Cielo

Sobre las montañas nevadas,
como una flecha oscura,
van los patos salvajes.

Cruzan.
Como tu sombra
sobre mi corazón.

Susana Cabuchi



El viajero
nos acompaña
al pueblo
a comprar alimentos.
Al regresar
a lomo de caballo
vemos,
desde la sierra,
la casa
junto a los árboles
florecidos de manzanas y guindas,
su rojo techo de tejas.
Todo parece
un dibujo
del libro de Agustina.
El viajero nos sonríe
dulcemente
hasta que se distrae
mirando
una lagartija
que aparece y desparece
entre las piedras.

Susana Cabuchi



La madre
no nos dejaba ir solos
a la sierra más alta
y allí estaba la loma
retándonos a descubrir
escondites de víboras,
de espinas. Y la cumbre,
casi siempre celeste.
Una mañana el viajero
se decidió a llevarnos.
Jugamos a los exploradores
y teníamos miedo.
Al llegar a la cima
me subió a su espalda,
apoyé la cabeza en su hombro
y vi el campo
a través de su barba
lejano y azul
           como el mar.

Susana Cabuchi




La carta

Ha llegado la carta.
Está sobre la mesa,
al lado de las flores.
La miro
            largamente.
Conozco la letra.
Pero la leeré
a la medianoche,
cuando los trenes
que pasan hacia el norte
hagan temblar
los vidrios de la casa.

Susana Cabuchi



La visita

Esta tarde ha venido mi madre.
Le he dicho
que esta ciudad oscura
que nunca será mía,
me ha querido mejor que mis hermanos.
Ella ha hablado de casa,
de mi padre,
y me ha contado cosas.
Las dos somos en esta tarde
casi amigas
y he visto que me extraña.
Le he mostrado mi pieza,
el patio de esta casa
y ella ha dicho
que estos parrales
son parecidos
a los del patio de la abuela.

Susana Cabuchi



Siria
 
                                                         A Jeannette Kabouchi 

I

Ha despertado
seguramente temblorosa.
Ha escuchado los ayes
ascender las piedras de Sednaya,
ondular sobre las cambiantes dunas
hacia el desierto,
reptar entre los arcos de Palmira,
crecer en los olivos.
Por favor querida, dice
desde ciudades inolvidables
a la hora del sueño.
Por favor querida,
insiste,
escriba sobre Siria.
 

II

Juntas hemos visto
los juegos del Mediterráneo
frente a las costas de Latakia
y las manchas lejanas de la tierra turca
a través del mar.
Sabe que escuché, conmovida,
cinco veces al día
el hondo llamado a la oración
que surge, poderoso y verdadero, desde
las mezquitas, desde sus altos minaretes.
Sabe que me gustaba caminar
hacia el zoco Al-Hamidiyah
para oler los tejidos
y las especias.
En mitad de la noche
ha querido llamarme. A pesar
de los años y la distancia.
Debió recordar que en la Feria
del Libro de Damasco
me vio adquirir obras
escritas en un idioma que no leo
y que algo en mí reconoció los signos,
esas suaves y delgadas canoas
sobre el papel, esas líneas
de arenas y de vientos.
 

III

Jeannette,
la prima de mi padre,
no usa velo.
Simplemente lo prefiere así.
Ella es cristiana, Fayez
su esposo, musulmán.
Hemos viajado al mar,
hemos nadado juntas
vestidas con trajes de baño occidentales
como las cristianas y las judías
mientras las musulmanas jugaban
en el agua
con sus largos vestidos mojados
adheridos al cuerpo, más sugestivas
que las turistas europeas
que extendían sus claras
y desnudas figuras
en las playas doradas.
 

IV

Qué sé, qué desconozco para que ella repita
varios meses después, Susana, no lo olvide
-suena firme su voz en el teléfono-
escriba sobre Siria.
Qué espera, qué me pide?
Hablaré de Quneitra,
del pasto crecido sobre los escombros,
de los testimonios del Golán?
Ibrahim me muestra unos montículos de nada
y dice: esta era mi casa.
Por esta calle iba a la escuela cada mañana.
Y señala la escuela, lo que debo
creer que fue una escuela,
cemento y hierros
arrasados por las topadoras.
De quiénes eran las tumbas?
Cuántos lloraban entre los olivos?
Alguien preguntó
sobre la poesía después de Auschwitz,
también yo lo pregunto
desde las ruinas de Quneitra,
sus hospitales muertos, sus calles incendiadas,
las infinitas filas de cruces blancas sobre
la vergüenza del mundo.
De quiénes son las tumbas?
Cuántos lloran entre los olivos?

Susana Cabuchi



Vikingo

Fibras de lino,
lana de ovejas,
pieles de esquivos animales
lo cubrieron del miedo y de la nieve.
Leyó en certeras runas
la predicción de la espada o el hechizo,
la complejidad y la delicia del poema.
Talló en los elevados extremos de los barcos
-espirales de roble-
dragones y serpientes
para ahuyentar el mal.
Cruzó extensiones de pájaros marinos,
ocultos territorios y profusos hielos.
Por las noches, junto al fuego,
escuchó a narradores y viajeros
nombrar el fresno de Yggdrasil,
la bandera de Sigurd, que entendía el lenguaje de las aves,
los navíos que accedían al país de los muertos,
las armas forjadas en las entrañas de la tierra,
los magos que dominaban enigmas y tormentas.
Desafió las corrientes de la primavera
para regresar antes que el invierno congelara los ríos.
Pero artesano, mercader, granjero,
rey, guerrero o esclavo,
nuestro Vikingo
no ingresará a las sagas
que recuerden el combate con las grandes aguas,
la hermandad de los vientos.
Ha sido expulsado
de las violentas naves
y condenado a repetir su tragedia
-ropa de hilado azul,
calzado de cuero reseco,
casco de hierro-
cada año
alrededor de la plaza.

¿Atenderá
el misterioso Odín
-dios de la Poesía y de la Guerra-
esta obediencia,
y las derrotas,
y los saqueos del dolor?

Susana Cabuchi







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