"El sol se estaba poniendo cuando llegó a la estación de campo donde Elisa lo esperaba de pie en el andén, entre algunos paisanos y mujeres de voz chillona. Viéndola tan esbelta y morena, con un pañuelo claro atado bajo la barbilla, tuvo temor de que la emoción le impidiera hablar, y bajó fingiendo desenvoltura y con la certeza de que los ojos de todos los presentes lo estaban detallando de pies a cabeza, puntos de partida de las ondas concéntricas que después irían repitiendo la noticia de su llegada y su descripción por los ranchitos aparentemente aislados y dormidos de la llanura. De pronto, mirándola avanzar hacia él, la confesión que pensaba hacerle le pareció imposible.
[...]
Los faros descubrían un tramo de huella donde de pronto blanqueaba el aleteo de una lechuza o refulgían los ojos de un animalito encandilado. Aprovechando la oscuridad. Alejandro extendió la mano y pronto los largos dedos de Elisa oprimieron los suyos, en un contacto que lo llenó de exaltada felicidad, de un deseo convulsivo de apretar a su novia, de incorporársela sobre ese asiento en medio de la noche.
[...]
Quiso contestar pero no supo qué, y quedaron allí mirando la noche, las extensiones de césped gris, las luciérnagas y los árboles negros en la luz de la luna, y más cerca de la casa el rectángulo inmóvil de la pileta de natación. Elisa apretó su costado contra el de él y por un momento estuvieron sin hablar mientras la emoción les aceleraba el pulso. Cuando ella apoyó la cabeza en su hombro él sintió la suavidad de su pelo contra la mejilla; después se besaron largamente y ella entreabrió la boca bajo la suya pero pronto volvió a cerrarla y se apartó."

Sara Gallardo
Pantalones azules


"Era costumbre, durante aquellos años, hacer de noche los entierros en el cementerio no católico de Roma. Las pasiones del pueblo traían problemas. Esa noche de septiembre, la luz de las antorchas iluminaba con efectos grotescos el ataúd en que Teresa y su hijo eran llevados por Borg, Olaf, el doctor Munthe y unos enterradores que olían a vino. Una pedrea hizo retumbar el ataúd, rompió los lentes de Munthe, la mejilla de Borg y la frente de Olaf. "¡Herejes!" se oyó en la oscuridad. Fue una batalla, una verdadera batalla contra formas bajas y musculosas y harapientas, y mujeres que blandían garrotes. El ataúd estaba en el suelo, los enterradores habían huido, las antorchas se extinguían tiradas debajo de los árboles y la pirámide brillaba indiferente bajo las
estrellas.
Olaf quebró varios cráneos entrechocando cabezas aferradas de los pelos, y revoleó por los tobillos a ciudadanos que aullaban blasfemias e iban a despatarrarse contra los mármoles.
El doctor Borg sobrevivió varios años. Parte de ellos vendió productos medicinales en los consultorios de Milán. Cuando su hermano vino en su busca no quiso acompañarlo. Al contrario, bajó de nuevo a Roma. El doctor Munthe lo vio una vez dormido sobre el parapeto de travertino de la plaza del Capitolio. Pero el doctor Munthe dejó Roma. Casi ciego se dedicó a escribir. Olaf había tomado un barco para América del Sur. En verdad, ninguno de los tres volvió a encontrarse después del entierro de Teresa Borg.
La  cordillera se le manifestó con benevolencia cuando la cruzó por el sur —una visión del Pacífico entre lluvias, lejanísima—, descubrir un techo semihundido a sus pies lo hizo bajar el sendero provocando pequeños desmoronamientos de guijarros, contornear la pared de piedras caídas, desmontar, inconsciente de la espectacularidad de su aparición, el poncho araucano como un cielo negro cruzado por relámpagos. Pero no hubo aparición. En la cabaña había humo y un hombre tendido. Tenía la cabeza sobre una valija y un pie enorme sobre otra, y deliraba.
Observó la tumefacción del pie, de la alforja sacó musgo, yesca para el fuego de maderas húmedas, una navaja, unas yerbas apelmazadas semejantes a la cabeza y a las barbas del hombre enfermo.
Seguía la lluvia. Entró el caballo en la cabaña. Deliraba en francés, delirios de grandeza si se prestaba atención. Buhonero, se dijo. Extraviado. Una ordenada formación de peinetas, hilos de coser, botones se le reveló en erróneos rayos X dentro de la valija que servía de almohada."

