El juego del solitario

La tierra estaba oscura y parecía extraña,
Muchos la abandonaron para buscar más lejos.
La alegría tan solo brillaba en forma efímera.
Y sus chispas se hallaban dispersas por los tiempos.
Se habían construido caminos de través,
Con los ojos cerrados, para escapar al vértigo :
Uno los recorría como una exhalación.

Por cierto eran lugares que evocaban los claros,
O las olas del mar, o los cálidos bosques,
Pero bañados por un resplandor pesado,
Y antiguo, esa mirada nublada de los vivos...
Que me parecen ojos de ángeles, si tiemblan
Y confunden así...si desde más arriba
Todo vacila como sobre una tierra ardiente.

Había que buscar  razón para vivir;
No la vendía nadie, ya nadie la quería.
Los hombres de ese tiempo eran faroles ebrios,
Les habían compuesto su danza sin sentido
Con sonidos hirientes a fuerza de ser lánguidos,
Y el solo tema que conocían sus lenguas
Era la confesión de no ser comprendidos.

Los caminos llevaban a los fondos mentales,
Allí donde el Gran Mar, en nuestros corazones
Surgía, el Mar común y estriado de presencias
Que no ofrecían ya refugio a los viajeros.
... ¡Cardos en llamas y cenizas en el viento!
Sólo quedaba el círculo negro de su esplendor...
Los vientos como todos ya no estaban allí.

¡La tierra!, aunque reinara primavera u otoño,
Los muertos no sabían cómo hacerla fecunda,
Los sepultados últimos a ella se abandonaban
Sin mostrar a los otros el medio de encarar
Desde nuestro mal conocidos campos ilimitados,
El cielo rosa y oro que prepara la aurora,
O las fauces nocturnas y sin divinidades.

Yo no sabía en las horas de silencio
Si los otros buscaban aún en el vacío,
O si se consolaban con impotencia tal
Ya que había perdido las reglas del Gran Juego...
Parecían ganado paciendo inútilmente.
Perdida la alegría de haber sido creados,
El desierto crecido lentamente en su fondo.

Pero un día sentí que el Gran Juego admirable
Tejía en torno mío sus redes movedizas,
Como una cabellera de caminos de arena.
¡Y todos me atraían hacia su propio oriente!
¡El Gran Juego!, con sus extraños camaradas,
Sus reglas de lo Eterno, contrarias y olvidadas,
¡Con las que hay que jugar un Solitario vívido!

¡Como la hollada hierba nos es indiferente!
¡Y este cedro minúsculo por encima del agua,
Atento sólo al viento, sólo a la tempestad,
Y no a mis ojos, a mi paso soberano!
¿No te dijeron nada cuando eras semilla?
¿Nada sabes entonces de lo que un alma encierra?
-Ignoramos también el coloquio divino.

¡Ah, la tierra y el tiempo, ¡cuándo podrán mostrarte
Y enseñarte el instinto que ese hombre en suspenso
Es un ser asombrosos que podría llevarte
Y encenderte en un alto tiempo de eternidad!
-¡Vamos, sublévate, que algo de ti se asombre!
¿Quién nos hará divinos, así como los hombres
Hicimos más humano lo que nos circundaba?

Que demonio cansado murmura esta mentira :
El Solitario… para ser Rey… para dormir...
Esos nos a la vida que obligan a morir
Desgarrándose  Oficio de hombre, sol, claridad,
Oficio de hombre, árbol minúsculo y helechos
Y viento que los curva, vosotros vais a ir

Allí donde se eleva y compone la tierra
El Canto, y el Gran Juego van a otro más grande,
Donde voces, celestes para los que imaginan,
Se unen en el vasto concierto de los tiempos,
Oficio y pasión de toda alma viviente,
El más hermoso Solitario, ser quien canta,
Dado que el mundo entero es su único habitante...

