Canto de amor mudo

El viento se abría paso entre las columnas que se elevaban de las furiosas aguas de Noryang. El mar se cubrió de enemigos, cuyas naves, en grupos
y enarbolando banderas negras, llegaban del oeste, desde más allá de la línea
del horizonte. Resultaba imposible estimar el número de barcos, ocultos tras
una cortina de agua. Eran los ocupantes de la base de Suncheon, que, provenientes de la bahía de Kwangyang, se dirigían a aguas de Noryang. A golpe
de trompeta ordené a mis naves retroceder.
Al sur, por encima del horizonte, aparecieron incontables banderas rojas.
De los barcos, ocultos por el agua, sólo se divisaban las banderas ondeando
en el cielo. Eran las tropas de refuerzo del ejército de tierra, que habían
partido después de permanecer largo tiempo en Namhe. Enemigos lejanos,
hasta entonces inalcanzables. Siguiendo los recovecos de la costa, las banderas rojas, sobre las que caían los rayos del sol, se aproximaban a Noryang.
Volví a tocar para hacer retroceder a mi flota.
Entre las banderas negras y las rojas, apareció un tercer ejército de banderas blancas, alineadas en formación de ataque. Eran los enemigos de Suncheon, que, en plena travesía de retirada hacia el este, habían dado la vuelta
de regreso a Noryang, arrastrando con ellos a todas las fuerzas de la costa
de Kyeongsang. Los deshilachados estandartes, en los que aún se distinguía
la inscripción nam mu mio ho te ke kyo, se desplegaban en su línea de vanguardia.
El instinto asesino del enemigo brillaba con luz propia. En alta mar, los
enemigos de varias direcciones habían reunido sus fuerzas, reorganizándose
en un enorme semicírculo. Tantos se habían reunido, que la línea del horizonte quedaba oculta tras sus naves. Su semicírculo se empezó a acercar
como una red del tamaño de todo el mar. Bajo el sol de la mañana, ondeaban miles de banderas enemigas. El semicírculo se seguía acercando. Tenía ante
mis ojos a la totalidad de los enemigos. Además de la Marina, en aquellos
barcos iban todos sus efectivos de tierra, que habían llegado a Noryang desde sus rutas de la retirada. Se acercaban oscilando como el agua, cuyas columnas blancas se rompían en sus proas.
En aquel momento, el enemigo me transmitió una sensación de solidez
y resistencia; un instante después sentí que era yo quien tenía que ser resistente, apareciendo el enemigo como algo misterioso. Misterioso, ésa es la
palabra. Arrodillándome sobre la cubierta de mi barco, dirigí una plegaria.
Sin saber hacia dónde ni cómo, estaba rogando algo. Súbitamente, el mar se
sumió en la calma.
Había llegado el momento de desear la muerte; pero, antes, tenía una deuda
que saldar con mi enemigo.
Mi flota retrocedía; los enemigos se aproximaban. En mi retroceso, pasábamos por las islas donde esperaban nuestros barcos en emboscada. Seguí retrocediendo en dirección a un estrechamiento de las aguas. A medida
que el sol se elevaba, el viento, que soplaba a favor del enemigo, aumentaba
su empuje. A la entrada de un laberinto de innumerables islas y canales, el
semicírculo enemigo se empezó a deshacer por el frente y acabó formando
cinco columnas. El núcleo se había estirado y uno de sus extremos quedaba
demasiado lejos para lanzar sobre él un ataque penetrante. No pudiendo
abarcar toda la longitud de sus filas, la única opción era intentar cortarlas en
grupos más pequeños.
Lanzamos flechas encendidas al aire. Los remeros jefes empezaron a hacer sonar los tambores. Las señales transmitidas por las flechas pasaban de
barco a barco, elevándose al mismo tiempo desde todos ellos. De detrás de
las islas, y siguiendo sus recovecos, salieron nuestras naves emboscadas y
empezaron a atacar las columnas enemigas para fragmentarlas. Rotas sus
líneas, las naves enemigas se sumieron en la confusión. Hice girar la proa
de mi barco hacia el enemigo y, avanzando con el grueso de nuestra flota,
lanzamos un ataque masivo contra su línea más adelantada.
La distancia entre el enemigo y nosotros era peligrosamente corta. Desde
nuestros barcos llegábamos a ver sus caras. Los soldados de las naves emboscadas comenzaron a lanzar paja a las naves enemigas, cayendo en cada
una de ellas varias decenas de haces. Algunos de los soldados, alcanzados
por el fuego enemigo, cayeron al mar de cabeza. Nuestros tiradores, a su vez,
abrieron fuego contra los soldados enemigos cuando éstos se deshacían de
