"Considero que no hay poesía surrealista propiamente dicha, sino surrealistas que escriben poemas. Otros lo dijeron antes que yo. En efecto, el surrealismo no es una vanguardia artística y literaria (algunos surrealistas nunca escribieron poemas ni pintaron cuadros), sino un movimiento que aspiraba desde un principio a cambiar la vida y transformar el mundo. Y que se reveló, poco a poco, ante todo comprometido con un rechazo de los valores de la civilización occidental y una afirmación, en la vida misma y en actos diversos (como la producción de poemas), de otra relación con el mundo y con uno mismo, basada en otro pensamiento que no el horrible racionalismo, un pensamiento sensible, analógico, mítico del deseo universal…
No existe ningún modelo de poesía surrealista: ¿que tienen estilísticamente en común un poema de Breton y otro de Westphalen? ¿Uno de Joyce Mansour y otro de Prévert? ¿Uno de J. P. Duprey y otro de P. Peuchmaurd? Únicamente el soplo de la gran libertad.
No me considero pues como un poeta surrealista, sino como alguien apasionado por el surrealismo, y cercano a algunos de sus representantes, que a veces escribe poemas.
Aparte, el surrealismo está perfectamente vivo. Conoció épocas grandes, como la década de los 30, pero también la de la postguerra que, para mí, es fundamental. Múltiples individuos y/o grupos se reclaman de esta corriente, o se sienten próximos de ella. Muy diversos, incluso contradictorios a veces. Algunos son partidarios de una actividad de grupo, otros al contrario establecen relaciones por afinidad… Existe una profusión de textos, poemas, colages, cuadros, acciones y películas… de Ioannina en Grecia a Madrid, pasando por Chicago o Praga…"

Jean-Yves Bériou



El clavo de la infancia

Para Orial

Mar sin gaviotas, corazón de plena noche.

Niño clavado en el grito de un invierno de arena fina, tu castillo lo abandonan los vasallos, en la bruma se borra tu blasón, y te quedas dormido.

A lo lejos, en la colina donde los amigos sueñan, los harmónicos de un saxo, un molino de sangre, la muerte está errando, enseña los dientes, gruñe y retrocede: agarro mi copa.

Y la vacío. Viene el pájaro, viene la pájara, viene la brisa con sus piernas finas, y nuestro cómplice titubeando.

Tus ojos de hojas secas donde la luz da vueltas sin cesar, hasta ennegrecer, tal el ángel que no dice su nombre.

Aprieta los dientes, tienes aquí el sendero abriéndose en el claro; el cielo es una mano grande que encubre el desorden de los riachuelos, la angustia de los zorros, tu cólera y sus venas negras.

A las reinas de la noche.

Jean-Yves Bériou




El imperio de la superstición

En una metrópoli usada, arde la revuelta lujosa: los amotinados tienen tiempo para mirar a lo lejos cómo pasan las ocas salvajes.

En los desiertos de piedra pómez, un gran pájaro cegado viene algunas veces a soplar sobre las brasas de los hogares y reaviva las hogueras de la fatiga.

El imperio de la superstición, las señales de la memoria, allá, entre las nubes, sobre el rostro de los amantes, en un juego de cartas trucado.

Jean-Yves Bériou
 El arrebato de las cosas





El jabalí aturdido por la caída del sol

Reír como una horda de moscas al sol. Moscas del paraíso, las del pulmón izquierdo, todas las moscas de los estanques. Minas de oro. La mosca del infierno no es la que se cree.

A través de las llamas, los ojos azules, languidez, viñas de la sombra roja, las coronas de relámpagos;

en la ribera, marchas agotadoras, ¡qué conciso es el rayo!

El paseante del cielo, sus animales alegres, la canción de columna vertebral, sus culebrillas, uno moriría con gusto otra vez, la cuneta es profunda;

los ejércitos en desbandada, las manadas de caballos de ámbar endurecido, los cuatro elementos tocando a rebato.

