Cena fúnebre para Elpénor

A Nikos Stavros

La noche aquella era pesada calurosa e inmóvil.
El aire alargaba las llamas de las velas
Hacia el cielo. Cortinas rojo oscuro
tapaban las ventanas y un Silencio riguroso
con paso silente se paseaba en la desierta
sala cerrada.
Cuando ya cansado del sabio libro
alcé los ojos vi de pronto alrededor
una multitud de caras mudas que miraban impasibles
profundo y aumentaban serenamente mirando
sin cesar. Entonces pregunté con voz seria:
amigos a qué se han reunido y qué buscan aquí?
No respondieron sólo miraban de frente
y detrás sin cesar aumentaban como viento
que llenó toda la sala.
De alguna parte caras vistas figuras encontradas
en el rodar de la vida en los más duros años
en brumas subterráneos en sendas de asesinos
en la sangre diestra en la navaja en la violación.
Y pregunté otra vez con voz certera:
Qué aguardan en silencio cómo entraron aquí?
Y como no respondían me arrebató la furia:
Perros malditos qué buscan? Hablen.
Tú, despojo ciego, qué quieres? responde ahora
que mi mano impaciente me violenta.
Entonces respondió sereno: amigo recuerda
hace años incontables me cegaste. La luz
devuélveme que me has robado. De pronto rugió
en mis adentros una ira roja y dije: ciego
desaparece de mi vista antes de que te venza la muerte.
No habló sólo me miró hondamente con insistencia.
No resistí giré y me vi mirando a cierto Lucas
muerto hace ya cuarenta años con una horrorosa
úlcera en su cara. Más atrás a Isaac
tísico que recibió una bala amarga en Albania
al lado a Marcelo más allá a Alexandro
al que arrojé una noche a una noria oscura.
Y todos ellos me miraban inmóviles y mudos
con sus ojos hinchados según se iban juntando
y se multiplicaban alrededor dentro de la sala.
Entonces se me erizaron los pelos pero sin embargo pude
gritar con voz potente: Perros
demonios váyanse y desaparezcan de aquí. Para ustedes
no tengo nada. Y hablando entré al dormitorio
con la secreta esperanza de librarme.
Pero entonces la ira y el furor oscuro
me hincharon las narices. Incontables figuras
aguardaban allí e inmóviles miraban.
Por las ventanas abiertas el aire silente
con un murmullo sordo las acrecentaba
en derredor y se apretujaban sin cesar en el cuarto.
Y entre ellos vi, de caqui a Bilias a ese Bilias que era tan cochino en el frente
y hesité profundamente y le pregunté con voz trémula:
Bilia, ¿qué haces aquí? ¿cómo viniste a esta hora?
No habló, sólo sonrió con dulzura
y luego taciturno se abocó a preparar la mesa
con un larguísimo mantel negro que apoyaba
sus flecos por el suelo y encendió encima tres
cirios blancos en tres candeleros de plata.
Entonces el terror me aflojó las rodillas y la memoria
moviéndose profundamente en mi existencia extrajo
así como el buzo desde el fondo de la mar una vieja
olvidada promesa al amigo muerto Elpénor.
Y de pronto, así como una luz mínima en la ciega
oscuridad de una galería se acerca aumentando sin cesar
así creció en mi turbada mente su imagen
y se alzó lleno de vida ante mis ojos Elpénor.
Sus ojos me miraban dulces e impasibles.
Sus labios se movieron y luego de nuevo se cerraron
y juraría que escuché llegar hasta mis oídos
su voz sorda cual murmullo: Amigo
hace tiempo me olvidaste. Ni una cena de difuntos
ni una misa de recuerdo ordenaste para Elpénor.
Mi amarga muerte todavía continúa
y me tortura más amarga incluso y más negra
a medida que pasa el tiempo. Libérame, amigo
Así escuché y el remordimiento se alzó como nube
frente a mí y mis ojos se me empavonaron
de pronto de oscuras lágrimas como el río
que se hincha en invierno con la copiosa lluvia.
Y cuando ya se agotaron y enjugué
mis párpados con las palmas y levanté la vista
para mirar a Elpénor no vi nada.
Y la habitación y la sala se habían vaciado de repente.
Por las abiertas ventanas soplaba un aire cálido.
La luz acicalada y mortalmente turbia
se derramaba por doquier y el enfermero
de punta en blanco en su delantal profundamente inmaterial
aseguraba con cuidado las hierbas mágicas
una a una en la repisa superior.

