Al sur, con el viento
terrible que se levanta,
el cielo parece querer
limpiar. Pero recién
para después de comer,
cuando hierve el agua
y se prepara el café.

Y ruedan los limones
por el corredor, golpean
puertas y ventanas,
se retuercen las ramas
del sauce,
mantienen su frecuencia
las goteras en la pieza.

Canta,
      canta la calandria
en la cornisa del lavadero,
el viento que acuesta
la línea del alambrado,
a la pareja perdida
en ese mar que cubre
el campo,
                  y la urraca,
desesperada, encuentra
sus huevos en el barro,
al pie de la enredadera.
Abajo,
           al sur,
                  el cielo
parece querer limpiar.

Osvaldo Aguirre


El espantapájaros, el caballo, la liebre

En la quinta,
cuando fuimos a ver
al espantapájaros
que cuidaba
un par de almácigos,
abrigado con una camisa
de mangas largas,
se acercó el caballo,
al trote,
contento de tener visitas.
Ese fue el momento
que eligió la liebre,
porque estaba a medio camino,
y no podía salir
directamente al campo,
tenía que pasar, sí
o sí, por nuestro lugar.

Nunca lo había visto
tan manso, el caballo
se dejaba acariciar,
levantaba la cabeza
cuando le tocábamos la crin
pero enseguida se confiaba,
y qué risa
los remiendos en la ropa
del espantapájaros,
qué risa
la tela apolillada,
mal zurcida,
y casi al paso,
en puntas de pie,
como si nos hiciera burla,
la liebre pasó tan cerca
que la hubiéramos tocado
en caso
de estar despiertos.
Y nos quisimos acordar,
pero ya corría,
corría hacia el horizonte,
la veíamos
al alcance de la mano
pero ya corría,
corría en el campo
como algo que escapaba
para siempre y solo
podríamos guardar
como lo que habíamos
perdido esa siesta
en que el viento
anudaba la camisa vieja
a los palos torcidos
del espantapájaros.

Osvaldo Aguirre


Huella

HUELLA, dicen
de las palabras
huecas.

Por dónde, cómo
se llega, preguntan
al que pasa;
averiguan y dan
vueltas, engañados
por nubes de polvo,
votos de lechuzas
y otros guiños
de la noche sin luna.

En el paso, perros
sueltos sin nombre
ni dueño huelen
un hueso, una seña.

Osvaldo Aguirre


Las conversaciones nocturnas

Era para sacar una foto,
pero nadie se tomó
la molestia, parecía que nunca
haría falta y quién sabe
si había una cámara.
Ahora no quedan recuerdos
salvo de un casamiento
que hubiera sido mejor perderlo
y de parientes lejanos,
ilustres desconocidos
que echarán de menos
lo que nosotros
tenemos de sobra.
Pero si cierro los ojos
puedo ver las luces
del pueblo y los silos
de la federación agraria
en el horizonte,
tal como se apreciaban
desde el corredor de baldosas
rojas al que nos empujaba,
todavía bien entrada la noche,
el calor. Cierro los ojos
y el borde desparejo del piso
me raspa la espalda,
como si estuviera tirado,
con las manos cruzadas
detrás de la cabeza,
ante el espectáculo del cielo.
Igual al que sigue
por primera vez un camino
íbamos a tientas con nombres,
datos y fechas aprendidas
en Explorando los planetas,
un regalo de nochebuena,
y lo que nos contaban
sobre gente que se suicidaba
por el cometa Halley,
que en poco tiempo volvería
a acercarse a la Tierra,
las misiones Apolo, la forma
en que la NASA
preparaba a un astronauta
y la cuenta regresiva
hasta iniciar el despegue
en Cabo Cañaveral. ¿Por qué
algunas estrellas tenían
una luz tan blanca?
¿Cómo se las ingeniaría
alguien que quisiera
alcanzar la que estuviera
a infinita, infinita,
pero infinita distancia?
¿Qué hubo antes del principio
y que habría después
del final? Compromisos,
funerales, graves ofensas,
nacimientos, viajes
y por si fuera poco
un premio de lotería
rompieron el círculo
en poco tiempo,
la casa quedó vacía
y a oscuras,
pero las preguntas
se reavivan al soplo
de la memoria y sus lagunas,
y las antiguas conversaciones
nocturnas en el corredor
continúan y se expanden,
como el propio universo,
cuando cierro los ojos.

Osvaldo Aguirre
















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