Bajo la morera

Ancianos al ritmo de la regeneración del cuerpo. El crepúsculo
cae sobre la silla y, como un bastón, se desliza hacia el pasto tupido.
Cada árbol linda con la quietud.
La oscuridad entrena la inteligencia de la carne.
Un ego fortuito libera pesimismos variados,
haciendo que el orgullo se vuelva necedad.
Como una bolsa de plástico a la deriva,
el ambiente poco a poco me va asimilando.
Pero los mosquitos —enemigos de la sangre,
sombras de la vida— corrigen mis alucinaciones.
Aun así, no tengo por qué desconfiar de la agonía del otoño.
Cada una de las hojas espera que la escarcha la arranque del árbol.
El destino se instala en medio de las hojas caídas, enrolladas.
Una vez consumada, la reticencia se dispersa paulatinamente.

Hu Sang



La orilla opuesta

Un árbol. Se agita a través de la corriente.
Varios más, doblegados en silencio.
Solo el viento se mantiene en su propia circunstancia
y estipula la velocidad del tiempo.
Entonces, la mirada que sondea la lejanía es un teclado
destruido por un relámpago. La vista abre una ventana.
El semblante bajo el árbol me invita a sentarme
y empieza a depurar el alimento basto en mis ojos.
Llega el verano, vacío como el transporte público
antes del amanecer; la oscuridad descarga la estupidez.
Entre un silencio y el otro, murmura la corriente,
así fue como encontré los límites de mi destino.
El que lee el poema siempre malentiende al que lo escribe;
cada uno, en su propia oscuridad, a tientas busca el interruptor del mundo.

Hu Sang











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