El Fugitivo

Una hora antes de que abra el Metro
te recuerdo, Richard Kimble
con mis manos hundidas en los bolsillos de mi campera
caminando las calles de una ciudad extranjera.

Esta noche recordé de pronto todo —
las húmedas noches de invierno en Dublín
la sala con la cortina corrida
y la luz de la calle metiéndose adentro

y yo, silencioso, hipnotizado
tendido sobre el linóleo anaranjado
perdido en las imágenes misteriosas
del brillo en blanco y negro de la TV

y marcado por humo y amaneceres ciudadanos,
el sordo gruñido de los acentos norteamericanos
llegando fuerte y filosos como navaja
por encima de la interferencia local.

Ya no puedo recordar las historias
pero al final lo único que importa son los íconos,
la silenciosa y anónima ciudad americana
con la lluvia escurriéndose por la alcantarilla

y el fugaz reflejo del hombre con un sólo brazo
sumiéndose atrás en las sombras,
la víctima real, el verdaderamente culpable,
el hombre al que estás destinado a seguir.

Esta vida, esta ciudad me calza
como una vieja campera de cuero
conseguida por nada
en un mercado de segunda mano.

Y enciendo un cigarrillo
relajado en la armonía ocasional
que flota a través de la ciudad
que une otras vidas a la mía

y como muchas otras veces antes
me subo el cuello contra el viento
y me alejo por el lado oscuro de la calle
soñando ya con otra ciudad

recordándote, Richard Kimble
y a la manera de vivir que me enseñaste;
terminando otro olvidado episodio
todavía yo mismo, todavía el Fugitivo.

Michael O’Loughlin


En esta vida

     i.m. Katherine Washburn

Me había olvidado de que estabas muerta. Te tambaleabas de pronto
en mi mente, del mismo modo en que salías trastabillando de tu taxi
una Navidad, yendo de Roma a Nueva York.
Pensé que eras la última de las antiguas neoyorkinas
sin vergüenza de lo que sabías, siempre lista para aprender.
A eso de las ocho de la mañana, en la cocina de nuestro sótano
el cenicero ya estaba lleno, y el café frío en nuestras tazas
mientras hablábamos de Bukovina y de los últimos poemas de Paul Celan,
Scholem y los orígenes de la Kabbalah.

Afuera, seguía siendo Irlanda.

Todo ese invierno, éramos como una nave espacial
varada en un planeta ajeno. No una máquina plateada de Hollywood
con alta tecnología, sino un viejo cubo herrumbrado
de una película de bajo presupuesto. Nuestra cápsula cuarteada
se llamaba “Espuma de Mar”, posada sobre las rocas de Sandycove,
sus ojos regando el viento de Kish.
La llamábamos “La Pequeña Gran Casa”, por
todos los cuartos minúsculos detrás de la imponente fachada,
y allí esperábamos la gran ola
que nos elevara de las rocas.

Casi nos congelamos ese invierno, mientras subía corriendo
con baldes de combustible, pero
nada podía cortar el frío de la herencia
del aire helado, o detener la lenta caída
del empapelado húmedo, que caía bajo el peso
de un siglo de servil respetabilidad.

Temblando en nuestra cocina, te veías como una monja medieval,
o más bien, como una beguina, una sirvienta del señor en sus horas libres,
con tu vestido negro y polvoriento y tu cabello de Hermana de Plymouth
apretando tu Mac Powerbook como un misal de los últimos tiempos
quemándote las pestañas con traducciones a medio hacer de la Antología Griega
y ardientes oraciones fúnebres del Rabbi Issac da Fonseca.

Dos semanas después estabas muerta. Y tuvimos que dejar esa casa
girando hacia el espacio exterior, aferrándonos a escombros.
Ahora ahí vive un político, y llena los cuartos
con su propio aire, ignorante de lo que fue enterrado allí.

Katherine: nos sentamos en el Clarence Hotel, bebiendo vodka
Martinis, riéndonos de lo mucho que nos conocíamos
Aunque en esta vida raramente nos encontramos.

Michael O’Loughlin


Parnell Street

                    Vendrá la muerte y tendrá tus ojos
                                             Cesare Pavese

Ésta es mi primera dirección: aquí es donde
Se abrió mi boca por primera vez. Después de medio siglo
Vuelvo a estar aquí, como si la partera del Rotunda
Nunca hubiese cortado el cordón.

Bellas sombras, mis primeros amores
Erguidas en las paradas de bus de Finglas
O protegidas en las puertas de entrada de pubs extintos.
Aquí está el sótano donde jóvenes poetas
Se abofeteaban unos a otros con las zarpas guardadas,
Los altillos donde ensayábamos nuestras vidas
Como Songs de Leonard Cohen.

