Por un sutil desplazamiento

Esta bata que fue comprada en China
es la misma que colgué hace diez años en la puerta.
Qué raro, cuando rompí el ruedo con el taco
y tuve que coserla
vi que sólo en el dobladillo
conservaba vivos los colores.
Sin embargo yo la recuerdo con una rara intensidad,
no como muertes o besos
o la pelusa rubia en la cabeza de mi hijo,
sino como la luz entrando en la corteza de un árbol
o un tesoro sucio sacado de las aguas.

Camino descalza por las cerámicas
y a través de las motas de colores
del aceite del castor en conserva
que hay en el borde de la ventana
contemplo a mi padre tusar la yegua
y sin bata me paro bajo la roseta de la ducha
(quiero agujas hirvientes para aturdir antiguos dolores,
un olor que me dure más allá de que me vaya).

Mi madre entra con la toalla en la mano
y como un colibrí queda congelada en el aire,
pero luego se repone y me clava los ojos,
vigila su capital, calcula las bajas
–Qué has hecho de mi cuerpo, que has hecho de mi cuerpo.
Su mirada es rapaz como la del ave fría
sobre la felpa azul de la toalla.

Recorre las vértebras fuertemente encastradas,
tres alforzas de piel en los huesos de la pelvis
como el papel en los muros de un cuarto cerrado.
Este es el regalo que Venus ha preferido
para la dura chica de Kentucky
que oculta ante su amante contrayendo los músculos
y estirándose bien alto sobre las sábanas.

Mi madre es valiente y sube los ojos
para ver la rota simetría del pecho
y por un sutil desplazamiento
no me descubre herida o mutilada
sino como si de ese lado y para siempre
algo atroz hubiera interrumpido
el trabajo gradual de la naturaleza
cuando después de los doce alisa la mama
y la dobla hasta formar un capullo
que el tiempo bajará con peso de plomada.

Escucho suave chasquear el pestillo
antes de que mi brazo alcance la bata.

Ahora mi madre y yo tomamos un martini en el jardín
distendidas y calmas, bien entre nosotras
como cuando después del funeral
la tierra negra y húmeda, recién removida,
vuelve a estar a la altura de la seca y parda
y antes de que suene la última oración
y la cruz se mantenga erguida con los brazos abiertos,
nos acurrucamos en el coche y dormimos:
aún entre lágrimas se siente el aroma de las lilas
y hay alivio al quitarse los zapatos.

Llevo en el cabello el anzuelo de una cinta,
la bata bien cerrada sobre el vientre
adonde el gato de ayer ha vuelto a sentarse.
Entonces la voz en los ojos de mi madre
se debilita hasta desvanecerse
en el aire espeso de este marzo
que no ha aprendido a ver ni a oír.

Ahora soy una especie de amazona,
con la piel mucho más cerca del corazón,
el arco abandonado sobre las rodillas.

Los rituales no fueron los previstos.

María Moreno


Sobreviviente

Ya fue bastante amarte,
reposar un sin fin en tu regazo
–cuarenta años para un minuto
no deja de ser un trato justo–,
tu mano en la noche del hospital también
aunque no pudieras escuchar el murmullo
oculto bajo el rebozo de la mascarilla:
"He atrapado el secreto, querida,
la muerte no nos dice nada."

Si la velocidad es subjetiva el viaje de la camilla hacia el quirófano
llega a alcanzar la velocidad de la luz. Carreteros corren para atrás. Pasan postes: ningún movie del ahogado,
ni siquiera el prestigio de una esquirla en /la pierna,
sólo recuerdos donde arden las /poblaciones
y veo el palo del barco hundido.
(Tengo miedo de decir la verdad bajo anestesia)

Mi madre me ofrece a la distancia
algo que me importa mucho pero luego vuelve el rostro y dice que no puede /dármelo.

Siete velos de valium me acercan tu cara /de reproche
pues has podido leer en los pliegues de /mis párpados
la tentación tenaz de soltarme y /someterme.

Si hubiera Dios agradecería
que nuevamente me rapte una imagen
(tus lágrimas cayendo sobre loza jaspeada,
hojas entre las hojas de los libros,
ensalada de flores).
Y que una voz eche su raíz en mí
sin ninguna amenaza de olvido
(en español la palabra anhelo ).

Espero en la antesala del Touro
reconocer a lo lejos los faros de tu auto
–voy a aterrizar ilesa entre nuestras sábanas–,
la reconciliación y los plisados rosa
y el barrido de tus manos sobre la seda.

María Moreno












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