Carioca

Es un 127
           yendo hacia la Rodoviaria
y el chofer palmeándose la cabeza.
Esta diciendo estoy loco, creo:
           loco,
           el locoman,
y como siempre, hay apretones

Y ya están sus pechos
empujando contra mí
          —un anillo de oro
en el sujetador de su bikini—
su cara una delgada cara carioca
         pero su cuerpo
         una aceitada coraza

 el autobús va respingando
entre los taxis de la Avenida Atlántica
y afuera los niños de los camellones y de las entradas de los túneles
están compartiendo bolsas de mandioca y frijoles,
chupando huesos de pescado aventados desde las loncherías
        y el chofer se esta jalando
        un párpado

       Mira, miramán
y al fin entiendo
       pero sus manos son tan rápidas
que no puedo sentir
la navaja rasgando las correas de la bolsa
       o el velcro
       abriendo su boca de gato

Pero mis manos están ahora en sus pechos,
       lindas imitaciones,
           plateadas como el fósforo
       y sus ojos un centímetro más allá
tragos irreducibles del aguardente
        de la barraca
esos primeros tragos

        Que aclaran la cabeza
y entumen las rodillas
—y su olor un olor a hombre porque yo conozco ese olor
y de repente ya se encuentra ella detrás del torniquete
        y yo me quedo temblando
como tiembla un colibrí
        ante su propia imagen.

Robert Minhinnick


La Otra Orilla

1. Teletipo

       Durante varios días
no abrí la boca para nada,
temeroso del extraño que hablaría con mi voz
y del ladrón que vivía bajo mi lengua.

       Aprender el idioma
fue como comerme sus mariscos,
—chipirones, pulpetes—
cuando Gotan, mi amigo, me llevó al café,
y cada palabra era resbalosa y dura como un mejillón
en su puerta azul.

       Los verbos
tenían bordes acitronados, como el hinojo marino;
las conjunciones te llamaban con sus vidrios de tiendas de departamentos:
cómo deambulé por ahí.

       Luego, un descubrimento.
Helado en el kiosko,
y una copa de Malbec con Gotan
en una barra de hierro corrugado pintada de rosa;
y esa tarde, esperando que cambiara el semáforo en Rivadavia,
voltee hacia arriba y el cielo estaba lleno de palabras.

        Súbitamente
todos los recibos de embarque de La Boca
volaban como pétalos de jacaranda alrededor de mis pies
y las ofertas especiales y las demandas finales
y las estrofas de Vallejo y los estados de cuenta
y las falsas copias de El aleph de Borges
y cada segundo capítulo de El beso de la mujer araña,
todas las moléculas de los libros por el aire a la deriva.

       Después llegaron
las restituciones y citatorios,
los horarios de la escuela de idiomas en donde Gotan trabajaba,
y pronto los lenguajes mismos de las sacristías
de papel, y los profesores de la escuela de idiomas
lanzando brazadas de modismos por las ventanas de sus oficinas,
y las secretarias y los profesores de la escuela de idiomas
fotocopiando sus besos y esparciéndolos desde el tercer piso.

        Entonces el subjuntivo
de cejas negras se precipitó como un suicida
y con él el futuro perfecto, malva como la magnolia,
y allí estaba el manifiesto de Menem
y luego las biografías de los desaparecidos
desapareciendo mientras el viento las apuraba por las avenidas
hasta el mar que los acogería de nuevo.

       Y con ellos cayeron
las canciones de amor que los estudiantes habían escrito para que el torturador
le llevara serenata a su novia en su día libre,
y detrás de ellos los menús de empanadas
y las palabras en las colillas de los cigarrillos
y las balas y las botellas de vino y las paredes de los baños,
y allí estaban los epitafios copiados de las tumbas
y los nombres de las calles raspados en la señalización de las calles.

       Durante varios días
no había abierto la boca.
Dejé que Gotan hablara y en lugar de eso
gruñía como mi padre en su bata azul,
su mejilla izquierda caída, su brazo izquierdo caducido, arredrado
por la anarquía de su propia lengua,
pero ahora, aquí estaba yo con los soldados
y los vendedores de maíz asado de la Plaza de Mayo
mientras las palabras nos caían encima con sus bendiciones de teletipo.

       Y en ese viento pampero de papel
había palabras para el desesperado y palabras para el recién nacido;
había riqueza para los cartoneros más allá de cada sueño,
y los pordioseros a nuestro alrededor iban llenando sus pantalones de pasaportes
y directorios telefónicos y sentencias de muerte,
y allí estaba Gotan yaciendo en el suelo
con La Nación tapándole el rostro
y allí me quedé yo con los brazos abiertos
y la sílaba "yo" disolviéndoseme en la mano
     como una piedra de granizo.

Robert Minhinnick




Un día y una noche en la república cruda

¿No hay ningún galés esta noche?.... ¿Ningún irlandés?.... ¿Ningún  pinche australiano?
(Kelly Jones, The Stereophonics, concierto gratuito al aire libre, Sydney, 18 de abril de 2010)

Y los murciélagos frugívoros
cruzan el escenario en donde está la banda,
pero Kelly Jones no pregunta si esta noche hay murciélagos frugívoros.
Kelly Jones no comprende a los murciélagos frugívoros.
Kelly Jones no ve los murciélagos frugívoros.
Kelly Jones no es D. H. Lawrence
aunque son casi del mismo porte,
enjutos como gavilanes.
Y Kelly Jones no pregunta si David Herbert Lawrence está esta noche, detrás de
los hules, en el crepúsculo índigo,
deslizándose por el escenario, o colgando de cabeza como cuelgan los murciélagos frugívoros.
Kelly no tiene ojos de lentejuela o una lengua para picotear el néctar.

Ahora el cielo se ha puesto
color de oxiacetileno. Pero Kelly Jones
no cambia de clave.

Robert Minhinnick







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