Patrice de la Tour du Pin


El venir al mundo

Árboles complacientes, sabed
Que en esta hora antes del alba
Mi claridad se yergue:
Porque mi tierra echo a volar,
Ya no la puedo transportar.
Contra mi corazón la abrazo,
Y ella corre el peligro de estallar
Como el cardo salvaje.
Espectadores únicos veréis
Una tan grave ceremonia;
Los aires engañosos acallad,
No soy un hechicero
Que quiere desafiar a lo divino.
¡Oh! largo tiempo, largo tiempo antes
De que surgiera mi deseo
De confiar a los vientos este mundo,
Yo daba con vosotros en los montes;
Vi vuestros ínfimos orígenes
Y ellos nunca me han hecho sonreír;
Porque arrojáis vuestras semillas
Y dulcemente arraigan
Vuestros amores a casi vuestra sombra,
Yo mi destino adiviné.
Dejadme entonces que en este mundo lance
Lejos allá entre divinos mundos.
Es una estrella nueva,
¡Un astro más en el amor!
Yo lo miro alejarse,
No muy seguro aún de su camino,
Y regreso a mis bosques:
Y ya no son los mismos árboles,
Los mismos ojos que me miran,
Ni el tiempo, ni el dolor de mí... 

Patrice de la Tour du Pin



Todo hombre es una historia sagrada

…Siendo la leyenda de un hombre lo que de él merece ser leído, el poeta busca pacientemente la suya entre palabras y músicas, persiguiendo el canto más indígena e intentando recomponerlo gracias a mil artificios, combinando los procedimientos de la exploración interior y de la perforación en busca del verbo natural con los refinamientos más sutiles de la materia: pues se llega al agua más clara lo mismo cavando siempre más profundo que merced a las complejas máquinas que retienen lo impuro.

¿Pero existe, en verdad, ese verbo natural, propio de cada uno de nosotros? El diccionario del verdadero humanismo, al comparar y clasificar los singulares, ¿no debería acaso poner al lado de cada nombre: un tal emite tal grito -como si fuera una especie de pájaro-? Pues, a través de sus palabras, sus escrituras y sus gestos, se puede captar ese grito, aunque no haya atravesado nunca el aire.

El poeta se entrega a esta caza, y cuanto dice de su arte, de su intención o de sus esfuerzos hacia lo impersonal, no cambia en nada el asunto. Se le podría echar en cara que deje grabada tan larga inscripción sobre sí mismo, en vez de dar testimonio solo de los escasos momentos en los que cree haber rozado
su presa, cuando algunas palabras enjaretadas de una manera peculiar dan la impresión de contener el verbo singular de este limitado creador. Una breve inscripción funeraria sería entonces suficiente en cada tumba, si en ella grabáramos el verdadero grito del hombre: sentencia que sería la llamada de sí mismo a sí mismo, y de sí mismo, en el mundo, a sí mismo, sumido en el fondo de su ser.

Otras relaciones son, sin embargo, esenciales, puesto que el hombre no es un misterio clausurado, al que solo un puente tendido le bastaría para que el ser alcance su sentido: forma parte de un cuerpo más amplio, y sus relaciones con Dios y con cada parcela irrenunciable del mundo le son necesarias para expresar su verbo, su segunda persona. Por esta razón, esos titubeos, esas pruebas en todas direcciones, esas pistas secundarias y esas oleadas separadas de la ola madre, no son solo torpes y superfluas aproximaciones: es preciso que el hombre penetre en todas las relaciones en las que le es imprescindible vivir, y como la mayoría de los rayos que salen de él volverán a él astillados, es preciso que diga también esos obstáculos, esos choques, esos intentos de amor sin creación de amor, y todas estas bodas que fracasan; aún más: si es bastante natural situarse en el centro de nuestra propia visión y de su expresión, y mirarse como un misterio que los demás rodean, atravesado por ellos pero nunca anulado, ¿por qué no ha de buscar un punto en el espacio espiritual en el que la unión de su verbo con el Verbo y de su inteligencia con la verdad pueda darle el sentido de todo ser y de toda cosa?

La palabra es función del sistema espiritual del hombre; no se resume en el grito que lanza hacia el fondo de sí mismo, ni en el grito que desde el fondo de sí mismo parece proyectar a disgusto hacia sus labios; ni siquiera se resume en la fusión de los dos gritos, pues no consiguen responderse, hasta tal punto la criatura se encuentra dislocada; ni siquiera en el reconocimiento del Padre a través de su silencio o del mundo. Pero es preciso que la palabra se instale en cada nudo de la creación. Y su leyenda se convertirá en la historia de todas sus bodas, más o menos buscadas, o debidas al azar; y esta leyenda no puede ser entonces contenida en una breve fórmula esencial: aunque ésta exista –y existe, hecha del lenguaje del amor, y no podemos decirla con los nuestros-.

