El sastre y sus clientes

Ya nada puede hacerse:
estás viejo
y tus clientes murieron.

En la sastrería, tu cuerpo
va y viene trazando
débiles estelas
de pez de acuario.

Hoy vivir es para tu alma
como si te mantuvieran sumergida la cabeza
en una palangana llena al ras de dolor humano.

Con su lápiz rojo, el sol
te circunda, te señala.
Estás ahí,
pero tus clientes murieron.

 Vos protestás, decís
a quien quiera escucharte
que todavía sos fuerte,
que, si se te antoja,
podés levantar por una pata
la silla en que cosés
sin que se incline;
que quién sabe si no sos
más fuerte que tus hijos.

Pero tus clientes murieron.

Se fueron de todas partes,
Se salieron de sus tibiezas
y ya no hay ángel que pueda encontrar
a aquel que, mientras lo medías,
hacía mohínes de galán de teatro;
ni a aquel otro, el que venía con moño;
ni al que te traía calendarios
con mujeres desnudas;
ni a ese al que tus hijos bautizaron
“Rinoceronte Perfumado”.

Porque tus clientes murieron.

Nunca más se los verá de lejos
llegando a tu taller,
ya silbando, ya canturreando,
preocupados o sumidos en sueños,
unos erguidos, otros encorvados,
el sombrero en la cabeza o en la mano,
el soliloquio en los labios siempre.
Se fueron yendo de a uno
a las entrañas de la tierra.
Se fueron a hacerse trajes
con sastres del otro mundo.
¡La superficie del planeta
los extrañará por siempre!

Porque tus clientes murieron.

Rubén Reches



Geriátrico
                                                                    
 Y la muerte hará ¡gulp! 

La vida te da una de sus últimas patadas y… ¡ya estás en el geriátrico!
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Antes a vos la muerte no te iba a llevar así nomás.

En cada etapa de tu existencia planeaste enfrentarla según un autor diferente:
Primero, imbuido de Sartre, proyectabas recibirla amenazándola con el puño en alto;
Después, ibas a tener preparado, para espetárselo, un verso de Mallarmé;
Y hasta poco antes de llegar aquí, todavía andabas buscando una frase similar a la                          
célebre “¡Veo luz negra!”
Para murmurarla hasta que asomara… ¡el otro cabo de la piola!

¡No no! ¡Antes a vos la muerte no te iba a llevar así nomás!

Y siempre que la nombrabas, te indignaba que los otros humanos se cruzaran los 
                                                                                            dedos o pidieran cambiar de tema.

¡Le volvían la cara, siendo que ella era el harapo universal!

En tus soliloquios los llamabas “autómatas”.

¡Ah!  Si alguno de ellos te hubiera pedido un consejo, ¡con qué gusto le hubieras 
dicho: “Cada mortal debe morir de su propia  muerte¡”;
Y en las tertulias acechabas las pausas en que, para recordarles su condición de 
                                                                        humo, 
pudieras exclamar: “¡Humo, polvo, sombra, nada!”.

Hacerlo era indispensable.
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 Pero la vida te dio una de sus últimas patadas y…. ¡ya estás en el geriátrico!

¡Ahora te las ves vos con la lisa sustancia!

Ahora te arrastrás por salas donde yacen viejos despatarrados
y en ellas no hay día que no se te pierda algún remedio 
ni que algún enfermero no te rete a los gritos hasta hacerte temblar.

 El mismo impulso que antes te investía atalaya de la muerte 
ahora se endereza a que consigas que te cambien más veces de pañal,
a que seas más diestro que nadie en esconder comida bajo la sábana,
a que te apropies antes que los otros viejos de las revistas del corazón,
 a que roces  durante más segundos las piernas de la médica,
¡y a que siempre se vea el canal que elegís vos!

(Un monje microscópico
que se extravió en tu sangre
Y que hace sus asanas 
En un glóbulo rojo
te pide que prediques: 
“Ahora y aquí no se recomienda
estar en el aquí y el ahora”).    

Los lentos pensionistas 
quieren saber por qué ya no clamás que los humanos son fantasmas,
ni los comparás ya con rosas, -¡antes lo hacías aunque se tratara sólo de varones!-,
ni les sugerís ya epitafios,
ni susurrás más al oído del agonizante:  “¡Es sólo una zambullida!”.

Se amontonan a tu alrededor y enderezan las orejas como perros.

