Armando el Titanic con mi hijo

Al principio seguimos el instructivo de letra chica,
tan parecido y complicado como un prospecto médico;
además del español, el texto diminuto se extendía
en alemán, inglés, árabe, chino, ruso y francés;

se me ocurrió que ningún otro país podía tener
acceso al acertijo del armado y que de proponérselo,

debería incorporar otra lengua a su lengua oficial,
con lo cual el enmarañado instructivo comenzaba

a cumplir claros propósitos idiomáticos y colonizadores,
a mostrar la preponderancia de unas lenguas sobre otras:

un raro designio que utilizaba al juguete como excusa.

Mi hijo Juani sabe todo sobre el hundimiento del Titanic;
mientras armábamos la difícil maqueta de oscuro plástico

yo me acordaba de las piezas agujereadas del Mecano,
con sus poleas de sencillo encastre, las planchas de

bordes remachados y las ruedas negras para los rodados;
no recuerdo haber leído instrucciones del Mecano,

sólo empezar y seguir algunos modelos dados con
indicadores elementales, modelos que pronto

abandonaba persiguiendo mi propia geometría de las cosas.
A mi hijo llegué a comprarle un símil del Mecano,

un remedo de fabricación masiva y calidad vergonzante;
me di cuenta de que nunca había intentado armar

un Titanic con mi Mecano pero que algo podría haber hecho,
y también me di cuenta de que el Mecano también

se había hundido para siempre en el silencio del pasado.
Ahí estábamos, entregados con impericia a la vanidosa

empresa de reconstruir aquello que se había esfumado;
seguíamos con una lupa la letra diminuta y políglota

y padecíamos con ese pegamento especial y peligroso
que nos pegaba los dedos hasta arrancarnos piel de las yemas.

Lentamente, como en un astillero en huelga, el barco,
pero qué digo el barco, el transatlántico más famoso de la

historia de la navegación iba tomando forma, aun sin sus
detalles más minúsculos, como banderitas y salvavidas,

botes que resultarían insuficientes, cuerdas que iban de
proa a popa y que enhebraban el azar de sus cuatro

imponentes chimeneas como velones de un entierro prematuro.
Mi hijo había dibujado hasta el cansancio con hábil
y rápido trazado el empinamiento colosal del Titanic;

una y otra vez, casi calcando un dibujo del otro,
con el dramatismo propio de un consumado artista,

había captado ese momento único y catastrófico que inspiró
la idea de que el hombre no puede torcer las voluntades divinas.

Impacientes, amábamos una de las leyendas del siglo XX,
el fin y el comienzo de una nueva era de la tecnología.


Con la misma convicción que los constructores de Liverpool,

yo me había empecinado a través de los años en sueños
y proyectos desmedidos y aleatorios, construcciones abstractas

que no tenían siquiera el soporte concreto y sencillo
de mis piezas del Mecano, ideales sin comprobación

científica alguna destinados al vaivén arbitrario de la vida;

ahí estaba, el Titanic, una alternativa demencial del progreso
en nuestras manos torpes y pegoteadas; veinte dedos y dos risas

construyendo uno de los fracasos mayúsculos del siglo viejo.
Por encima del diabólico juguete y de la leyenda, y de la obstinación

amateur que demostrábamos en el armado de la escala, me di cuenta
de que había otra construcción silenciosa que crecía y se mantenía

indiferente a los hechos y a los materiales plásticos de la discordia,
algo que no contenían los idiomas diversos del instructivo

ni la majestuosidad del transatlántico inhundible del viejo siglo.