Takis Sinópoulos


El que arde

Mirad ¡entró en el fuego! dijo alguien de la multitud.
Nos volvimos rápido para ver. Era
en verdad aquél que volteaba el rostro cuando
le hablamos. Y ahora se quema. Pero no pide auxilio.

Titubeo. Pienso ir allí. Tocarlo con mi mano.
Por naturaleza estoy hecho para dudar.

¿Quién es él que se consume orgulloso?
¿De su cuerpo humano no se duele?

El país aquí es oscuro. Y difícil. Temo.
Fuego ajeno no lo revuelvas me dijeron.

Pero él se quemaba solo. Muy solo.
Y entre más se destruía más relucía el rostro.

Se volvía sol.

En nuestra época como en épocas pasadas
unos están en el fuego y otros aplauden.

El poeta se reparte en los dos.

Takis Sinópoulos



Elpénor

       Ελπῆνωρ, πῶς ἧλθες...
                          ΟΜΗΡΟΣ
     Elpénor, * cómo llegaste...
                               Homero

Paisaje de muerte. La mar petrificada los negros cipreses
la playa baja derruida por la sal y la luz
las rocas huecas el sol implacable encima
y ni rodar de agua ni ala de pájaro
sólo interminable sosiego espeso sin arrugas.

Fue alguien de la tropa el que lo divisó
no el más anciano: miren, ése debe ser Elpénor
volvimos los ojos rápido. Es extraño cómo recordamos
ya que la memoria se había secado como el torrente en verano.
Era realmente él, Elpénor, en los negros cipreses
ciego por el sol y por los pensamientos
escarbando en la arena con los dedos cercenados.
Y entonces lo llamé con una voz alegre: Elpénor
Elpénor, ¿cómo es que de pronto aquí te encuentras en esta tierra?
Habías terminado con el fierro negro enterrado en el costado
el pasado invierno y vimos en tus labios la sangre espesa
mientras se te secaba el corazón al lado del palo en la chumacera.
Con un remo quebrado te plantamos al lado del mar
a escuchar el murmullo del viento el estrépito del mar.
¿Cómo ahora estás tan vivo? ¿cómo aquí, en este país, estás?
¿ciego por la amargura y por los pensamientos?

No se volvió a mirar. No escuchó. Y entonces grité de nuevo
hondamente aterrado: Elpénor, tú que tenías pelo de liebre
como talismán colgado de tu cuello, Elpénor
perdido en los inmensos párrafos de la historia
yo te llamo y mi pecho resuena como una caverna
¿cómo llegaste amigo de otros tiempos, cómo pudiste
alcanzar la negra nave que nos trae
muertos errantes bajo el sol? responde
si tu corazón anhela con nosotros venir, responde.

No se volvió a mirar. No escuchó. De nuevo cuajó el silencio alrededor.
La luz cavando impenitente ahondaba la tierra.
La playa los cipreses el mar petrificados
en una inmovilidad de muerte. Y sólo él, Elpénor
a quien buscábamos con tanta insistencia en los viejos manuscritos
torturado por la amargura de su eterna soledad
con el sol cayendo en el vacío de sus cavilaciones
escarbando ciego la arena con sus dedos cercenados
como visión se iba y se perdía lentamente
en el vacío éter celeste sin eco sin alas

* Elpénor es un personaje conmovedor del Canto XI (Nekya) de la Odisea. Se trata de la primera sombra que sale al encuentro de Odiseo (Ulises) en el Hades. Ha muerto en casa de la hechicera Circe y sus compañeros no han tenido tiempo de enterrar su cadáver. El alma le suplica a Odiseo que sepulte el cuerpo en su próxima parada y sobre su tumba clave "el remo con que yo remaba cuando estaba vivo" (Nota del Ad.)

