Desolación del pobre poeta sentimental

I

¿Por qué me llamas poeta?
Yo no soy un poeta.
Yo no soy más que un pequeño niño que llora.
Ves: no tengo ya más lágrimas para ofrecer al silencio.
¿Por qué me llamas poeta?

II

Mis tristezas son pobres tristezas comunes.
Mis alegrías han sido sencillas,
tan sencillas que si yo te las confiara, te ruborizarían.
Hoy pienso en morir.

III

Quiero morir, simplemente, porque estoy cansado;
solamente porque los grandes ángeles
de las vidrieras de las catedrales
me hacen temblar de amor y de angustia;
solamente porque yo ya soy
resignado como un pobre espejo melancólico.
Ves que yo no soy un poeta:
soy un niño triste que quiere morir.

IV

¡Oh, no te maravilles de mi tristeza!
Y no me preguntes.
Yo no sabría decirte sino palabras tan vanas,
Dios mío, tan vanas
que me vendrían ganas de llorar como si fuese a morir.
Mis lágrimas parecerían
como un rosario de tristeza que se desgrana
ante mi alma siete veces doliente,
pero yo no seré un poeta.
Seré, simplemente, un niño dulce y pensativo
que se viese obligado a orar como quien canta o duerme.

V

Yo me comunico a diario, recibo el silencio como si fuese Jesús
y los sacerdotes del silencio fuesen los rumores,
porque sin ellos yo no habría buscado y encontrado a Dios.

VI

Esta noche he dormido con las manos juntas.
Y me ha parecido que yo era un pequeño y dulce niño
por todos los humanos olvidado,
pobre y tierna presa para el primero que llegue.
Y desearía ser vendido,
ser golpeado,
ser obligado a ayunar
para ponerme a llorar completamente solo,
desesperadamente triste,
en un rincón oscuro.

VII

Amo la vida sencilla de las cosas.
¡Cuántas pasiones vi deshojarse, poco a poco,
con cada cosa que se alejaba!
Pero tú no me comprendes y sonríes.
Y piensas que estoy enfermo.

VIII

¡Oh, estoy verdaderamente enfermo!
Y muero un poco cada día.
Ves: como las cosas.
No soy, pues, un poeta:
¡sé que para ser llamado poeta es preciso
vivir otro tipo de vida!
Yo no sé, Dios mío, sino morir.
Amén.

Sergio Corazzini



“Mis libros de poesía son el espejo de mi alma sencilla y humilde.”

Sergio Corazzini


“No sé lo que pasa, es como si un vampiro invisible me chupara lentamente y de forma continuada la sangre, me encuentro cada día más postrado y cansado.”

Sergio Corazzini


"Si nuestras mujeres no quieren leer a escritores italianos, tanto peor... para los editores, pero cuando un periódico o revista cuyo editor es italiano, cuya redacción es italiana, cuya patria es Italia y cuyo público somos nosotros ... leemos el sumario y debemos reconocer que la lengua francesa es lo único bueno ... porque la crítica, el cuento, la novela son de autores franceses, entonces, francamente, se nos revuelve el estómago, ante tanta hospitalidad con lo extranjero."

Sergio Corazzini




Soliloquio de las cosas 

…Je crois que nous sommes à l’ombre

Maeterlinck

 Les choses ont leur terrible “non possumus”

Hugo 

Decir las pobres cosas pequeñas: ¡Oh asfixiado de sombras! Nuestro amigo se ha ido por mucho tiempo: no volverá más. Cerrada la ventana, la puerta; su paso que cae en el silencio del largo corredor donde no se acepta más al sol, como en el vano de la campana errática, así la soledad  es su tapete verde y todo se ha acabado.