Santiago Espel


Crónica de la muerte del autor

Podría ser un primerísimo y magistral plano de Chabrol,
porque llueve en París, y el viento golpea con fuerza
en los toldos de los cafés, mientras un hombre con
sobretodo cruza la calle con un diario bajo el sobaco
y un cigarrillo en los labios, pegado a la comisura.
Sigue otro plano en perspectiva plana y casi velada:
Una camioneta de lavandería dobla una esquina
y embiste al hombre que no ha terminado de cruzar
ni de llegar a la Sorbona, donde al parecer, se dirige.
El cuerpo acusa el impacto y queda laxo en la calle.
Estamos en la Rue des Écoles, es 25 de febrero de 1980.
Un travelling recorre de pies a cabeza al viejo canoso
que ha perdido sus zapatos y el diario del día.
De alguna extraña manera, el cigarrillo sigue pegado
a su boca, y el fino papel se empieza a teñir de rojo.
Después de amagar algo que parece una disculpa
o un gesto impávido de asombro e indignación,
el hombre que maneja la camioneta con ropa limpia,
planchada y perfumada, se aleja del círculo de curiosos
y dobla con vehemencia la esquina, dejando el rastro
de los neumáticos borrándose en la película de agua.
El hombre que maneja la camioneta es una silueta
que no sabe que acaba de atropellar a un viejo canoso
nacido Roland Barthes que habló de la muerte del autor.
El viejo canoso morirá un mes más tarde en un hospital.
Predijo la desaparición y la muerte metafórica del autor.
Encontró una mañana de frío y de manera involuntaria
el signo más concreto de su semántica y su fatalidad.
Los dos inciden en el pensamiento contemporáneo:
Uno por haberlo gestado. Otro por haberlo interrumpido.

Santiago Espel


El vendedor ambulante de biblias 

Lleva la palabra de Dios de casa en casa.
Sabe unos versículos de memoria que recita
proféticamente cuando le abren la puerta.
Ego sum qui sumy alza los globos oculares.
Por su eficacia infalible en las ventas
para el dueño de la empresa es el mesías.
De casa en casa lleva la palabra de Dios.
Frente a los compradores ensaya
una exégesis deliberadamente críptica.
Si no fuera por la circunstancia de criar
ovejas negras en la terraza de un piso 20
sería un hombre perfectamente normal
además de un imbatible vendedor de biblias.

Santiago Espel



En el viejo bar,
un hombre toma café;
una sola luz.

Santiago Espel



Hemisferios

En vida fue casi mudo.
Muerto y abierto
el cráneo
encontraron una nuez.
Y abierta la nuez
al medio
encontraron un poema.

Santiago Espel



Leonardo da Vinci. Anatomía

Todo hombre a la edad de tres años
tiene la mitad de la altura total
que alcanzará finalmente.
¿Con qué palabras podrá describirse
el corazón, sin llenar páginas
                y páginas de un libro?
Ningún órgano necesita tantos
          músculos como la lengua.
Tengo tantas palabras en mi lengua
materna, que más que lamentar la falta
de palabras con que expresar las ideas
que tengo en mi mente, debería
lamentar la falta de un recto
conocimiento de las cosas.
Si de noche nuestro ojo se sitúa
entre la luz y el ojo de un gato, el ojo
nos parecerá como si fuera de fuego.

Santiago Espel




Mitologías

El cíclope de la noche
que realiza su hipnosis
hacia el centro
y que en su retirada
          perfuma y mata:
                      el espiral.

Santiago Espel


Reinterpretación de los sueños

Una mosca de oro
anda en mis sueños.
Noche tras noche.
Mueve las alas
y frota sus patitas.
Hace cosas de
mosca verdadera.
Se sube a las
naranjas
aterriza en el pan
choca contra el vidrio.
Si no fuera por el oro
si no estuviera
en mis sueños,
sería una mosca más.
Pero esa alquimia
es mi vergonzosa
polución nocturna.

