Confesión piramidal
               
                                                  pirámides formando en un momento.
                                                                                        Julián del Casal

Si la distribución de los azules en este vértigo
cónico, en vísperas de primavera
sobre la colcha, espera todo de la música
aunque colabora hacia el espejismo de finales
plenos de sentidos, es que la vida
trae sus manojos apretados, sus gavillas, el torneado
turbante desde el cual el sol se escapa girando
y no sabemos cuál es la relación entre "arte" y "vida"
salvo cuando el pelo de una gata en celo se eriza.
Si pudieras describir la vida como una colección de vestidos
o crímenes que saltan a la vista:
pienso en la foto de un indonesio atravesado en el cráneo
por una bala, pero esta imagen
que está a mi disposición, es una entre otras
y en el espejismo, en las imágenes que mi cuerpo absorbe, en las
          que expele,
una ola de piojos que a la luz tibia de la ventana aparecen en la
          piel del mono,
se desmadeja una cabellera, fijada con coágulos de sangre contra
          un cráneo,
pero los ojos no se corresponden con esa u otra imagen,
son los ojos de la muerte, o más bien del estar muriendo:
vértigo de la mujer que despierta en el techo de su automóvil
hecho un nudo de hierros retorcidos, ve a su hija yacer a su lado
y al querer tocarla advierte que nada hay donde un brazo había,
que no tiene brazos, que ellos han sido abolidos
como una hoja queda aprisionada entre las páginas de un libro;
donde había un mundo todavía hay un mundo.
"Nosotros casi te hemos querido. Faltó poco
para convencernos. Tal vez el problema no está en ti,
sino en una nueva manera de ver que se ha ido insinuando
          últimamente.
O bien, y esto tal vez nos permita ser más exactos:
una manera de mirar que era la nuestra
pero que ya no consideramos útil, o interesante, o posible
          proseguir.
Tal vez los problemas de nuestra economía
truequen las realidades de no digamos una década,
sino de aquellos pocos meses anteriores a este brutal
comienzo de la primavera. El aire mismo,
es decir los altos repentinos en el clima
de esta ciudad, los pináculos de sonido,
la luz del sol en el agua de unos ojos verdes, a cierta hora
          de la tarde,
cambia a algo tan incongruente como el cardigan de la hora de
          cenar.
Y tu vida así, entre los crepúsculos
instantáneos y los inciertos periodos de ceguera,
transita calles que rápidamente han dejado de ser las mismas
y todos los trastos de una incipiente parafernalia
con sus particulares órbitas de interés, sus contrastes
o divergencias dentro del espíritu de una época,
cuando uno buscaba simplemente expandir o profundizar
los límites de la comprensión y las condiciones del diálogo,
se han vuelto ahora los mensajeros trasnochados de un cambio
en que los indicios no revierten a un sistema, sino implican de
          súbito
que los más inocentes sueños de imperio quedaron
sin el menor chal con que cubrirse la espalda,
es decir, sin la menor posibilidad de acuerdo,
de sumaciones que los designios próvidos del principio del día
nos hacen ver ahora como ruinas
antes de que se hayan completado siquiera los cimientos.
Pero la aventura es descrita en términos
tan encantadores, los cronistas siguen hablando
de una Florida de salutaciones;
no ya salones y salones, decorados y amueblados
según el gusto prolijo de los aposentos de invierno,
donde el alba, tan temprano ahora, llega para mostrar
el ligero desteñido o deterioro de los materiales más seguros,
el terciopelo, por ejemplo, enroscándose en las borlas torturadas
pero majestuosas de un cortinado, tras el cual
el Príncipe de Urbino está envuelto como una crisálida
frente al alba ya roja de desastres;
o las almendras y el mazapán machacados en esta torta nupcial,
o los caireles apelmazados con las columnas todavía verticales
pero partidas, y las diademas, y el índigo del mar
y el kohl de cejas y pestañas;
las camisas arrojadas a una navegación de cuerpo perdido;
el paisaje decapitado; el indistinto
botín que un emigrado arrastra e incorpora,
del cual caen fragmentos, joyas son robadas,
nuevos frisos aparecen como un mar esmeralda
o como el cono de un helado de menta.
Entre la colcha desgarrada salen los pies indemnes,
los pies de barro del coloso,
prestos a calzarse de nuevo a la empresa
del conquistador de turno, pies alados,
pies cansados; pies que son en efecto
el único despojo de la batalla."