Cualquier cosa en nosotros se accidenta, cualquier cosa que nuestro amigo diga: corazón. Somos la vieja virgen; encerrada en la sombra como en su ataúd. Y tendríamos las flores. Él quiso partir, para siempre, dejó sobre su pequeño lecho negro sus violetas agonizantes. Desesperadamente hemos entrado en aquel sutil aliento y hemos pensado en una delgada tumba de la juventud, muerta de amoroso secreto. ¡Oh! cómo fue triste la pérdida cotidiana, inexorable, del pobre perfume. Y se fue como él, con él, para siempre.

No somos más que cosas en la cosa: imagen terriblemente perfecta de la Nada.

Todo tañido de la campana de la pequeña parroquia suena a muerto. Todo esto es tristísimo para nosotros, pobres pequeñas cosas solas, si él estuviera aquí. Pero se ha alejado y la campana no carcome el silencio por él, pobre querido.

Un tiempo lo vimos y lo oímos llorar sin un propósito: queríamos consolarlo, ahora, lo sentimos así tremendamente crucificado. Hoy, oh, ahora es otra cosa: ¿dónde llora? ¿por qué llora?

Ahora solloza desoladamente porque su pequeña y blanca hermana no viene, en la tarde,  como en el pasado, a hacerlo sólo un hombre, el más solo. Así él le decía mientras la abrazaba. Agregando: “Nosotros recordamos y nada como el recuerdo es un símbolo de soledad y muerte” Recordábamos muchos sucesos felices y muchos tristes acontecimientos, aunque no todos eran amargos.

Una tarde nuestro amigo esperaba inútilmente. Esperaba desde la hora de la primera golondrina hasta la última estrella… Oh, él sí que lo quería: a cada momento hablaba largo rato, como en sueños. En sueños hablaba. Antes de dormir, encendía una pequeña luz amarilla, suspendida en el muro. Quizá tenía miedo. Es algo dulce el miedo, ¡precisamente porque es de los niños!

No dormíamos; éramos la eterna vigilia, éramos el silencio que ve y que escucha: el visible silencio.

La casa debió ser muy grande. Oíamos el intercambio de voces lejanísimas y que sabíamos no venían de la pequeña plaza. ¡Oh, la ventana, si se entornara y dejara pasar un poco de sol, un poco de viento! Oh, nada se parece al corazón perdido como el sol que quiere entrar y todos los días despierta a todos los seres, triste y blanco, pálido de renuncia.

Un convento, una iglesia, un largo muro bajo, interrumpido por dos pequeñas puertas, cuyo umbral siempre era verde. La nieve quedaba intacta, delante de aquel muro, un tiempo interminable. Nuestro amigo decía que la puerta cerrada era la imagen de una gran alegría. Éramos simples, no habíamos comprendido aún esta palabra, quizá, será porque estábamos tan solos y tan desconsolados de tantos años encerrados en este cuarto!

¡Oh, los ojos abiertos desmesuradamente en la sombra terrible; se parecía tanto a nosotros! Saber ver pero no poder ver.  ¿Por cuánto tiempo desfallecimos en lo oscuro como la estrella dentro de la nube? ¿Por cuánto tiempo nuestra ceguera aparente se prohibió al sol, o, quizá, un poco de dulce luna?

Como tantos pequeños monjes en el claustro, nosotros, pobres cosas, vivimos y morimos. ¡Piedad! ¡Piedad!

¡En tanto surgen las arrugas! Estamos viejos, oh, así de viejos temiendo el fin imprevisto. Y el polvo que nosotros pensábamos, empolva, entierra cotidianamente como un sepulturero muy escrupuloso.

¡Cómo nos acariciaba la tienda de campaña, llena de viento en primavera! Ella debía acariciar así a nuestro amigo, debía hacerlo morir de espasmos. Ahora, también parece una vela de una decrépita barca inservible,  tirada junto al vano de una pequeña puerta solitaria y triste, colgando floja y vieja: hoy su caricia hace pensar en la mano de un agonizante.

Un paso. Una mano toca la llave… oh, sin pasmo: es un niño, es el solitario niño de todos los días que pasa a lo largo del corredor para caminar quién sabe a dónde, sin pasmo, es inútil.

Sergio Corazzini












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