La rata de agua: eso sí que es morir. La suerte, una música blanca cubierta de moscas.

En la música blanca, uno ya está muerto. Los muertos, las moscas, las ratas, las vértebras, el campo de trigo que aúlla al mediodía, la insolencia de una noche que se despista hasta el mediodía, y todas las noches que se abren en el lago: es fácil, el pulmón de la rata murmura en el infierno de la cabeza;

ya no tenemos cabeza, somos los pájaros viejos del atardecer sin cabeza, los maniquíes de mimbre que se alzan sobre las piras.

Tiempos de hambrunas, llamas negras, no hay memoria.

Risa de un ventrículo que se niega a reír. La cabeza de una mosca, la invisible, y es el invierno.

Y es el invierno, la música de las esferas es un hueso que silba. Cuando se duerme, uno duerme siempre sobre un viejo montón de cráneos, los cráneos de Jauja, los de plenilunio.

Todas las cabezas de las turberas, se abre la puerta, y, mira, la fosa de los vagabundos obstinados, con ojos de fucsia. La gaviota dice no, dice sí, le abre el cráneo al mar;

y es mañana en el reloj de los pechos, de las venas translúcidas, de los manojos de narcisos;

Reír como una horda de cráneos desdentados. Los ojos negros, en los bosquecillos, los hombros desnudos de las soñadoras de siempre, las grandes cunetas húmedas donde se adormece la mugre.

Las moscas del infierno canturrean con la aurora. Sueñan con un paraíso frío de rosales negros, de bestias indolentes. Con el cielo y con su doble.

¿Y quién deja el infierno a sus espaldas? ¡Cómo arden las casonas de la melancolía!

Y aquí esta el muriente, sus pupilas de espuma, y su mirada de muriente en la pradera de los antepasados por venir.

Y del molino gira la sombra venenosa: nuestros días, nuestras noches, los pensamientos infames.

Mira, llega el tiempo de los avellanos ardiendo, de las fragatas perdidas en el océano de las moscas. La gracia, la desgracia, mil veces la vuelta al mundo. El color de tus ojos, los senderos de la rabia.

El jabalí aturdido por la caída del sol.

Las moscas del infierno tienen mucho que hacer.

Jean-Yves Bériou



“En poesía no entiendo de fronteras, idiomas, sociedades…”

Jean-Yves Bériou




La piedrecita de la muerte

Y el oro del cielo entre las ramas
del corazón. Y la isla negra, quizás en el mar:
¿eran nuestras fiestas?, ¿la piedrecita de la muerte? Eran
los perros, las perras, sus bodas, el olvido
La juventud no pasa: se empala
grita de risa: un coágulo en la garganta,
un ave de rapiña clavado en lo más alto
de la memoria,
un clavel
Una piedra más, de las frambuesas el perfume,
una mano crispada entre los muslos
del rayo
Y tus pasos, y su sombra sin fin, a mediodía,
a medianoche, entre las horas y la venas que salen
de un azul celeste que sobreentendemos, detrás
el latido de una ala
que oscurece el mar
La poesía: prender fuego con nada, con todo:
no cenizas, brasas
Y el oro del corazón entre las ramas
del cielo.

Jean-Yves Bériou



"La poesía es un modo de pensamiento, es el pensamiento por la imagen, no por el concepto. Tres de sus grandes formas son los pensamientos mágico, mítico y analógico."

Jean-Yves Bériou


"La poesía está relacionada con la inmanencia, únicamente con la inmanencia, y se levanta contra toda transcendencia. Cuando habla de otro mundo, es aquel que es otro. El otro mundo está dentro de este. No hay misticismo."

Jean-Yves Bériou



"La poesía no es un genero literario (hay muchos poemas sin poesía). No es literatura."