Sara Gallardo
La rosa en el viento


"Llegaron mujeres a la iglesia. Dije a aquel hombre de los franciscanos:
—Sigo mi camino. ¿Qué podrías decirme?
Ha dicho:
— Hijo, un animal demasiado solitario se come a sí mismo.
Caminé por ese camino que va desde el ingenio hasta Orán. Y allá pensé en las dos serpientes. Silbaban fuerte, eran felices. Eisejuaz va callado, solo, y con dolor. Desde el ingenio hasta Orán, agachado, con aquel bastón.
Un hombre espera el ómnibus que va desde el ingenio hasta Orán.
Se reía solo. Me miró, y yo lo miré. Quedó serio. Yo me senté en la zanja.
Pero pasaban esos camiones grandes del ingenio, como casas cargadas de caña, y no venía ningún ómnibus. Ese hombre malvado esperó el ómnibus. Y vino el ómnibus, y ese hombre se fue con su valijita.
Caminé por el camino que va desde el ingenio hasta Orán.
Y una nube que era verde como la lengua que ningún ojo puede ver se levantó por encima de la ciudad. No dijo ninguna palabra Se levantó por encima de la ciudad y allí estuvo, hablando a mi corazón sin mensajeros. Y supe que Ayó seguía vivo y que lo encontraría.
Las calles estaban rotas y abiertas hasta las venas que llevan el agua de las ciudades, y así me recibió la ciudad de Orán, así que dije: «Rómpase mi superficie, mi cáscara, mi corteza, para que pueda beber del agua de los mensajeros, que brota desde el centro del corazón». Allí los hombres trabajaban y golpeaban el suelo de las calles. Y los caños del agua, que deben ser secretos, se veían.
Pero la nube se esfumó delante de mi vista, y nada quedó sobre el cielo de esa ciudad de Orán. Yo caminé hasta la casa de Aparicio.
Nada dijo de mi bastón ni de mi aspecto ni de mi desnudez. Me vio parado en la calle, habló a su mujer, y salió a la calle. Y caminamos en la bruta calor.
Ayó, Tigre, Vicente Aparicio, el hombre anciano. Y yo, Eisejuaz, Éste También, el comprado por el Señor."

Sara Gallardo
Eisejuaz


"Los sueños de los trenes puestos a morir son más prolongados en razón de su ocio, y más amplios en razón de su edad. No disponen los mismos recuerdos los de primera, con sus asientos de cuero, y los de segunda, con sus asientos de madera. Pero en materia de recuerdos todo se equivale."

Sara Gallardo



“No me pidan que les hable de actualidad.”

Sara Gallardo



"¿Qué es el día, que es el mundo cuando todo tiembla dentro de uno?
El cielo se pone oscuro, las casas crecen, se juntan, se tambalean, las voces suben, aumentan, son una sola voz. Basta! ¿Quién grita así? EL alma esta negra, el alma como el campo con tormenta, sin una luz, callada como un muerto bajo la tierra."

Sara Gallardo Drago Mitre
Enero



Su padre le dijo el día del primer combate:
-Que ninguna mujer te importe más que la guerra.
Su padre le dijo el día del primer banquete:
-Ninguna mujer lleva más lejos que el alcohol.
Su padre le dijo el día del primer sacrificio:
-Atarse a una mujer es apartarse del misterio.
Conoció el combate, el alcohol, el misterio. Me dice: son tres sombras junto a tu falda roja.

Sara Gallardo















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