Hechos sobre cosas

Las cosas se cansan.
A las cosas les gusta tumbarse.
Las cosas se ponen contentas cuando,
sin razón, colapsan.

La botella de plástico francesa, todavía media llena,
ese libro de tapa blanda, ahí apoyado en
otro libro, soñoliento:
pronto querrán salir,

pronto los encontrarás en el pasto
con los envases vacíos de lavandina y ese pedazo
de cartel de inmobiliaria
que está cubierto de mugre fina como máscara.

La bolsa de plástico que doblaste
se siente constreñida por ti y quiere
colgar de los arbustos, pareciéndose a un espíritu
despatarrado y haciendo dedo.

Las cosas son holgazanas, vagabundas, transitorias;
prefieren cuando llueve.
A las lamparitas les gusta estar tiradas en ese mismo
pasto crecido, no cortado, fortuito

y observar el efecto de embudo: el modo
de mirar hacia la lluvia, todo parece
inclinarse hacia ti,
el modo en que pareces gustarle a la lluvia.

A las cosas que no decaen
les gusta más en los arbustos, les gusta
estar parcialmente enterradas.
Les gusta la frescura del pasto.

A la mayoría de ellas, les gusta
cuando llueve.

W. N. Herbert




Monte Ávila, "el techo de la ballena"

Hora de internarse en el más allá
como lo cataloga la bárbara ciudad, alejándonos
del teleférico que sube de Caracas
al matrimonio de hojas y de vaho:
un gran barco de gotas grisáceas
se halla anclado en la cima del Ávila
y Argelia y yo hemos de llegar allí antes
de que la tripulación de lluvia desembarque
y el canto de los pájaros se estrague en sus gargantas.

Pero antes la niña de la gorra cubana
ha de gritar “no amo caer” y su madre
ha de reírse, nos caigamos o no,
y bajo el mecerse de nuestros pies los árboles
han de llenar sus campanarios de niebla
con un tambaleante carillón de hojas mustias
que sueñan con volverse libros de segunda mano
depositados en la acera del Parque Central:
Poesía Global para Mudos, La Prisión de la Imaginación.

Brincamos de la cuna a la bruma, pasando
entre vendedores de arepas y melocotones
por una vereda que se estira como tendedero pandeado
entre las sudorosas palmas frías de la niebla
más allá de los perros que cuidan estas cumbres
de las estrellas piratas, las ladronas galaxias.
Dejamos atrás los ciegos telescopios arrumbados
y nos acercamos a la colosal columna del Hotel Humboldt,
rota por la bruma, medio a oscuras.

Y es sólo al estar bajo los árboles sin copa
meando entre sus apanicadas piernas, a la espera
de que abra el piano bar, cuando me doy cuenta
de que un caballo invisible me sigue
desde hace un rato  — notas translúcidas
cuelgan de sus pestañas traicionando
su presencia, tan truculenta y tímida como siempre,
atraída por helados y balas envueltas
en servilletas, por entre las piernas de los mangos.

Y es sólo cuando la bruma aclara y no aclara
como un mar que entrega sus honduras, sus muertos,
sus pacientes habitantes atónitos,
y el caballo y Argelia y yo bebemos cerveza
en el English Bar, a pesar del frío que hace
y de que el bar ni siquiera llega a falso tudor,
cuando entiendo que el mundo está al revés, erróneamente,
que estas cumbres irrumpen en el Leteo
y que somos presa de una manta raya diabólica.

Y esto me lo confirma una hueste de endemoniados turpiales
que relampagueando sus desconocidas colas amarillas en V
y desplegando el azul nervio de sus pechugas
comienzan a conversar en una lengua trabada
sólo divisable por marineros de tal dimensión,
capaces de comprender a estos seres ansiosos
por cruzar las estrellas sin una pregunta.
Y claro, ya se ha hecho oscuro como un caballo pardo
y miramos abajo a la ciudad dando a luz a las horas.

W. N. Herbert












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