A veces
acerca la cabeza a la pantalla
para mirar la cara
de los actores porno:
depilados bajo los reflectores,
sobre un fondo de imperio romano
o de oficina,
se excitan metiendo sus dedos
en una boca o un ano,
y él sabe que solamente piensan
en la técnica:
una vez 
un piloto que violaba a un pasajero
miró por un segundo a la cámara,
él lo vio.

La pornografía no lo estimula,
menos las películas viejas
que lo hacen pensar en la vida actual
de esos tipos:
uno pisa los sesenta
y  sigue tragando anabólicos
para metamorfosearse en los gimnasios,
otro se volvió un pastor protestante,
otro se murió de sida,
otro decidió formar una familia convencional
porque necesitaba hijos
para sobrevivir.
Es raro,
me dice,
pienso mucho en ellos:
los imagino prendiendo el auto
en playas gigantes de estacionamiento,
los escucho moverse
entre las sábanas de piezas
a las que no voy a entrar,
los veo abrir las heladeras de sus casas
llenas de comida extranjera,
y aunque estemos en los polos opuestos
del planeta
hay algo que me une a ellos:
yo los vi eyacular.

Santiago Venturini



Harto de la vida sedentaria
quiso que nos volviéramos nadadores.

En la pileta de un club,
con un gorro de goma
comprimiéndonos el cráneo
y unas antiparras empañadas
perfeccionamos nuestro crawl.

Una mañana,
en el fondo azulejado de esa pileta
en la que se lavaban pubis y escrotos
de todas las edades,
      vio
                                    dijo
un par de zapatos marrones
idénticos a los que usaba alguien
que él conoció muy bien.

Me obligó a sumergirme en ese lugar:
parado en el fondo como un buzo,
con tres metros de agua sobre mi cerebro,
no vi nada más
que brazos y piernas de señoras anfibias
agitando el cloro.

No quiso volver:
nuestra vida acuática duró menos
de un mes.
En eso pienso
mientras lo veo usar sus antiparras
en tareas domésticas
potencialmente peligrosas para
la vista,
como la poda de ese arbusto inofensivo.

Santiago Venturini


Kurt Vonnegut

El sol de un parque con hamacas
me hizo cerrar los ojos
y cuando los abrí tenía
treinta años.
Estoy y me voy,
así todo el tiempo.
¿Les sirvo un poco más?
pregunta mamá en la mesa
de un año indeterminado.
Sí, le digo,
y con su voz que se borró
responde:
¿no ves que no hay platos?
En esta mesa nadie come
porque ya todos comimos.

Me despierto en una pieza
que no es mía
y se me mezclan
la de las épocas,
las marcas de televisores,
las caras de los hermanos.
Esta semana
en la pista de una tienda
llena de medias y bombachas
empecé a mover los hombros
al ritmo de la música que escuché
en un Fiat del 92.
Salí bailando de la tienda
bajé bailando del auto,
el aire libre ordenó mi sinapsis
y me paré a mirar a esos chicos
que pavean en las peatonales.
Los vi a la vez
jóvenes y viejos
mutando como experimentos
genéticos:
un día con dientes de leche
otro día masturbándose en sus camas
otro día abrazando a sus novias
de pueblo.
Y los vi más lejos todavía.
Una noche en el salón
de una fiesta.
Tienen panza y piensan
que ya saben todo.
Entonces aparezco yo,
un mozo viejo que les alcanza
un vasito
y les dice:
tómense otro trago, chicos,
porque esto va a ser largo.

Santiago Venturini



"Más allá de lo precario o no de los tiempos que vivimos –para mí esa es otra discusión– no creo que haya que asignarle a la poesía un cometido o una responsabilidad social. Si existe una responsabilidad, se juega en un ámbito más reducido, mínimo, pero no menos fundamental: el de los que necesitan escribir y leer poesía, el de los que creemos pero también nos decepcionamos con la poesía (aunque siempre terminemos escribiendo otro poema)."

Santiago Venturini



"Me gustaría aclarar que nunca pienso a la poesía como un discurso, eso me parece demasiado simplificador: creo que la poesía –la escritura– es una forma de intervención. No alcanza con ver o con hablar, hay que escribir algo, producir otro orden de experiencia y de realidad. Para mí el poema es un ejercicio técnico necesario. Si tengo que pensar en un estado general de cosas –creo que a eso apunta la pregunta–, es decir, por fuera de la visión que expresé antes, diría que frente a otros discursos el discurso de la poesía es marginal; esa marginalidad excede a nuestro país y a nuestro presente: tiene por lo menos un siglo y medio."

Santiago Venturini


Odisea en el espacio de un domingo

en fila ascendemos
a la cápsula de un colectivo.
la nave espacial
de una película vieja:
tableros de plástico botones
que no sirven para nada,
pantallas de un futuro
que ya pasó.
los torsos se acomodan
en asientos numerados.
somos todos lo mismo:
cuerpos en reposo
esperando el despegue
después de la comida el sexo
o la televisión.
y cuando nos impulsan las turbinas
ya no importan las luces de esas casas
que esconden familias anestesiadas,
ni esa iglesia improvisada en un galpón
lleno de fieles levantando los brazos
bajo unos fluorescentes implacables.
a toda velocidad
cruzamos la galaxia de los campos
en la que las estrellas frías se mezclan
con los asteroides de los autos
y supermercados cerrados.
hasta que en el espacio negro
aparece
la superficie decepcionante de un planeta:
una masa eléctrica de postes
carteles y basura.
el piloto grita nombres de calles
y en ese momento
dejamos de ser astronautas
para volvernos los terrícolas comunes
que ven de vez en cuando la luna
desde una ventana.

Santiago Venturini




















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