¡Decíles algo! Pensá que estos viejos son la primera fila de la gran batalla.
Son, de todas las ristras de humanos que se formaron y deshicieron durante tu vida,
aquella a la que le tocará atisbar el color desconocido de tu muerte.
¡Son los que apagarán la televisión! ¡Los que soltarán las revistas!
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¡Despertá…! Si no a vos la muerte te va a llevar así nomás…

Rubén Reches



Las noches de la casa...

Las noches de la casa en donde la madre y el padre ajetrean, dan la comida y los cuentos, huelen remotas, son del pasado. Horas presentes en el pasado, ya al hacerse están disueltas en la memoria de los hijos crecidos, viejos ya. Son más patentes que los recuerdos, y los cuerpos pueden ir y venir en ellas, pero no tienen ni el clamor ni la condición de cumbre del presente. Están abajo.
Como un compendio de todo lo que los padres ya saben, la esencia contradictoria de la vida brilla entera en esos lapsos de una cena y el acostarse. La felicidad más astral y veloz irrumpe cada tanto en el cansancio dolorido de los cuerpos. En las almas adultas conviven el pozo siempre mal cegado de la renuncia y la fuerza de haber elegido y construir. El padre de a ratos se encierra en otra pieza a librarse a verdaderos sollozos. Esos sollozos en esa pieza no están en el pasado. Vuelve y todavía siente impulsos de quebrarse la cabeza contra el filo de la puerta. Eso no lo sabrán jamás los chicos, no es de esas horas singulares, eso le viene al padre del pasado banal, del grande en donde se le están callando voces. De esas noches quedarán para los chicos la tibieza, la nostalgia, la fuerza.

Rubén Reches




Mamá me estápeinando

                                                             A la memoria de mi madre,
                                                             Jane Szichman de Reches


mamá me está peinando vienen horas felices
nos íbamos de compras a tiendas Gath y Chávez
mamá está preparada corra a buscar las llaves
qué poco la recuerdo sin sus cabellos grises

no avisa el peluquero me encaja en la sillita
así lo desplumaban al pollo en la feria
en la foto aparezco rapado cara seria
ojos entrecerrados zapatos con tirita

me decían que duerma que las brujas no estaban
que todas se volaron esa noche a la luna
en la pieza la cama está cerca de la cuna
mi papá se trepaba sobre mamá luchaban

hoy es mi cumpleaños hacen ronda los tíos
el que murió demente la que murió sin pechos
el murió en la cárcel con los dedos deshechos
dan vueltas baten palmas danzan ritmos judíos

una nena jugamos es ella la invitada
tomá los cubos blancos y prestale los rojos
se abrían y cerraban como puertas sus ojos
su boca era un pianito de madera rosada

muevo la bicicleta se me cae me hiero
empieza a salir sangre de mis rodillas frías
no hay manos que no sean más grandes que las mías
no quiero que me toquen que me curen no quiero

espacio donde hay nidos y donde hay acordeones
luz y luz y mi hermano que es el rey de los vientos
nada hará que mi padre no me cuente sus cuentos
nada hará que mi madre no me cante canciones

Rubén Reches



Miro torvamente al cielo

Miro torvamente al cielo y te cubro
como un mendigo sus fósforos y su botella,
tiempo nuestro,
bosque resplandeciente del que la luz parece ya no querer huir,
precisa suma de las manos
que sin cesar trasladan agua y fuego entre tus árboles,
de los rostros que, entre tus paredes de casa infinita,
sueltan sin tregua músicas y bruma
-todos al fin y al cabo amables cántaros que sólo crecen fuera de la tierra,
que sólo sobre la tierra dan pupilas-,
amada caja de contables brillos y oscuridades,
jardín del instante en donde hay viejos y niños y mujeres con las que hacer sal,
luz, luz que rueda y que desnuda
o luz de las lámparas, más amiga de la voz,
tiempo nuestro, solamente nuestro,
tus costumbres son las únicas justas,
tus ciudades los supremos cofres,
tus piedras las más mudas y grises.
Jamás el universo se hallará mejor que hoy,
ni el sol pesará tan dulcemente sobre la tierra,
ni la madera estuvo así a punto de hablar,
ni duraron tanto las mariposas.
Sólo tu barro se habrá sabido negro,
sólo tus árboles habrán intentado temblar,
sólo tus flores habrán oído pisadas.
Ningún pájaro volará más ágilmente que esta lluvia
y ningún muerto pensó más que está sombra.
El débil país de todas tus palabras,
que no circunda de ningún rumor a la tierra,
hace como los otros que encendían fósforos contra el silencio,
pero se ilumina solo además con el viento.
Por vientos y perfumes y animales desvelados
siempre harán saber las noches más oscuras
que en su sótano frutas penden de ramas,
pero sólo de la tuya se habrá contado que bajó
ella misma junto a quien se confundía y asustaba
a avisarle: "¡Calma! ¡No somos los siglos esfumados!"
"¡Aquí palpo los volúmenes de oro!"
............................................................................................................................................
Pero nadie prepara tu defensa.
Tus vigías mendigos miran más de un instante al cielo y se duermen;
y se despiertan con la pereza de quien ha hablado con Alguien
que ya marchó sobre la hierba que cubrirá tus ciudades,
que oyó ruidos de insecto, tesoro que vas cayendo al pozo,
de cuando ya no haya pirata que te desentierre.