Santiago Espel



Tema para una des-composición

Peor que el olor, que las moscas, peor que la carne roja y plateada
en un cuadro de Bacon, peor, mucho más duro es el ojo de la vaca.
No es la mirada bovina que conocemos.
Ajena la vaca a la tragedia del matadero, a los camiones enrejados,
a la tipificación mitológica, ajena inclusive a sus múltiples metáforas literarias,
a su donaire de bestia pacífica, a la infame bucólica agraria;
…no…no, es peor, porque es una mirada que va por afuera de lo bovino,
por afuera de la desgracia o la suerte misma del animal.
La vaca está echada a un costado de la ruta, un bulto informe
y sanguinolento en una banquina en declive.
En lo que queda de piel, de pelo crespo, fue casi enteramente negra,
con geometrías blancas y manchas de grises irrelevantes.
A un costado, tumbada, igual que un mueble sin uso, como una mesa,
o un vehículo que hubiera desbarrancado, cuadrado y pesado,
torpe y guarango, con las patas aparatosamente estiradas hacia el cielo.
La vaca mueve el ojo como la traslación lenta de un planeta en su órbita.
Una mirada agresiva y blasfema, escrutadora;
a veces el ojo queda inerte en el paso lerdo de las nubes.
¿Hace cuánto que está ahí la vaca? ¿Cómo llegó ahí? ¿Tiene dueño esa vaca?
¿Estaba sana o estaba enferma al caer allí? ¿Ya no da leche esa pobre vaca?
El bicherío que le anda por el despojo del cuerpo se ha empezado a extender
entre las otras vacas; algunas ya pobladas de ese verde dorado de la mosca.
Muchas se sacuden la corta cola en el lomo ancho
para espantar el ir y venir zumbón de los bichos.
La vaca gira despacio su ojo y ve el desastre en ciernes.
De a poco van llegando veterinarios, lugareños, los primeros fotógrafos,
los cronistas acreditados y los esbirros de la gobernación.
El rumor de la vaca se extiende como la misma peste de la vaca.
Se cancelan rápidamente las inversiones, cae la cosecha, tiembla el mercado,
la bolsa retrocede, se ve amenazada la liquidez, cae el cambio por culpa de la vaca.
Raro…mientras…se mueren otras vacas, pero no la vaca del ojo aprensivo.
Consecuente, el ojo sigue la propagación del caos con lenta rotación.
Hay que hacer algo con la vaca que se nos muere, se nos está muriendo don,
dicen cabizbajos, algunos que llegan en fila con velas y cachimbas.
Otros discuten el límite del desastre, previsores, miden las consecuencias,
pesan la peste, suman y restan la muerte, calculan la indemnización,
miran de costado a la vaca y firman documentos extensos de letra chica.
Vienen luego los intendentes de signo opuesto a dirimir el litigio,
se reclaman airadamente las pérdidas millonarias, tiran la taba, se van a las manos,
y la vaca en tanto gira su ojo en torno y parece empecinada en no morirse.
Entonces, las moscas verde doradas se empiezan a animar con el gentío.
Llegan por fin los exegetas de la vaca y declaran un milagro;
un grupo de notables recaba información y delibera en círculo;
se componen odas y se instalan atriles para pintar a la vaca;
entonces pronto se llena de curiosos que se arriesgan al bicherío,
familias con barbijos y carteles de cartón en favor de la vaca;
otros de signo exaltado que vienen decididos a terminar con la vaca.
Se levantan unas carpas en la zona y se desvía la ruta en forma de herradura.
La prensa extranjera consigue acreditaciones sin garantías sanitarias.
El papa menciona a la vaca moribunda en su homilía.
Se multiplican las peregrinaciones espontáneas y el turismo prospera.
Crece la mortandad del ganado aledaño y muchos vecinos se apestan.
Algunos candidatos improvisan tarimas y exponen sus plataformas.
Y la vaca mientras tanto sigue sin morirse, mirando hondo y desde lejos.
El alboroto de la heterogénea aldea se hace más y más ruidoso.
El grupo más radical quiere sacrificar sin más demora a la vaca.;
algunos expresan en defensa razones humanitarias; otros hablan
del futuro de los hijos, de la tradición de la tierra y el respeto por los difuntos.
En algún sector se desata una gresca que levanta polvareda y represión.
El ojo de la vaca se agita, preso en ese cuerpo corrupto y tieso.
Hasta que en un momento, por encima de la disidencia generalizada,
la vaca suelta un mugido tan prolongado y agónico, tan único,
como sólo puede ser el que provoca el silencio más absoluto.
Y como todos creen que la vaca se muere, o que se está muriendo,
o que por fin acaba de reventar, de irse en ese mugido bestial,
se acercan y estrechan el multitudinario cerco en torno al animal
y comprueban con asombro que la vaca aún mueve ese ojo lento y aprensivo,
para clavarlo en ese otro ojo que ahora lee desaprensivamente este poema.

Santiago Espel







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