En los sorprendentemente bellos departamentos de los cincuenta
Detrás de las fachadas georgianas,
He vuelto a filmar niños
Que vieron moverse estatuas religiosas:
La última interpretación de los viejos dioses.
Ahora los dioses se han ido
Pero los hijos de aquellos niños
Siguen jugando en las calles,
Intrépidos e insolentes como siempre.

El mundo me ha seguido de vuelta hasta aquí
Como un chicle multicolor en mi zapato:
Ahora vuelvo a oír cada expresión que he oído
A beber cerveza por la que crucé un continente para saborear.

El viejo Shakespeare Pub ahora es un restaurant coreano
Pero nada ha cambiado. Hombres y mujeres
Todavía se enfrentan mutuamente en mesas, tratando
De reescribir la noche con un final distinto.

En sueños a menudo volví aquí, buscando
Mi vida, que se escondía
En un callejón como un animal herido.

Ahora temo que
Sea aquí donde me halle la muerte,
Teniendo tus ojos.

Michael O’Loughlin



Talith

Dormimos debajo del talith de tu abuelo
Fina lana de oveja con rayas blancas y negras
Un código de barras gigante para que escanee Dios
El vellón de una bestia fabulosa.

Carpa pequeña, templo portátil
Sobrevivió a los ladrones holandeses y a los propietarios de Dublín
Para ampararme en esta noche irlandesa incluso a mí
No circuncidado, y la mayoría de las veces, no lavado.

Tu padre lo clavó a la pared de su estudio
Una bandera sin escudo. Edredón de eternidad,
Tu abuelo no creyó que iba a necesitarlo
Cuando tomó el tren en Amsterdam.

“¿Qué?”, dijo burlándose de tu padre,
“¿Acaso van a matarnos a todos?”

Nota: El talith es el chal que usan los judíos religiosos para rezar en el templo.

Michael O’Loughlin



Un poeta letón escribe una oda al capitalismo

Realmente fue muy lindo que Pablo Neruda,
Mayakovsky y esos compañeros
escribieran las Odas al Trabajo: tenían
trabajadores del acero adictos al trabajo,
conductores de tractores rojos que rompían la tierra virgen.
¿Pero yo? ¿Cómo puedo elogiar
al operador del centro de llamadas,
al camarero del hotel de lujo,
al agente inmobiliario que alquila habitaciones a los eslovacos?

Me siento aquí ocho horas al día en azul
en la caja registradora Tesco
tratando de encontrar un nombre
para lo que realmente hago.
Mis compañeros se llaman Mariska o Mujumaad.
No sé dónde viven, no sé qué comen.

Lo único que sé es que somos sacerdotes de casta inferior
en la iglesia más grande que jamás haya visto la historia.
La gente sube al altar,
ponemos nuestras manos sobre los frutos de la tierra
y los devolvemos bendecidos, santificados, pagados
a las personas que los crearon.

No, no quiero escribir una oda a personas como yo.
De todos modos, hay una fiesta en un apartamento de Baggot Street
y el brasileño tiene una buena mierda.

Michael O’Loughlin


Un poeta letón escucha canciones irlandesas 

¿Qué es lo que nos hacen esas canciones
las baladas de los gitanos transilvanos
tangos, fados, lamentos georgianos –
La música nos habla con palabras
que no podemos entender, salvo uno o dos
peldaños que nos llevan
sobre un río de negra emoción.

Como esas canciones irlandesas que oigo en los pubs
o en la radio local. A algunas palabras
las aprendí a reconocer,
como muir para el mar. Ésa es fácil,
parecida a las de las lenguas romances.
Luego está crói, para corazón. Es más difícil
pero no demasiado lejana de coeur y corazón.
Pero, ¿qué hay de palabras como brón y uaigneas?
Y mi favortia, la palabra que significa rojo: dearg
extraña y contingente como nuestra sarkans letona…

¿Acaso tengo que aprender esa lengua para entender
las canciones? No.
Mar y corazón, tristeza y rojo,
la historia es siempre la misma.

Como esa chica que trabaja en el negocio de la esquina
donde compro cigarrillos.
No sé su nombre o nación
pero sus ojos son un país que me invita
a explorar su interior.
Todos los días hablamos hasta que
me detengo y se detiene, y sonríe
y espera en el umbral
mientras miro aquellas cuencas, pensando:
en el centro de cada ojo
un círculo de negrura, el mismo
en cada mujer que alguna vez amé
y luego digo adiós y me alejo.

Michael O’Loughlin




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