los haces de paja arrojándolos por la borda.
Los enemigos abrieron fuego contra los soldados que, desde nuestros barcos, lanzaban paja a los suyos. Nuestros tiradores, a su vez, dirigieron sus
flechas a los soldados enemigos que limpiaban sus cubiertas de paja arrojando los haces por la borda. Varios hombres de uno y otro lado, alcanzados por
el fuego, cayeron por la borda dando vueltas en el aire.
Una vez acumulada la paja en los buques enemigos, nuestros tiradores
hicieron de ella el blanco de sus flechas incendiarias. El viento soplaba a mi
favor. Los soldados enemigos de tierra, desarmados, eran una mera carga en
sus barcos.
De las naves en llamas cayeron al agua innumerables hombres.
La línea de frente de la fuerza enemiga principal empezó a cambiar de dirección. Invirtiendo la ruta, se encaminaba a mar abierto. Coincidiendo con el
viraje, todas las naves enemigas quedaron desguarnecidas por el flanco de
estribor, momento que aprovechamos para concentrar nuestro fuego sobre
ellas. Varios barcos, con el casco agujereado, empezaron a zozobrar y fueron engullidos por las aguas. Nuestros tiradores, que se habían colocado en
hileras siguiendo la borda, sufrieron varias bajas. Los soldados de reserva
ocuparon las posiciones vacías.
Empezó a oscurecer. Los barcos enemigos que consiguieron superar los estrechos canales de entre las islas se volvieron a encontrar en mar abierto.
El enemigo evitaba el combate a corta distancia. Concentraron su fuego
en ráfagas en busca de algún resquicio en nuestro cerco que les permitiera
abandonar Noryang. Adelantaron varias decenas de barcos hacia mi flota
para distraer nuestro fuego y, a la vez, sacar la fuerza principal por un lado.
Desde el principio había sido manifiesta su intención de sacrificar a parte de
sus hombres para facilitar la retirada de la fuerza principal.
Retiré mi flota y la coloqué en la ruta de retirada de la fuerza principal.
A media noche, la batalla se dio un respiro. Las olas iban creciendo; la luna
brillaba por su ausencia. Los barcos no se podían mover. Desde nuestras posiciones, teníamos al enemigo rodeado. Establecimos centros de maniobra
en puertos e islas cercanos y pasamos la noche en el mar. De madrugada,
repartimos arroz entre los soldados. Parte de los remeros, con las tripas revueltas, cayeron en la cubierta y empezaron a vomitar. Tampoco el enemigo
se movió aquella noche.
De nuevo aclaró el día. Las aguas se habían apaciguado. Estrechamos el
cerco en torno al enemigo, cuyas naves habían deshecho sus filas y se dispersaban sin orden ni concierto. Parecía que intentarían una retirada individual. Sus banderas se entremezclaban caóticamente. Los barcos enemigos,
diseminados a lo largo y ancho de toda la extensión de mar que abarcaba
nuestro cerco, empezaron a buscar puntos de debilidad en los que perforar nuestra red. Las aproximaciones de sus naves provocaron disturbios en
nuestras filas, que se movilizaron para el combate, situación que las naves
enemigas aprovecharon para abrir huecos por los cuales escapar de una en
una.
Sus ataques era descoordinados. Entre mis barcos no funcionaba la comunicación mediante banderas. Al no poder abarcar bajo mi control al total
de la flota, delegué las funciones de mando en los jefes de unidad. Desde
entonces, yo me ocupé sólo de la unidad central de nuestra flota, a la que
hice avanzar hacia el punto más adelantado de la línea enemiga de avance.
La batalla se sumergió en un caos de fuerzas dispersas y líneas disueltas.
Perdido el control sobre barcos y maniobras, me abalanzaba, uno por
uno, sobre cada buque enemigo que se me acercaba. Todas nuestras naves
estaban en la trayectoria del fuego enemigo, pudiendo llegar éste por cualquier ángulo, y lo mismo sucedía con los enemigos que se movían por el
horizonte. Fue un día interminable. El tiempo parecía haberse detenido. El
mar se cubría de despojos. Envuelto por el humo de la pólvora y de la paja
quemada, aquel combate se confundía en mi mente con otros, pasados y
remotos, volviéndose tan vago como ellos.
Haciendo acopio de sus últimas fuerzas, los buques enemigos incendiados lanzaban ataques suicidas contra la proa de mi buque. Los impactos
terminaban de destruirlos. Varios cadáveres enemigos quedaron entre los
remos y fueron despedazados con su movimiento. Aún sufriría el ataque de
un barco más, que, envuelto en llamas y abriéndose paso entre los cuerpos