Jean-Yves Bériou



"La poesía no existe sólo en el poema, existe antes y después del acto poético que puede constituir la escritura del poema, u otro acto…"

Jean-Yves Bériou


La teoría del amor

Sobre el musgo el riachuelo
las negras armas
melladas

Sin gritar, clava tus dulces dientes
en el vientre de la sombra
encontrarás los huesos la linfa
de los pájaros

si supieras cavar el mundo
hasta la saciedad
quemar los rastrojos luminosos
del olvido

Desciende, desciende allá
donde el río a los espejos se encadena

desmenuza entre tus dedos la hierba de las sepulturas

y celebrarás el escollo atento
los Sargazos del corazón
el ínfimo navegar

La teoría del amor: la ira del cielo
bajo la falda de la amante.

Jean-Yves Bériou


La voz del miedo
La voz de las estrellas perdidas

I
                                                                     
Los dientes del mundo
mascan el amor
a medianoche a mediodía
fluye el néctar se oxida
flor de los abismos

No despiertes al pájaro negro
que solloza en el armario
su picoteo su herida de sal
la sombra de lunas de mercurio

En el horizonte la nube de polvo
es el cangrejo y sus acólitos
su cielo su rosa su herida
el canto de la osamenta el agua viva
la canción de los marineros
las compuertas del cielo

Todo es negro
incluso la gallina roja
del hastío. Picotea
allá arriba la cabeza de la agonía
vuelven los rosales de la luna
muslos azules de lo negro 
que cae sobre lo negro

Todo es negro:
las habitaciones sin ventanas
abiertas hacia el amor la noche
de los prados la noche de nada
el trigo negro de los espejos
la escarcha que dormita
en los ojos del zorro

Todo es negro
incluso lo negro de la primavera
inclemente la sombra de los supervivientes

II 

Los dientes del mundo
trituran el amor
a medianoche a mediodía
el tiempo es su espejo

Que no despierte el ave oxidada
que dormita en el armario
se despierta insulta
la sombra ósea de la pájara

El niño merodea sueña 
entre las zarzas del cielo:
quien hoy muere
morirá mil veces

a lo lejos una voz
como una estrella perdida
el miedo y su voz 
sacuden la fortaleza

voz concisa de los desvelados
la sombra dispersa sus banderas
nuestros jardines gravitan
por debajo de la luna

Un cangrejo que sueña en la arena
amantes perdidos en el sótano
el mundo es quien sopla

La ventana está cerrada
el viajero se detiene
se vacía la gaviota del amor 
de su sangre echa a volar la gaviota 
no piensa en nada dice 
que no piensa en nada.

Jean-Yves Bériou



Ni dios ni amo

                                                                                     Para Anne-Marie B. y Pierre P.

Él no se busca
anda por una calle blanca de pájaros

No sirve a ningún amo, ni siquiera al de las tabernas
el gran nervio en carne viva que rueda por las sendas de la infancia
que recorre el campo hacia el mediodía

Su columna vertebral, una bandera que sólo ondea
con el viento de los relámpagos

Un fuerte viento, él no busca nada más
una horda de venas duras, una mano
anudada en la sombra de sus pasos
Nunca se buscará

Retoma su camino, y aún es mediodía,
Se ensombrece el campo, él contempla la llanura,
sus siglos, sus fuegos abandonados, la crueldad,
el mar detrás del mar, el velero roído
por las nubes, el hocico del cielo
sobre la piedra más alta, las garras
del cielo sobre el adiós, sobre la cantina
y la sombra del bebedor

En los barrancos del cielo, el más amplio, el más acre,
ya no resonará el mediodía, sólo este adiós:
la cabeza ácida de un pájaro, sus huesecitos:
el reloj de la muerte

No sirve a ningún amo, ni siquiera a sí mismo
retomará su camino, y siempre es mediodía
retomará su camino, y cae la noche.

Jean-Yves Bériou


Pronto, de nuevo, las desapariciones

Para Antonio G. 

La infancia, siglos para esperar. Él reía, había dejado su cráneo en la mesa del jardín. Pronto el vuelo alto de las ocas salvajes.

La cabeza: una torre en llamas que gira dentro del corazón. Órganos, órganos de nuevo. Y la nieve carbónica de un cielo, de dos cielos, de tres mares.

Arden el cielo y las estaciones que inventamos. Música de las esferas, vieja música de las arterias. Pero la pereza de los asesinos, el ejército de los astros que ya no se ven, la juventud imperativa. Ella, con sus labios blancos, sus ciudadelas de cristal, palacios de brasas.

Vuelve a la ventana abierta sobre la rabia: las plumas arrancadas, la sangre de las cosas, los vidrios obstinados. Y la dulzura de los aparecidos.

Sí, en una terraza a la hora de la cena, la dulzura de los aparecidos; acercarse al olvido y los setos que florecen, apretar una bola metálica de cielo en la mano izquierda, en tanto la derecha ilustra la teoría de las dos maldiciones.

Abandonar tus cornejas, tus yeguas, tus estrellas. Dejarlas a la entrada, en el infinito de los adioses. Deshacerte de los huesos que crujen, de la imposibilidad.

Bajar a lo más hondo del cielo. Se hunde lo que no existe. Pero los corros de los niños, la serpiente de los ejidos, la que se llama con todos los nombres. No, no los recuerdos.

Ármate de impaciencia, regresa a la fuente de los animales perdidos. Pero no los recuerdos, más bien la mano fría. Extraviada y recuperada, la mano de venas mercuriales.

Las campanas del pánico doblan, silenciosas, en las casas abandonadas de los lagartos. Tú te tiendes entre los animales cansados, entre los perros de la sal. Las perras del hastío.

Ella respira, la máquina muerta, en los escaparates uranios. Ella se levanta, la cabeza cortada del amor, sobre los edificios de los grandes bulevares, a la hora del búho. Y de su sombra de búho.

A la hora de los números amenazadores y de los párpados azules.

Pasado el primer puente de las garzas reales, se rechaza a los espectros, se les abraza.

Despertarse por la noche para entreabrir la puerta del cerebelo. Querer sentir el viento de alta mar, los planetas en la lejanía, las hogueras musicales.

Nudos de sombras que se deshacen en lo negro: qué perfecta es la luz.

¿Es vértigo esta luz en los labios ensangrentados? ¿Es luz esta foca que dormita sobre la piedra plana del corazón? ¿Es mañana esta vela negra en la bahía de los cormoranes?

Mañana, la música, la gaviota perfecta, el silencio del grito. El océano, el crespón del extravío, sus tambores velados, sus estandartes raídos, las aprensiones del cangrejo en la piel de agua de una charca. El océano, y nada.

La infancia, siglos para la piel. Él canta a grito pelado, acodado en la eternidad, su cráneo abierto por el viento de la pleamar. Bebe en las barras de la inocencia y de la crueldad.

Pronto, de nuevo, las desapariciones.

Jean-Yves Bériou



Roberto San Geroteo    

Tarde de verano en una habitación. En la ventana abierta una vieja sábana
azul oscura, de aquellos años de plomo, a guisa de cortina, colgada
con dos clavos. La luz la destiñe. El viento la habita. De abajo arriba,
de arriba abajo. Las gaviotas sólo son sombras cuyos gritos se disuelven
en el rumor de la ciudad. De vez en cuando, por unos segundos, ladrillos rojos,
amarillos. Luego se despliega de nuevo como un pulmón sobre su tabique,
contra el vacío, y da sombra dentro. Tan atrás como recuerdo, estoy cerca de ti.
Veo, al trasluz, la gente. Una gaviota cena paloma en la acera. No queda nada.
Una ventana entre paredes y el vértigo siempre. El árbol más joven de la avenida
fue necesario replantarlo, parece, unos días después de que yo naciera.

Jean-Yves Bériou














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