Muchos poetas sienten la imposible fusión de su leyenda más íntima con la que podríamos llamar la leyenda del Adán actual; el cielo de este último está tan cegado de conceptos, de máquinas y de ideales que han ocupado el sitio de una vida interior compuesta de contactos singulares, que uno tiene la impresión de vivir en un país extrañamente artificial, en un callejón sin salida en el que está prohibida cualquier luz que no sea producto de la industria humana: el tuteo sagrado es inconcebible en esta vida; las relaciones se cifran, el gran orden nupcial entrevisto se ve sometido a las leyes de las combinaciones químicas, las medidas y los materiales tomados en préstamo a las demás ciencias entorpecen la ciencia del espíritu, y los hombres ya no se inclinan hacia sí mismos como hacia un misterio; creían ser pequeños sistemas de amor, pero caen en la cuenta de ser ruedas de una enorme existencia mecánica, sobre la cual pasan y luchan grandes mitos que se tambalean en medio de los últimos trampantojos del universo.

Antes se podía entrar en esas regiones que J. C. Renard llama “perdidas”, gracias a ciertos sentidos, pero Adán ya no los posee, ni siquiera en memoria de haber sido niño, adolescente, amante; los substituyen otros cuyo vuelo se enfrenta a una techumbre podrida. ¿Tan vanos eran aquéllos como para vernos obligados a abandonarlos? ¿O es que solo fueron un estado de ilusión superado por el que se nos deja entrever la nada? Pues puede ser preferible mirar de frente un cielo y un fondo de alma vacíos, si realmente lo están, sin tener que poblarlos de exquisitos deseos, aunque falsos, tras tantas mitologías olvidadas.

¡Menudo problema el planteado por las fronteras de lo imaginario! Todas las partidas que el hombre juega en ellas parecen incompletas, pues les faltan peones, el cálculo de pérdidas y ganancias está mal planteado, y a veces valores contrarios se excluyen o la verdadera regla nos es desconocida: el ejercicio de la poesía, cuando busca la leyenda, ¿no nos permitiría acaso avanzar un poco en esta ciencia? o, por el contrario, ¿no será que los poetas se ilusionan demasiado al dar tanta importancia a su palabra, llegando a personificarla, y enviándola por todo el mundo para que cumplan sus nupcias y sus encarnaciones por toda la faz de la tierra? Sin embargo, al pasar por los universos mudos o recluidos dentro de los límites trágicos del Adán de este siglo, a la palabra se la ve acogida por sentidos roñosos, profundamente enterrados, aunque no hayan perdido aún todas sus cualidades; y aunque la inteligencia no pueda celebrar su fiesta en ellos de manera inmediata, se ponen a actuar, modifican la calidad del campo y participan en la vida de la “naturaleza”: lo que renazca de ellos dependerá de cada ser…

¿Quién puede conocer las múltiples operaciones secretas que una palabra lleva en sí? Un soplo de hombre no reanima a los muertos; pero tal vez sea capaz de despertar filiaciones dormidas desde hace siglos que creíamos muertas: gracias a él se operan muchos milagros que ni siquiera podemos sospechar…”

Patrice de la Tour du Pin
Del Prólogo para Cántico de las regiones perdidas, de J. C. Renard



Vigilia

A quien sondea el cielo del alma, y localiza
astros desconocidos, cuya estela de fuego
emplea a veces años y siglos luz, si llega,
en llegar la noche primordial a sus ojos,
le ocurre que una tarde, cualquier tarde, una estrella
deslumbrante trasmina. ¿Insólito? Un reflejo
sube de su memoria, diciendo, la esperaba,
aunque nada en la carta le señalara un astro;
sólo un signo de espera… Y en él empieza entonces,
a través de desiertos y de circos de ideas,
de ciudades dormidas, la ronda sigilosa.
Pero en algún lugar, el más desheredado
del hombre, en el que nadie pensaría pararse,
digno de acoger vida tan sólo de animales,
El astro baja y brilla…
El reflejo se inclina
para imitarlo, se hunde para no perturbar
la luz que baña en el cielo ese recién nacido,
lo adora…
Y se alza, lleno de alegría divina.
El hombre grita: “Mira la semilla del Día,
la huella en la que se unen lo infinito y lo ínfimo,
el centro en torno al cual rondarán las Potencias,
la Reserva de carne de Dios que engendra amor…”

Patrice de la Tour du Pin




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