Takis Sinópoulos
"Linde", 1951, Señales de ruta. Antología, selección, introducción y traducción de Pedro Ignacio Vicuña, Ediciones Balandro, Santiago de Chile, 2020 (en prensa)




Filippos

Aquí pienso no volverá Filippos
A este valle inmóvil.
Mucho le prometimos de botines y sirenas.
Pero él estaba virado a otras visiones.
Una patria interminable soñaba. ¿dónde está vuestro rostro
Vuestro verdadero rostro? Me gritó.
Se fue llorando subió a los luminosos cerros.
Luego los barcos taponaron el mar.
Ennegreció la tierra la cogió un mal invierno.
Ennegreció el seso un largo río la sangre.
No volverá Filippos. Esta noche sopla fuerte.
Medianoche en Lárissa1
   el café desierto.
La cara del garzón moquillento y la noche arrasada
fuegos por doquier y disparos
una ciudad fantástica e inerte
árboles caídos en las construcciones.
Cuál es la razón del guerrero
la lucha que te lleva a otra lucha?
No volverá Filippos. Inclaudicable porfiaba siempre.
Los sombríos días le agobiaban las caras derruidas.
Su sangre escuchando ascendió los luminosos montes.
Y me quedé
    solo caminando y silbando

Takis Sinópoulos



Hablo… 

Hablo de los últimos toques de trompeta de los soldados vencidos
De los últimos harapos de nuestras ropas de fiesta
De nuestros hijos que venden cigarrillos a los transeúntes
Hablo de las flores que se han marchitado en las tumbas y que la lluvia pudre
De las casas que se quedan abiertas sin ventanas como cráneos desdentados
De las chicas que mendigan mostrando en sus pechos las heridas
Hablo de las madres descalzas que se arrastran por las ruinas
De las ciudades llameantes, de los cadáveres apilados en las calles
De los poetas proxenetas que tiemblan por las noches en los umbrales
Hablo de las noches eternas cuando la luz se reduce al amanecer
De los camiones cargados y de los andares en baldosas húmedas
De los patios de las cárceles y de las lágrimas de los condenados a muerte.
 
Pero ante todo hablo de los pescadores
Que dejaron sus redes y siguieron Sus pasos
Y cuando Él se cansó ellos no reposaron
Y cuando Él los traicionó ellos no negaron
Y cuando Él fue glorificado ellos volvieron los ojos
Y sus compañeros les escupían y les crucificaban
Y ellos, serenos, toman el camino que no tiene límite
Sin que su mirada se oscurezca o se rinda
 
De pie y solos en medio de la terrible soledad de la multitud.

Takis Sinópoulos


La ventana

Bloqueamos la ventana, el viento soplaba desde el basural, qué ganamos? qué perdimos?

Caminando taciturnos en estos difíciles descuajaringados años.

Estaba el cuarto, tanta desnudez. En el muro la lámpara y la luz iluminando una vez el rostro, otra la mentira.

Nos rayamos durante el tiempo del recuerdo.

Sólo un pequeño río, su nombre perdido en el silencio de los arenales.

Cerramos la ventana. La tierra afuera inquieta y el árbol delirando con la media luna.
Desde el sueño emergía, pesada con su terror, la verdadera luna.

Takis Sinópoulos



Resiste
 
Resiste
a quien construye una casa pequeña
y dice: «Aquí estoy bien».
Resiste a quien vuelve de nuevo a la casa
y dice: «Gracias a Dios».
Resiste
el tapiz persa de los edificios,
al hombre de baja talla de la oficina,
a la empresa de importación y exportación,
a la educación estatal,
al impuesto,
incluso a mí que te hablo.
 
Resiste
a quien saluda desde la tribuna horas
interminables en los desfiles,
a esa señora estéril que reparte
estampas de santos, incienso y mirra,
incluso a mí que te hablo.
 
Resiste otra vez a todos los que se llaman grandes,
al presidente del Tribunal de Apelación. Resiste
a la música, a los tambores y a los desfiles de bandas,
a todos los congresos superiores en que parlotean,
toman café congresistas, consejeros,
a todos los que escriben discursos sobre su época
junto a su estufa de invierno,
a las adulaciones, a las bendiciones, a las muchas reverencias
de oficinistas y cobardes ante sus sabios jefes.

Resiste a los servicios de relaciones exteriores y pasaportes,
a las terribles banderas de los estados y a la diplomacia,
a las fábricas de materiales bélicos,
a los que llaman lirismo a las hermosas palabras,
a los cantos de guerra,
a las dulces canciones con trenos,
a los espectadores,
al viento,
a todos los indiferentes y a los sabios,
a los otros que aparentan ser amigos nuestros,
incluso a mí, resiste incluso a mí que te hablo.
 