Roberto Echavarren


El monte nativo
(fragmento)

Una muñeca de madera cruda
tallada a cuchillo,
vestido azul celeste,
flores rojas de centro amarillo
y amarillas de centro rojo
y hasta bombacha, un cuadrículo de tela
pegado al perineo,
una vincha naranja
hoja verde de rama verde,
estrellas que son flores,
chal de pespuntes,
sobre la banda
líneas en zigzag, equis, Y griegas;
a su cuello y el del hijo
un ribete fino verde luz,
un pie en el aire,
la pierna levantada
da un paso.

El arco iris ¿es un signo?
preguntó embelesada
al verlo la viajera inglesa.
Sí, respondió la mujer
tarahumara: es un signo
de que puede llover, o no llover.

La órbita elíptica
estira lo que se ve, distorsiona
hacia el lejano oblicuo
el cerca de un Apolo alejandrino,
gana lo lejano,
esa extrañeza salvaje
que también está aquí,
una hebra de pinocha
resquebraja el hielo,
una luz ciega al mediodía
ensancha las orlas,
circunferencias crecientes
aparecen al serrar el tronco,
el águila vuela en oblongos,
la voluta, el motivo,
un torbellino nos revuelve y nos aparta,
nos devora el maelstrom
u ondea el feeling suave,
el juego manso de un ampo.
La forma se deforma,
estira, encorva,
una elipse apaisada
chorrea tangente
una lluvia de átomos.
Un termómetro
en el remolino, eso somos,
caras que el viento rompe.

Duermen abrazados
Marte y Venus.
Marte organiza el conflicto,
sitúa los contendientes,
practica a diario el lanzamiento
de la jabalina; estratega
tiene en cuenta los factores
y actúa en consecuencia,
un juez justo
tónico de las facultades
resuelve el conflicto.
Venus en cambio olvida todo.
Esos momentos “Venus”
nos sacan de la competencia:
tomamos el tiempo
para nosotros de estar en el suelo,
pasar por un agujero
a través de la camiseta.

Los remolinos de la barra,
las volutas, los recorridos
de los flujos, la casa ladeada
del navegante en aguas crecidas,
las crestas de duna,
el paisaje lunar
es en conjunto un arenario.
El viento deposita
oleadas de arena
sobre los macizos donde crecen plantas
que aguantan la sudestada,
se afirman contra el soplo
que quema lo que toca,
el castigo del mar
contra un diente pelado
erecto sobre el promontorio.

La línea de la mano
baja gruesa desde el cielorraso
y se abisma delgadísima
contra el zócalo.
Pájaros supernumerarios
se han posado en cada rama
desglosada de la línea principal,
cada pájaro lleva un nombre,
conceptos singulares
agarrados a cada nervadura,
el viento levanta las plumas
y escapa por todos lados.
La línea de vida continúa,
desfibra las nervaduras,
se afina en el abismo del zócalo
y ya no sabemos cuál color,
si amarillo encarnado punzó
fuimos en aquel momento.

Un intercambio de aliento,
un teclear parecido a un jadeo,
una vibración lenticular,
un silencio escandido por el tecleo,
este calor, este verde
no dice su nombre ni lo tiene,
una vibración auricular
al borbor de las gotas.

El helicóptero sube por el cielo limpio,
todo está en calma,
un cachorro es levantado de la nuca
caliente al resuello de la madre.
Hocico tierno, orejas largas
el conejo es el rey de la pascua,
la cabeza quemada gira arriba,
ojos tranquilos de un lago
en la arena allá abajo,
ojos tranquilos mirándome,
un entorno globular
en el globo del ojo,
tú mirabas en dos direcciones opuestas,
abarcando la circunferencia alrededor
a la manera del pez martillo
sacado esta mañana en la playa
con boquerones, lachas,
“angelitos”, pichones de tiburón,
boca de tragedia inmisericorde,
dientes prácticos en varias filas.