que flotaban en el agua, se abalanzó sobre mi buque y quedó destrozado por
la colisión. Los enemigos llegaban de todas direcciones.
Volvió a caer la noche. Los últimos rayos de sol hacían brillar las lejanas
islas del poniente; las luces del ocaso coloreaban el humo de la pólvora. El
viento dormía. Los remeros acumulaban tres noches sin dormir y estaban al
límite de sus fuerzas. Unas cien naves enemigas escaparon hacia el puerto de
Kwaneum, desde donde no tendrían vía de escape posible. Probablemente
equivocaron la ruta.
Al frente de la unidad central de nuestra flota, me dirigí a Kwaneum para
bloquear la entrada y luego atacar a los enemigos que se habían adentrado
en el puerto. Se acercaron a mi buque dos naves enemigas, una de frente y
otra por la retaguardia. El jefe de la unidad central, cuyo barco estaba por
detrás de mí, se adelantó para bloquear el paso a los enemigos que atacaban
de frente. Desde el puesto de mando, le grité:
—¡Kwaneum está en peligro! ¡Debemos ir a Kwaneum!
Los enemigos, parapetados en hilera en la regala de su barco, descargaron sobre mí una lluvia de balas.
De repente, sentí algo pesado en el lado izquierdo del pecho y me desplomé
sobre el suelo del puesto de mando. El oficial Son Hwerib me cubrió la delantera con su escudo y me trasladó al interior del camarote. El dolor, como
si llevara tiempo viviendo dentro de mí, se me extendía por todo el cuerpo.
Sentí que la muerte se me acercaba, lenta pero segura, como un sueño.
—La batalla está en su momento álgido. No digas que he muerto.
Entre lágrimas. Son Hwerib me quitó la armadura.
—Señor, la bala no ha entrado demasiado.
Yo lo sé bien; sí había entrado demasiado. Había entrado más que la del
29, y esta vez se había instalado justo donde debía. Despojado de mi armadura por primera vez en mucho tiempo, mi cuerpo sintió un frescor que hizo
brotar lágrimas de mis ojos. Los miembros se alejaban de mi corazón; mi
cuerpo se volvía algo difuso, se alejaba, escapaba a mi control...
—Los tambores... que sigan... sonando. Tenemos que llegar... a Kwaneum...
Son Hwerib, secándose las lágrimas con la manga de la armadura, hizo
sonar un tambor.
La caótica batalla continuaba mientras, detrás de su escenario, sobre algún punto remoto perdido en la inmensidad del mar, la oscuridad se filtraba
entre las luces del ocaso. De las aguas surgían, aquí y allá, las llamas que
consumían las naves enemigas. Mi espalda sintió el balanceo del barco. Los
remeros propulsaban la nave rumbo a Kwaneum.
Más allá del muelle se divisaban varias naves enemigas que, huyendo del
lugar de la batalla, habían llegado a aguas lejanas. Tras las batallas, los remolinos del interludio entre flujo y reflujo atraían los cuerpo flotantes, absorbiéndolos hacia las profundidades.
Fragmentos flotantes de los barcos destruidos chocaban contra el casco
de mi buque. Se apoderó de mí una profunda somnolencia.
Quería pedir que echaran mi cadáver a aquel mar de los despojos, pero
mi boca, pesada por el sueño, no se abría. Aquella muerte natural me hizo
sentir un gran alivio. El viento llegaba impregnado de un olor a pólvora quemada. Vencido por aquel sueño irresistible, recordé el olor a leche del pequeño Myon, el de la neblina en las madrugadas a los pies del monte Bekdu,
en la región de Hamkyeong, el del cuerpo sin vida de Ieojin. En la distancia,
creí oír el carraspeo enfermizo del rey. Los olores se mezclaron con el humo
de la pólvora y se alejaron . Parecía que la flota ya había entrado en el puerto
de Kwaneum. Me pregunté si aquel puerto de Kwaneum no sería en realidad el puerto de Bosal.1
 El barco se balanceaba, mecido por la furia de las olas.
Más allá del muelle, el combate entró en su fase decisiva. De pronto, todo el
fragor de la batalla se transformó en una inesperada calma.
El fin del mundo... así... tan ligero... tan sosegado... dejando en este mundo a... los enemigos a los que no alcanza la espada... yo primero... el ocaso de
Kwaneum... hacia los enemigos...

Una vuelta de la espada
Tiñe de rojo montañas y ríos.

1 Bosal (en chino Pusa): equivalente coreano de Bodhisattva, término sánscrito que hace referencia, en el budismo, a aquel que, encontrándose aún en busca de la iluminación, es capaz de ayudar a otros seres gracias a su elevada virtud y sabiduría.

Kim Hoon
De la novela El canto de la espada (Trotta, Madrid, 2005).











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