Entonces, podremos acceder seguros a la Libertad.

Takis Sinópoulos


Tres lágrimas de Dios

I.

En esta casa roban las ventanas
rompen las puertas en mil pedazos
por las puertas tres hombres entran contentos
cinco mujeres salen con lágrimas
por las ventanas vuelan pájaros multicolores
hablan –amigos míos– hablan como hombres
y luego tranquilamente mueren
entonces los marcos se convierten en estos pájaros
y uno a uno abren sus alas
las formas sombrías
de un mundo perdido
 
II.

Desde la montaña, tan cerca de mí
extiendo la mano, arranco
los árboles y sus arbustos
los postes eléctricos
estos doloridos dientes
de una vida desesperadamente solitaria
Sobre ella corren astutas ovejas
¿pero acaso las ovejas han sido alguna vez astutas?
Sin embargo, éstas de aquí han sufrido mucho
y tienen balidos inhumanos
Los hombres aquí se hicieron uno con la piedra
golpean la piedra y desgarran sus entrañas
dudan y ni siquiera saben llorar
Hoy
miren bien esta montaña
miren bien esta lágrima de Dios
porque mañana se secará
 
Mañana no verán ya nada
 

III.

Ante mí, en lo alto de esta montaña,
un hombre blanco corta margaritas,
apila piedras dentro de este saco de Dios,
de vez en cuando se vuelve y me mira triste,
me arroja una flor, sigue su camino
 
En mi pecho brotaron rebaños de margaritas
este hombre soy yo.

Takis Sinópoulos



Tres poemas sobre la crisis
 
1.

Comienzo del nuevo día, horcas puntiagudas
los dos primeros palos del sol.
 
Abre el cuaderno, poeta: ¡Escribe!
 
Cuidado con los nuevos lanceros, emigrante: ¡Tienes hermanos!
 
Araña el muro de musgos, niño recién despertado: ¡Vive!
 
Porque cada mañana tiene su niño, su poeta y su emigrante.
Y cada noche su muro ineluctable, su libro amargo, su brusco capitán de armas.
 
Igual que tú vistes la ferocidad de tu belleza para galopar
yo me quedo apartado y te admiro como caballo
de la estepa más mía.
  
2.
 
Mi ciudad hoy es una niña inmadura,
asustada, con un vestidito sucio,
se sienta en los escalones de su edificio,
tiende la mano a los transeúntes,
recoge dientes partidos,
echa pastillas en la acera, grita
pío pío a las palomas para que se acerquen,
y cuando no la miran
les saca la lengua.
 
Mi ciudad hoy es una niña inmadura,
bandera de una terquedad roja su vestidito sucio;
abraza sus rodillas desolladas, arruga los labios,
decapita mariposas, quema contenedores de basura;
con los botines de su saqueo prepara
un nuevo collar,
viene su madre, le tira de la oreja,
se niega a su madre
se niega a crecer,
nunca habla.
 
Cada tarde toca música
contando con una cuchara los rombos
de la tela metálica.
  
3.
 
La luna corría por las venas de los árboles,
dándoles un aspecto de muerte
plateada.
 
El adivino, contando en su mundo inhóspito otras sombras,
las llamaba ciervos.
 
El vendedor ambulante ofrecía sus recuerdos de los patíbulos
de las viejas baronías.
 
Todos los compraban.
 
Y el asesinato tenía una belleza brutal
como en Macbeth.

Takis Sinópoulos



Vino una luz

Son signos me decías, anuncios de un cambio -pero
¿qué buscaban
tantos hombres? Una multitud de rostros me atemorizaba
aquel día, me cortaba la visión.
¿Dónde mira? Alrededor alambres, por todas partes
el invierno sin corteza, sembrando
encuentros fortuitos en todos los caminos, lloviznas
heladas -tú recordabas
leños y leños en el fuego, tantos años perdidos detrás 
de los tizones.
Tapiamos la ventana. ¿Quién apoya sus manos sobre el tiempo?
Vino una voz a través de las hendijas, vino una luz
No era tuya. La muerte de que hablaba ardía afuera

Takis Sinópoulos









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