Venus excita el pezón
continúa la especie
con roces de esfínteres, roces de clítoris,
contagio de olores
aluvión de afectos;
una nota persistente
y todo lo demás
es la carpintería de los roles.
Roces de esfínteres, roces de clítoris,
contagio de olores,
el pez pone huevos y se perpetúa,
le atrae el olor de la pervivencia,
esa persistente nota
y todo lo demás se iguala,
todas las olas se funden en una,
el mundo se va por el caño.
Un sonido nos pulsa,
sus ramificaciones nos distraen,
transitamos como extranjeros
nuestra propia duración.

Un pleroma de mantarraya
en el fondo arcilloso
lanza golpes furibundos
con su cola de lanza,
destello azul sobre la arena
levanta un caos
alrededor de sí,
un precipitado browniano,
confunde la presa
desatenta a la sorpresa
de la boca de ventosa.

Las plantas reflexionaron
absorbiendo los cambios.
La garúa empapaba
gratebus, caracoles,
desprolijas barbas de liquen
inocentes de la duración
rebarbativas absorbían
el espectro de la continuidad.
De barbas desprolijas
la duración se enrula de repente:
tres muchachos surgen de la esquina ,
arrebatan el bolso ¿de quién?
La duración se enrula de repente
en un parpadeo, una devoración,
un arrebato insospechado,
el tránsito de la distracción al terror,
del sueño a la vigilia,
del dormir a la muerte.
Vine a saber eso
al despertar al otro día.

Y qué estocada fina, el espíritu,
a pesar de todo: voy en tranvía
por las calles de Lisboa
estrechas y retorcidas
en el silencio de la madrugada.
Las casas siguen allí,
frente a la mirada
ciega del Atlántico
aunque los habitantes
hayan variado tanto.
Un espasmo de mar,
un espíritu deshabitado
tremola, deforma
todo lo que toca,
trapos al viento
en el embuche de esta boca.

Roberto Echavarren


El secretario

Yo soy el hombre de mi destino, etc., aquí en una casa
sola, la técnica del bebé o la viudita
sin persuadir a nadie, sin que crean en mí
yo soy la momia de la calle Arturo, preparo el café
con menta, descubrí que me había muerto, en aquella tarde
con los negros verdosos, las lámparas de mercurio rosado
—su memoria no la respeta nadie, dije.

Roberto Echavarren



El verano siguiente

Ingrávido de materia sutil
el aire en espiral se inclina -oído por la suerte.
Y antes de respirarte
sube el musgo arrancado a los ladrillos
como tonda lasca que arrojó el verano
de los ojos. Antes de olvidarlo, por no sabido
estrecho del sentido, pudiendo barajarlo, tenso e ido,
cifra el redondel de una plaza, el ventanuco blancuzco
con un fondo verde de pecera.
‘A la del balcón o la ventana
arrojada la tiene sin caerse.’
Sube la ducha y sube sabiendo que al subir
la presión no rompe el caño,
en canonjía de hierba y resguardo del petate,
como si al saber no romper
estuviera escupiendo los restos de un rasgado
mantel a rayas.

Roberto Echavarren


De "El monte nativo"

La órbita elíptica
estira lo que se ve, distorsiona
hacia el lejano oblicuo
el cerca de un Apolo alejandrino,
gana lo lejano,
esa extrañeza salvaje
que también está aquí,
una hebra de pinocha
resquebraja el hielo,
una luz ciega al mediodía
ensancha las orlas,
circunferencias crecientes
que aparecen al serrar el tronco,
el águila vuela en oblongos,
la voluta, el motivo,
un torbellino nos acerca y nos aparta,
ondea el feeling suave,
el juego manso de un ampo,
o nos devora el maelstrom.
La forma se deforma,
estira, encorva,
una elipse apaisada
chorrea tangente
una lluvia de átomos.
Un termómetro
en el remolino, eso somos,
caras que el viento rompe.


