El azúcar ha inundado la sangre de mi madre

Ahora que el azúcar habita en tu sangre
has aprendido a regular esa dulzura involuntaria
que ha fermentado la alegría de otros, pero no la tuya.
Ahora sonríes sin dejar que ella escape
en la hemorragia de las heridas pequeñas
al cortar cebolla —llorar te parece gracioso—
y voltear las páginas de algunos libros.
Me contaste que tras la muerte de tu madre
no pudiste volver a reír hasta los veinte años.
Cuando nací, nació el miedo de morir y abandonarme,
pero aprendimos que las historias no se definen por el miedo.
Aunque a veces los fantasmas amenazan con nublarnos los ojos,
aprendimos a ver entre tinieblas, a guiarnos
por el tacto y saborear los contornos de las cosas.
Recuerdo cuando cruzamos un puente colgante, altísimo,
sobre un río verde y caudaloso. Contemplamos
las crines blancas de esos caballos de agua.
Aferrabas mi mano y escuchamos
el oleaje apresurado del viento entre los árboles.
Me asusté. Quedé paralizada.
Me dijiste que corriera a la otra orilla
y bailaste para que el puente oscilara en el vacío.
Crucé, sin aliento, por tu risa y la voz de los cenzontles
en las cálidas y frías corrientes del viento.
Ahora que el azúcar habita en tu sangre,
sabes que la alegría es aquello que encaminamos,
así como lo hiciste conmigo,
para que nos acompañe al cruzar puentes
y no se quede allí, a medio camino, temblando.

Nadia Escalante




Gravedad

Porque saltar es el modo más preciso de conocer nuestro peso,
separarnos de la tierra para sentir que nos quiere de vuelta,
me aparté de mí durante años.
Los terremotos son relámpagos que encienden el subsuelo
y se originan, imprevisibles, casi siempre en el mismo punto:
allí donde comienza la fractura
y los bloques rocosos se desplazan;
cuando son muy fuertes son más que un reacomodo:
fragmentan territorios.
Cuando regresé del viaje de la droga,
las réplicas seguían sucediendo.
De la época me quedó la sensación
de que las tormentas eléctricas
comienzan debajo de nosotros
y los truenos son ecos de algo
que busca su lugar con impaciencia.
Ahora puedo reconocerme al subir una escalera
porque la lentitud es difícil de aprender
y los elevadores son ejercicios de caída.

 Nadia Escalante
del libro Sopa de tortuga falsa (Montea, 2019)





Seremos las montañas

                                                                   A Maricela Guerrero
 
      Ella pintaba un cielo de nieve
cuando el calor era insoportable, escenas árticas sobre planchas
de metal cuando había relámpagos, el hielo es aislante,
nunca supe si era cierto, jugamos con muñecas y vajillas
blancas, navegamos por mares interiores sobre un atlas, mapamundis,
muralismo de viajes, las niñas no tienen relatos de iniciación
en barcos, y nosotras jugábamos con muñecas polizonas,
pequeñas piratas que conocían el sextante, el astrolabio,
subían a las velas como a balcones, apartaban las cortinas,
el cabello de las mejillas. Y contaban muertos,
cadáveres al agua. Las niñas no tienen relatos de iniciación
en la selva. Le dije que antes de entrar sentí que el monte
cruzó los brazos sobre su pecho, no podría remontarlo,
“pero pide que te deje pasar, respetarás cada raíz, cada corteza”,
la curiosidad es una catarina sabia
sobre los árboles, no se aventura más allá de un viento leve
sobre el follaje. Las niñas sí tienen relatos de iniciación en los desfiladeros,
pero no en las montañas, mucho menos cuando hay frío.
No teníamos frío ni montañas para demostrarlo,
solo las olas de altamar eran nuestras cordilleras,
y siempre, siempre, estuvimos en la cima en algún punto,
y las nubes de lluvia detrás de las casas y los cables
también fueron nuestras montañas temporales, sin pendientes,
o sin faldas, en ningún caso montañas niñas. Y los montones
de ropa sucia, montañas llenas de túneles, hermana.
Tú comenzaste a dibujar montañas, cimas de montañas,
siempre estabas subiendo algo, recogiendo esas flores
que solo crecen en las alturas, y te reías
de los desfiladeros: con los ojos cerrados los habías recorrido
todos, con las manos le pusiste nombre
a cada una de las piedras. Las niñas buenas ven, pero no tocan,
y tú tocaste sin ver, no lo necesitaste. Pero abriste los ojos
debajo del agua cuando te caíste del mástil, y yo bajé a buscarte
como se entra a una historia nueva, a una sala donde tocan
nuevas músicas; los pulpos eran demasiado pequeños
para aprisionarte en sus tentáculos, sus ventosas minúsculas
rosas, grises, racimos abiertos de peonías, y tú, abajo,
planeando en el agua como si volaras, yo tenía
que alcanzarte. Volar más alto, hasta ti para regresar
contigo. Las niñas buenas no se tiran al agua.
Esta vez ganamos las montañas, dijiste, quien no se ahoga
será un buen alpinista. Y las fuimos a buscar, mares después,
también azul ultramarino y ventosas sobre la piedra,
pequeños pulpos en las frondas de colores, montañas,
montañas, montones de años, cicatrices tectónicas, cordilleras,
       comezón en la palma de las manos, las montañas suenan
bajo los pies, siempre, suenan sobre la cabeza, a veces,
suenan a viento, como el viento huele a playa
y la playa sabe a las minas de las montañas,
regresamos con ellas bajo los zapatos
para siempre, regresamos montañas azules,
siete faldas amarillas, pendientes de plata,
sobre la cima, la bandera verde, la memoria.
El puchero sobre la estufa, el pan en el horno,
algún calor dentro de un frasco, un niño se hornea
también en mi vientre, o una niña,
así una se siente montaña y cordillera, llena de lagos,
y mar de fondo, también aventuras en mapas,
y barcos, lejanías, ciudades portuarias que esperan
a quienes vienen en camino sobre el mar, espera
la ola que se rompe, la marea roja y la sangre,
la nueva voz y otras historias, aquí ya somos tres,
hermana, y cuando vengas tú a visitarnos,
cuatro seremos las montañas
(o tal vez cinco, si no es uno el que viene sino dos).

Nadia Escalante



Una lección de locura

El autobús que me lleva al trabajo cada tarde
pasa frente a la oficina de Registro Civil donde me casé.
Fue una boda sencilla
con un hombre al que había conocido tres meses antes
y al que desconocí un mes después
solo para descubrirlo otra vez desde el principio.
En algún punto de la ceremonia me sentí embriagada
y no de amor: la sensación de asomarme a un acantilado
mientras él tomaba mi mano izquierda
y los dos, de espaldas a todos,
nos lanzábamos hacia lo Desconocido.
Algo como la alegría
del vértigo
y la emoción
de dos exploradores
que avistan desde una montaña, entre las frondas,
el río caudaloso que desean navegar.
Hay que decir lo obvio: tras bajar de la montaña
dejó de verse el río: solo árboles. Árboles
y enormes rocas para divisar más árboles.
Hay que decir lo predecible: después de un tiempo
escuchamos otra vez el río.

En la escuela de Bellas Artes
—un conjunto de edificios y jardines art decó
que hace treinta años era el manicomio de la ciudad—
doy clases de poesía.
Una vuelta irónica.
Se camina en las habitaciones y jardines el viaje inverso:
procurar pequeñas, tenaces, dosis de locura.
Es necesario que enloquezca de verdad.
Es necesario aprender a desprenderse
de una vez por todas y aprender
a dejar de desprenderse y, sobre todo,
a dejar de escribir como si todavía no.
La antigua morgue del asilo es ahora biblioteca:
los libros son el lugar de las apariciones.
Antes de clase doy un paseo por la arboleda,
los senderos y remansos de bancas verde olivo:
es la hora en que los pájaros negros inician el estruendo
de imponer sus propias razones a los otros.
Pienso, de modo estadístico, en el matrimonio:
acaso una camisa de fuerza,
acaso una tardía rebelión adolescente,
acaso reconocer que somos más que uno solo
aunque sigamos siendo uno con el otro,
acaso una forma escolarizada de arte promovida por el Estado.
El matrimonio: una forma regulada de locura.
En los árboles
los pájaros discuten sus propios argumentos.
Todavía no. ¿Entonces cuándo? “Es hora de que sea hora.
Es hora. Es hora de que al desasosiego le lata un corazón”,
dice el fantasma de Celan entre mis manos.
Y yo lo escucho.

Nadia Escalante











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