba entre los seres de pan negro y castigo
sembrando su ternura como una madre justa, iba
de cuerpo en cuerpo liberando el dolor, uniendo
el hilo de la paz que un odio había malcortado.

Así fue su existencia: una entrega, un sacrificio.
Ahora, desde su cielo, entre los siglos, su voz
a diario nos visita y a diario el mundo se puebla
de la justicia que fue su fiel amor por la vida.

Manuel Álvarez Ortega



¿Qué pervive en la tierra
cuando la pasión ha huido
y en el aire –como una ola lejos de la arena se deshace en otra ola– queda
un sonido que nos fue familiar,
un olor íntimo, un frío éxtasis?

Manuel Álvarez Ortega



¿Quién olvida la mañana...?

¿Quién olvida la mañana de este aniversario?

El mar oculta su voz en el acantilado, la niebla se hace difunta luz sobre el arenal, donde el día, sediento, completa sus muertas aves.

Volviera, hidra de llanto, y la tierra sería un paraíso desierto, la paz de un rostro que vive su eternidad de piedra.

Mas al otro lado del tiempo, ¿sabe nadie si hay una rosa de piedra en su lugar o si una boca convoca a otra boca en ese vegetal reino?

¿Cómo conocer si el polvo, santiguado por el triunfo, en su altar complacido, relata una fábula que corona la pleamar?

En tal encuentro, ¿Quién dejará en su piel la sal de tan injusta cólera? ¿Quién sobrevivirá en la frontera del mal? ¿Quién se hará día en tan oscura heredad?

El cuerpo se sucede entre la ceniza de las estaciones. El tiempo pasa. Quedan ruinas.

Manuel Álvarez Ortega



Sin nombre todavía, símbolo solo

Sin nombre todavía, símbolo sólo, arena endurecida por el cosmos, el día esparce su
misterio, el polvo de su sombra, más allá del ocaso.

   Nada es la patria. Surcos, pequeños cementerios minerales, las aguas llevan el horario fatal.

   Ninguna mano perdura, ningún ojo contempla el dolor, tiempo consumido.

    Sólo el cuerpo trabaja lo que su carne llama justo maleficio.

Manuel Álvarez Ortega



"Yo he sido siempre, por propia voluntad, un francotirador. Ya se lo dije en otra ocasión. Después de apartarme del grupo de amigos de Córdoba, por motivos de la creación de Aglae que ya conoce, no he formado parte de ningún cenáculo ni de ningún proyecto literario. Quizás esto se deba a mi inconformismo, lo digo así, frente a ciertas actitudes que no me gustan en otra gente que he conocido. Eso, me dicen, y usted lo sabe, ha hecho que mi poesía no haya tenido la difusión que tal vez pudiera merecer. Pero, la verdad, créame, eso tampoco me ha importado. Yo tengo una idea, y es que, por regla general, creo que las obras que más aplaude la gente, suelen ser las más anodinas, por no decir algo peor. Le voy a poner a usted un ejemplo: El cuaderno de Nueva York, de Hierro. Este libro, usted no lo ignora, ha tenido yo no sé cuántas ediciones, ha estado un sinfín de semanas en cabeza de las listas de libros más vendidos, le han dado premios a voleo, tres o cuatro al día. Y aquí, entre nosotros, ¿se ha publicado últimamente un libro de menos calidad, con más tópicos, poemas más pueriles, lenguaje más pobre y con más deficiencias, formalmente? No, no hay que hacer caso de los éxitos editoriales. Y en relación a lo que me pregunta sobre aquella Antología consultada, viendo ahora sus páginas, es cosa de reírse. Ribes hizo lo mismo que hacen los antólogos de ahora, poner en fila los nombres que suenan porque lo han puesto en circulación los amigos que manejan los suplementos, o los que convocan los premios, que también presionan lo suyo, y tire usted para adelante. Pero, en fin, para responderle, yo, ahora, de aquella antología no salvo a ninguno, porque, según mi criterio, ninguno pasa la altura mínima del listón."

Manuel Álvarez Ortega











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