"América es el alma europea expulsada del antiquísimo recinto de la historia."

Héctor Álvarez Murena


Como un jardín abandonado

¿Por
mis amores
con el viento
del este?

Tiniebla
crece
en mi corazón.
Pero tiniebla
no es
mi corazón.

Pasa él
ella pasa
solamente
lo otro
siempre
y nunca
queda.

Héctor Álvarez Murena


En el mundo

En el mundo
de lo opinable
miras
el árbol
desde
un solo lado
y lo codicias
o lo desdeñas.
Si lo vieras
entero,
te arrodillarías.
No gires
por la vasta tierra,
no des la vuelta
en vano.
Conocer
es
alcanzar
un centro:
fuego.

Héctor A. Murena


Naturaleza del fin

Diálogo
somos
entre
una corza
oscura
y
el secreto
claro.

Así
el fin
nunca
en el fin
fenece.

Héctor Álvarez Murena


Paisaje detrás del paisaje

La bella
copa
hipnótica.

Déjala caer
serenamente
rómpela
contra
el suelo.

Soplo
del
gran misterio
llenará
entonces
tus ojos.

Héctor Álvarez Murena


pulsaciones

grave
es no saber
amar lo fortuito,
lo trivial, un río
que despierta, la cinta
que los amantes olvidan,
o la hoja yerta
de periódico
a la que el viento
arranca astral belleza
en una calle crepuscular.
Difícil
se torna tolerar
(desde los siete años
aproximadamente) la voz
de un cuerpo, su pavor,
las caídas,
el insensato rumor
que día
tras día
susurra que hemos de morir
en el trémulo oído
de nuestra alma inmortal.

Y también
en medio del poema
(que otros ven
como vida, cometa errante
o camino que se busca
y que no se encuentra)
todo se detiene
repentinamente,
de abominación se cubre
la íntegra esfera
calla la pluma, vacila
sobre el poetizar, pez
que sus huevos siembra
en las aguas envenenadas
de una época sin piedad.

Pero
hay momentos
como aquellos, por ejemplo,
en que de improviso alguien
con un nombre que no es nuestro
nos llama
y nos desnuda,
nos da un atisbo
de inenarrables dimensiones,
de nosotros mismos nos separa
y cada cual se pregunta
entonces
qué es,
quién lo forjó,
para qué lo infundieron
el latido de estrella
con que sobresale
en un caos gastado
y oscuro.

Héctor A. Murena



Tarea muy distinta me disponía a emprender cuando escribí los poemas que siguen. Un par de meses antes había tomado los pocos poemas hasta entonces no reunidos en libro y los había publicado. La mañana del 26 de noviembre de 1958 no tenía intención alguna de acercarme a la poesía. Carecía, por otro lado, de cualquier idea o nota para escribir poemas. Destiné precisamente esa mañana a proyectar un ensayo al que me proponía dedicarle los días inmediatos. Lo que ocurrió por la tarde no figuraba en mis proyectos. Pues repentinamente me puse a escribir poemas. Aclaro que, por lo común, debo trabajar unos diez días para dar término a una poesía: esa tarde, de dos a cuatro, escribí catorce poemas. Los escribí de un solo impulso y no requerían retoques de ninguna especie. Me llamaba la atención que apenas tuviesen vínculos con mis poemas anteriores. Pero supuse que era un incidente concluido: estaba determinado a escribir un ensayo, no poemas. Me vería contradicho pronta y reiteradamente. En los siete días que corrieron hasta el 4 de diciembre sólo pude escribir poemas. Los escribí andando por las calles y en los cafés, en este cuarto y en una plaza bajo la lluvia. Es preciso decir que, siendo lo único que me interesaba, los poemas de algún modo no me interesaban. Me hallaba absorbido por el estado que de improviso se había adueñado de mí: mi relación habitual con la realidad se había trastornado debido a que cada fragmento de la realidad cobraba ahora un valor absoluto. Un objeto cualquiera, una frase oída al pasar, un rostro desconocido, se expandían en forma infinita, provocaban en mí tensiones sucesivas y sin precedentes que se resolvían en seguida en poemas. Diríase que había tomado una droga, con la diferencia de que no había tomado droga alguna. ¿Debo hacer notar que todo ello constituía una experiencia angustiosa? El corazón no bastaba para beber lo que se le ofrecía. Pero acaso era peor el sufrimiento de los intervalos en que la tensión amenguaba: me sentía abandonado por algo precioso, insustituible. Al cabo de ocho días el proceso tocó a su fin. Como vestigios —pálidos vestigios— quedaban alrededor de sesenta poemas cuya versión definitiva difiere de la inicial sólo en contadísimas palabras. A tal experiencia no deseo aplicarle nombre alguno. Sé que si alguien me la narrase de un tercero, me infundiría la mayor desconfianza. Ocurre empero que, en este caso, me corresponde más narrar que desconfiar. Quiero asimismo que conste que todo comenzó en el cielo más despejado que haya conocido en mi vida, en un momento en que me sentía libre de problemas particulares y, por así decirlo, feliz. Para quien, como yo, no está habituado a escribir al correr de la pluma, para quien cree fundamentalmente en el trabajo lento y sistemático, esta violenta irrupción constituyó por lo menos una singular enseñanza. Y el estupor causado por dicha enseñanza es lo que me decide a publicar estos poemas en cierto modo como si fueran de otro.

I

Una noche mordí
aquella pepita,
el inconfundible
gusto de mí mismo.
Desde entonces huyo.
¿Qué es ese temblor
hacia el que corro,
ese viento del que no sé
si es el ser o el no ser?
Cuando me vuelvo
lamen mi cara
las llamas
de la ciudad incendiada.

VI

Si acabas de nacer,
escoge sin tardanza
tu cántaro.
Agua de la fuente
que mana para todos
hay en el que te corresponde.
El otro cántaro es idéntico,
pero está henchido de veneno.
Escoge: rápido.
Después acierta
o equivócate.
Será en vano.
Eres libre
en el instante eterno.

IX

¿Quién soy
en este cuarto
silencioso y solitario,
quién es el que se queja
mientras yo permanezco
callado, quién
se agita, se estremece,
como si quisiese nacer en mí,
en mi alma,
para cambiarme en monstruo
o en ángel,
feto de fuego
de mi víctima
o mi verdugo?

X

Y esas caras que veo
en los sueños,
la iguana del tiempo
que baila erguida
al claro de la luna,
las voces que susurran
al oído del hombre
tendido
en su estrecha cama:
mientras sea de día
haremos lo que debamos hacer
y mientras tengamos fuerzas
no cederemos ante el mal...
Mis magias. Mis magias.

Héctor A. Murena
De: H. A. Murena. El escándalo y el fuego. Buenos Aires: Sudamericana, 1959



Tiembla

Tiembla
cuando no te odien,
cuando la puerta del salón
se abra para ti
demasiado pronto.
Esa mano
que te acaricia
es la de tu enemigo
y la enorme boca del mundo
que te besa
ya te ha devorado.
¿Acaso no has venido
tú también a traer
el escándalo y el fuego?

Héctor A. Murena











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