Rubén Reches


Moribundo

Moribundo: antes que vengan a coser tus párpados,
antes que el falso nudo se deshaga en el pañuelo
y que las ondas desaparezcan del agua,
querés repetirte con fuerza -como quien memoriza-
el nombre del lugar en donde estuviste y del que te vas.

Pero ya no lográs saber qué fue esa zona
que vos creías tan imperial y populosa
como el país de nada del que, aún viajando, siempre sos ciudadano.

Ahora que vienen a coser tus párpados
podés correr a gusto por toda la tierra de tu memoria,
pero no te basta eso de terminar qué fue esa luz que te parecía sola e infinita,
qué esas estrellas, ese humo, esas dos manos tuyas,
qué ese acordeón y esa madre.

Ahora te parece posible encerrar a toda aquella variedad en un frasco;
Ahora te parece que podrías ver todos los mares, todos los árboles y las fiestas
con solo mirar una vez a través de un orificio del diámetro de un clavo
practicado en tu tumba.

Pero igual querés gritar de una vez el nombre de la gota de la que empezás a caer,
por un desafío parecido al que hincha las venas
del hombre de nuez y de brazos desnudos,
de pie en ese arrabal de esferas,
que vocifera y vence a los otros con palabras,
pero no podés, no podés, moribundo.

Incluso ahora que estés muerto, cuando vuelvas
a tu larga costumbre de no ser nada,
en el instante luego del último punto dado a tus párpados,
recordarás, sí, cada uno de tus milenios idos
y tendrás la exacta clarividencia de todo tu inagotable porvenir,
pero este episodio ínfimo de luz aun del pasado se borrará.

Y no vas a gritar el nombre de la pintada selva
que -última lágrima o fruta inmensas- todavía pende de tus párpados,
ni te erguirás para el rasguño inesperado al cielo,
en tanto que lo que no sabés nombrar se arranca pausadamente de vos,
desprende de toda tu piel un ala,
y ya no temés que la mariposa esté naciendo,
y a ni la querés nombrar,
ya no sabés, no sabés qué dejás, qué se te va, moribundo.

Rubén Reches


Rincones

Casi todos los días,
con el respeto de cualquier hecho por su probabilidad de ocurrir,
en algún rincón de la ciudad dos hombres amigos se confiesan que
      perdieron sus vidas.

En sus voces y en sus ojos hay tranquilidad,
si las manos sostienen vasos o botellas no tiemblan,
pero breves mensajes de miedo se arrojan de un alma a la otra
como entre columpios.

Durante años, en vacíos cafés de barrio, encerrados en piezas
      horas enteras,
se habían aconsejado, reprendido, agradecido palabras
      alentadoras o brutales
como si se tratara de monedas de oro.

Ahora advierten que, aun los más pronunciados giros
logrados tras cada acometimiento de la voluntad,
tampoco fueron sino el único modo de hacer que el itinerario que los trajo
      hasta esta conversación
fuese duramente recto;
que todo fue como el que hasta ayer estaba en sus últimos días y hoy es el
      último y lo sabe y mira el reloj
y, aun con error, entiende que siempre estuvo en la agonía,
que una fiesta, una celda, una mañana mirando libros
no lo conducían a ella sino que desde ella se devanaban.

Como en toda conversación entre quienes ya ven acero en el minuto,
si hay sillas, estas arraigan en un mar de muertos.
Ambos lo saben, pero no lo mencionan ni les importa mirar.

Ahora distinguen días en que, sin pudor, como se orina el viejo,
de algún rincón vedado irán a desenterrar sus invenciones
para exhibirlas a la impiedad de gente que todavía no nació.

Ahora saben que son un mismo odio ese que antes los hacía medirse
      con ciudades
y aquel que los llevará a esconder los fósforos cuando la esposa envejecida
      quiera hacerse un té.

Y esto sucede casi todos los días, en algún rincón de la ciudad,
con el respeto de cualquier hecho por su probabilidad de ocurrir.

Rubén Reches













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