Los remolinos de la barra,
las volutas, los recorridos
de los flujos, la casa ladeada
del navegante en aguas crecidas,
las crestas de arena,
el paisaje lunar
es en conjunto un arenario.
El viento deposita
oleadas de arena
sobre los macizos donde crecen plantas
que aguantan la sudestada,
se afirman contra el soplo
que quema lo que toca,
el castigo del mar
contra un diente pelado
erecto sobre el promontorio.


Las plantas reflexionaron
absorbiendo los cambios.
La garúa empapaba
gratebus, caracoles,
desprolijas barbas de liquen
inocentes de la duración
rebarbativas absorbían
el espectro de la continuidad.
La duración se enrula de repente
en un parpadeo, una devoración,
un robo insospechado,
el tránsito de la distracción al terror,
del sueño a la vigilia,
del dormir a la muerte,
vine a saber eso
al despertar al otro día.


El tiempo es la interrupción del reposo.
Todo forma parte de un caudal perpetuo.
Somos una máscara de escayola fresca
deformada por un chorro de agua.
Un rayo atraviesa en su trayecto
la densa conjunción de las cosas agregadas,
las líneas oblicuas de la lluvia.


Pero la mala fe no debe tolerarse.
Eso endurece el corazón del hombre.
El enojo debe salir
por la ventana abierta,
no hay que tragarlo,
porque hace mal al hígado.
Descabeza pejerreyes transparentes
disuelto en el aire del verano.

Roberto Echavarren


Mella
               
No me habría detenido en ti si no hubieras estado
al final de la avenida junto al kiosco de tiro al
          blanco
donde pasan en correa patos de metal. Hiciste
          mella en uno.
Fuimos al tren fantasma; en cada curva saltaban
          los muertos.
Tus dientes con luz negra se enhebran fosforescentes.
De repente no sé si hablamos o estuvimos callados,
qué hicimos tan bien sin darnos cuenta.
Sigo leyendo sin saber si estoy acompañado o
          estoy solo
el contrapunto de ocurrencias de tu cuerpo,
curso acelerado donde me devano
por descifrar la trama de sucesos.
La medalla sólo me llevó días enteros.
Puedo comenzar con tu cuerpo, tazas del cielo
por donde se descuelga una línea hasta los talones
y plantas encallecidas, que al besar invertidas
me dejan perplejo de que te hayan sostenido tan
          rudamente.
Cola, grupa, lugar del mastelero, levantada
          esperando ¿qué?
consagración de las primeras lluvias:
tu Valparaíso, enorme boca de la bahía pacífica.
Había terminado la serenata y no nos habíamos
          dado cuenta;
ahora en silencio seguíamos tan acompañados
          como antes
las historias tejidas por un enigma al desplegarse;
cordón de dijes tirante sobre tu cuello ancho:
resalta un cuerno, una lámina sin nombre, una
          raqueta
de hilo de cobre entretejida con varios interiores
flexibles donde hundo el dedo y sacas la lengua
ex abundantia cordis. Me clava
el triángulo pintado en tu espalda
blanco sobre negro con un ojo negro sobre el blanco.
Fumo tus cigarrillos y pito mariposa blanca
alrededor de tu cabeza; página tras página va
          cayendo,
indecisa, interrumpida cabeza de toca blanca
acogida a los golpes de la habitación contigua
contra el fondo verde luz de una tapa
en la antesala de la biblioteca.
Tu canasto, por no decir entrepierna
lisa, oscura de patchouli, por donde empieza la
          curva
hasta el cráneo, cuadrado dije de jade:
aunque no queden dichas tus formas, al menos
          aludidas,
me despido pero tú estás de nuevo.
Lo simbolizado se reduce a una visión interior,
quiero decir desde tus adentros:
mella en las paredes de la gruta.

Roberto Echavarren











No hay comentarios: