"Cuando cumplí doce años, ya no necesité crecer más."

Eun Hee-kyung
El regalo del ave



Cuando yo era pequeño, escuché la historia de un niño al que cada
vez que decía una mentira le crecía la nariz. Aunque nunca creí que fuera
verdad, después de aquel cuento ya nunca pude decir una mentira. Hoy
empiezo a hacerme preguntas. ¿Qué hubiera pasado si la historia tratara
de un niño que volaba cada vez que decía una mentira? ¿Sería hoy un
mejor mentiroso? ¿No llevaría una existencia más liviana? Y todo hay que
decirlo: con tanto volar, podría haber visto mucho más mundo.
Es posible que alguien ya haya escrito ese cuento. Hay un sinnúmero
de historias en este mundo, y nadie puede leerlas todas. De cualquier manera, yo había llegado a cumplir mis treinta y ocho sin conocer muchas de
esas historias que se cuentan por el orbe.
No hice nada especial para celebrar mi cumpleaños. Estuve sentado
durante horas en una solitaria casa de té. Había llenado mi taza de manzanilla con agua caliente unas cinco o seis veces. Me hundí profundamente
en el sofá y no me moví más que para ir al baño. El libro se quedó sobre la
mesa donde lo abrí cuando llegué a tomar asiento. No esperaba a ninguna
persona, no tenía nada que hacer. Sobre todo, sentía el consuelo de saber
que no había nadie en el mundo que estuviera pensando en mí.
La última vez que fui a casa, mi padre había hecho un gran esfuerzo
por saludarme con calidez. Ya no insistía en que encontrara otro camino en la vida antes de que fuera demasiado tarde. Después de recibirme
con honores por excelencia académica y asistencia perfecta, hasta el momento en que fui admitido en una universidad prestigiosa, todo fueron
alabanzas de su parte. Como resultado, estudiar era lo único que yo sabía
hacer. Por lo tanto, si fracasaba en los estudios, todo estaría perdido para
mí. Mi padre parecía haber aceptado más o menos esta realidad.
No era la culpa de nadie. Pero es verdad que algo se torció en algún
momento. S. se solía frustrar conmigo por lo poco que yo sabía de la vida.
Eun Hee-kyung
El descubrimiento de la soledad
(fragmento) ¿Era ésta la vida de la que ella estaba hablando?
Regresé a la residencia de estudiantes unos días después, pero no tomé
mi asiento en el escritorio. Cuando me sorprendí a mí mismo abriendo
el celular, por pura inercia, cancelé el servicio. Desde que S. me dejó, ya
casi no sonaba, y la única razón por la cual todavía lo conservaba era para
decirle a mi padre que estaba en la residencia cuando me preguntara dónde estaba. Incluso cuando estaba fuera, solía correr a la habitación sólo
para poder darle esa respuesta. La idea de mentir nunca se me hubiera
ocurrido.
El interior de la casa de té era tranquilo y acogedor. El sol de febrero
entraba oblicuo hasta iluminar el suelo de madera, y la sombra de las
persianas dibujaban delgados trazos de luz en las tablas. Yo era el único
cliente. Tras la máquina de café de la barra, dos empleadas de medio tiempo en delantales verdes susurraban de vez en cuando. Una canción que
sonaba extrañamente familiar llegó a mis oídos. Hacía mucho tiempo que
no escuchaba música. No one remembers your name. When you´re strange, when you are strange... La voz, salida de un sueño, repetía las mismas
palabras y cosquilleaba mis oídos como si alguien me estuviera llamando
desde la distancia. Me dejaba acariciar por la indiferente luz del sol de la
tarde, y terminé durmiéndome.
Un pequeño timbre que sonaba cada vez que alguien abría la puerta
me despertó. Pude ver por el rabillo del ojo a un hombre alto con un
abrigo negro que acababa de entrar. El hombre caminaba lentamente hacia donde yo estaba sentado. Este acercamiento parecía natural, como si
hubiéramos quedado en vernos aquí. Pero yo no tenía ni idea de quién era
este hombre.
Estaba delante de mí antes de que pudiera darme cuenta.
—Eres K., ¿verdad?
Asentí, porque efectivamente yo era K. El hombre dijo gracias y se sentó frente a mí. Por su forma de moverse, era como si me hubiera preguntado si se podía sentar conmigo —y como si yo le hubiese respondido que
sí. Con la mirada vacía, vi que el hombre sacaba un cigarro de su bolsillo y
lo encendía. Después de una jalada profunda, de pronto empezó a hablar
de la persona que yo había sido quince años atrás.
—Entre los siete muchachos, K. era definitivamente el huésped modelo. Sus uñas, pelo y pies siempre estaban limpios. Nunca pagaba tarde la
renta. Por supuesto, cada semestre le daban una beca.
K. nunca se iba de borrachera, ni jugaba largas sesiones nocturnas de
hwatu1
, y jamás traía mujeres a pasar la noche. Se aseguraba de lavar su ropa todos los domingos, de tal manera que siempre tenía ropa interior y
calcetines limpios en sus cajones, y la suya era la única recámara de toda
la casa de estudiantes que no era necesario limpiar a toda prisa cuando los
padres llegaban a visitar sorpresivamente. Más aún, pasaba casi todo el
tiempo en su escritorio. Como muestra de su confianza en K., la patrona
le obsequiaba con platillos especiales de vez en cuando, pero invariablemente K. compartía este honor con sus compañeros. Cualquiera podía
darse cuenta con sólo verlo de que era un joven sano, bien educado y con
un futuro brillante por delante.
Hasta que me encontré con este hombre, no había regresado a aquella
etapa de mi vida, y la verdad es que casi no recordaba nada. Pero cuanto
más hablaba el hombre, más me daba cuenta de que el K. de esa historia era
yo. Y seguía viviendo la misma vida sin cambios, hasta el hastío; la única
diferencia es que la pensión de antaño se había convertido en una residencia de estudiantes de postgrado, y la fe que mi madre tenía en mí se había
transformado en disgusto, un sentimiento que toda mi familia compartía.
De pronto me sorprendió la voz de una mujer llamando la atención
de la mesera desde su mesa cercana a la entrada. Debió de haber llegado cuando yo dormía. ¿Por qué no había sonado el timbre de la puerta
cuando entró ella? La mujer, con el ceño fruncido, tenía la mano sobre
los ojos como una sombrilla para protegerse del sol. Se escucharon los
pasos de una de las meseras de delantal verde, que cerró rápidamente las
persianas. Las líneas de luz que habían iluminado el suelo desaparecieron
al instante. El alto contraste de sombras en el rostro del hombre también
se desvaneció, y se hizo más dif ícil aún discernir sus gestos.
El hombre se inclinó hacia mí y habló en voz queda, como si fuera un
ladrón de bancos que acabara de salir de prisión, indagando qué fue de
sus cómplices.
—Me pregunto si todavía sigues con tu investigación.
Le miré confundido, y con un gesto de pequeña decepción, me lo recordó.
—Tu investigación sobre cómo hacerse más ligero.
El hombre continuó.
—Todos pensábamos que K. lo lograría. Era distinto a los demás.
Según este hombre, la pensión de estudiantes era un edificio de dos
pisos, al estilo occidental, con seis habitaciones en total. En el primer piso
había dos habitaciones dobles para huéspedes, además de la recámara de
la patrona. Una de las habitaciones la compartían dos hermanos de la facultad de Medicina, muy cercanos. La otra la ocupaban un estudiante de
Derecho que siempre se andaba quejando, y uno de Administración, que
sólo tenía un traje para cada estación. Las tres habitaciones del piso de
arriba eran sencillas. Estaba el hijo único de una familia rica, que era bastante bueno tocando la guitarra y estudiaba Letras Inglesas. Estaba también el estudiante de Ingeniería, apuesto, que casi no paraba en la pensión
porque salía mucho por la noche. Y luego estaba K. Con la excepción
del hermano mayor que estudiaba Medicina, todos los demás huéspedes
habían entrado a la universidad en el mismo año. Todos pegaban carteles
parecidos en sus puertas idénticas, carteles que decían «silencio» o «por
favor llama antes de entrar». La puerta de K. era la segunda al final de las
escaleras, con un cartel en el que decía «PUERTAS».
La pensión se encontraba en un barrio sobre una colina, con la montaña detrás. Siempre hacía viento. Los estudiantes bautizaron a la montaña
detrás de la casa con el nombre de Montaña Ventosa. Cuando divisaban
una pareja de amantes caminando hacia la Montaña Ventosa, les chiflaban y les gritaban groserías. K. no participaba en estas travesuras, pero
le gustaba mirar por la ventana. Cuando algún estudiante regresaba a la
pensión tarde por la noche y miraba el edificio a través de las ráfagas de
viento, podía ver la silueta de K. en su ventana iluminada. Y cuando le
saludaban agitando el brazo, solía pasar un buen rato hasta que la silueta
respondía levantando suavemente la mano. Se notaba que estaba inmerso
en sus pensamientos, añadió el hombre. K. siempre había estado al tanto
de todo lo que sucedía en la pensión.
Por mucho que lo intentara, ya no conseguí reconocerme en el K. que
este hombre estaba describiendo. El hábito de mirar por la ventana no
había cambiado. Todavía tenía yo esa costumbre de asomarme por las
noches, y al igual que por aquel entonces, siempre había algo oscuro bloqueando mi vista. Pero lo hacía porque me cansaba de mirar libros, y no
porque estuviera inmerso en ningún profundo pensamiento para buscar
formas de hacerse más ligero. Más aún, no era nada característico en mí,
que nunca me interesaron las vidas de los otros, pararme en la ventana
para ver a qué horas llegaban a casa los otros estudiantes. Perdí el interés
en la historia que me estaba contando el hombre, porque cada vez era más
difícil creerla.
—Cuando el viento soplaba muy fuerte, se escuchaba lo que parecían
ser gritos de animales salvajes que llegaban de la Montaña Ventosa. Todos
pensábamos que K. estaba haciendo sus experimentos para hacerse ligero.
Un recuerdo placentero debió de pasarle por la mente, porque las comisuras de su boca dibujaron una sonrisa.
—Recuerdo el día en el que fuimos a aquella isla. Ese día hacía frío
pero afortunadamente el río aún no se había congelado, así que pudimos llegar en un bote. Me acuerdo que había un templo en medio de la isla...
Dijo que no podía recordar el nombre de la isla, moviendo su cabeza
en un gesto de fastidio.
—Pensamos que esa noche K. nos mostraría los resultados de su investigación. Es más, cuando ocurrió el accidente y el bote se volcó, pensamos
que K. nunca se hundiría en el agua. Me acuerdo de que nos secamos en
aquella minbak2
 cerca del templo. Incluso recuerdo cómo entramos en la
sala principal del templo y nos acostamos en una fila ordenada. Aquellos
fueron momentos felices e inolvidables, ¿no crees?
—Parece que los estudiantes de la casa se llevaban muy bien.
—Todos querían mucho a K.
El hombre asintió unas cuantas veces, y me dirigió una mirada directa,
como indicando que ahora era mi turno de hablar.
—Y entonces, ¿cómo van las cosas hoy en día, K.?
No sé por qué, pero pensé en decirle que estaba a punto de tirar todos esos libros aburridos y quemar mi dormitorio. Una vez lo consideré
seriamente. No quemar la habitación, sino decir una mentira. Aquel día,
S. no estaba irritable como de costumbre, ni me había lanzado sus habituales ataques. Estaba tranquila, contenida, como si hubiera desistido de
toda esperanza o interés en mí. Tomar la decisión fue difícil, pero llevarla
a cabo no. ¿En qué estábamos pensando, dejando que esta situación se
alargara durante diez años? Para cuando llegamos a la parada de autobús,
su estado de ánimo ya era burlón. Así que me vas a dejar ir como si nada.
Sabía que eras así. Nunca vas a cambiar, así que si me quedo o me voy es
completamente mi propia decisión, ¿verdad? Bien, tienes razón. Por supuesto que no me puedes prometer nada. Porque ¿cuándo no has tenido
tú la razón? Adiós. Durante el viaje en autobús de regreso, pensé mucho
en lo que ella había querido de mí. Por primera vez se me ocurrió que
quizás le hubiera gustado que yo hubiese mentido por ella.
Miré directamente a los ojos del hombre y le contesté.
—He estado fuera todo este tiempo. Siento que llevo una vida muy
ajetreada. Estoy tratando de buscar un nuevo rumbo.
—Ya veo.
—Tal vez me vaya a vivir al campo, donde es más tranquilo.
—¿De veras?
El hombre bajó su mirada, inmerso en sus pensamientos, y se quedó en
silencio durante un rato. Después volvió a hablar.
—¿De casualidad te acuerdas de J.?
Sólo cuando el hombre mencionó que J. era el hijo único de la patrona,
me vino a la mente la imagen de un niño de secundaria, corto de estatura.
Era un niño terriblemente silencioso. El hombre dijo que todavía mantenía contacto con J., y que incluso le había visto hace poco. Aunque ya era
un adulto, J. todavía tenía la altura de un niño de secundaria, pero definitivamente podía beber licor como un hombre.
—J. está buscando a alguien para cuidar su hotel.
—¿El hotel?
—¿No recuerdas? La patrona dejó nuestra querida pensión de estudiantes para abrir su hotel. Por eso tuvimos que salir de allí y buscarnos la
vida cada uno por su lado.
La frente del hombre se arrugó sutilmente cuando dijo «querida».
Después de cerrar la pensión, la patrona había pasado varios años operando un pequeño hotel al fondo de un callejón en un barrio de universitarios. Justo cuando J. iba a cumplir veinte años, se fueron de nuevo, esta vez
a un nuevo hotel en W. Les iba bien, justo como para vivir modestamente.
Ella se murió a finales del año pasado, dos meses después de haber sido
diagnosticada con cáncer de garganta. La posada había estado cerrada desde el funeral, y J. no tenía ningún deseo de abrirla. Si dejaba el lugar vacío,
su precio bajaría considerablemente, así que estaba buscando a alguien
para que se ocupara de la pensión provisionalmente, en lo que él figuraba
qué rumbo tomar. Pero estaba preocupado porque aún no había encontrado a la persona adecuada. El hombre sacó lentamente un cuaderno y una
pluma del interior de su abrigo negro y me pidió mi dirección. El cuaderno
parecía nuevo, no tenía nada escrito dentro. La pluma también parecía
nueva. Su caligrafía era infantil, tosca, como la de una anciana que acabara
de salir del analfabetismo. Me di cuenta de que yo no había recordado aún
quién de los seis inquilinos había sido este hombre. Mi pregunta le pareció
divertida, y envolviéndose en su abrigo negro, sonrió burlón.
—Quién sino el estudiante de Administración que sólo tenía un traje
para cada estación. ¿No era así como K. se solía referir a mí?
Se despidió, y sin más preámbulos se levantó de su silla e inmediatamente caminó hacia la puerta. Se fue sin vacilar. La cola de su abrigo
negro desapareció de mi vista. Levanté mi taza de té y la atraje lentamente
hacia mis labios. Estaba totalmente fría, con una sola gota de líquido estancada en el fondo. Al inclinar la taza, la gota descendió un poco, pero
se paró a la mitad del camino. Después de que se fuera el hombre, todavía
me quedé en la casa de té durante un buen rato. Cuando finalmente pagué
mi cuenta y salí al exterior, mi cuerpo se sentía extrañamente ligero

1 Juego de cartas.
2 Bed & Breakfast coreano, por lo general en islas y zonas rurales.

Eun Hee-kyung
El descubrimiento de la soledad


-Mamá, ¿echas de menos a papá?

-No sé, todavía no me lo puedo creer que tu padre ya no esté con nosotros.

-Piensa solo en sus mayores defectos. De hecho, se portó mal en más de una ocasión, ¿no? Acuérdate de sus líos de faldas.

-No hables así, era tu padre. ¿Cómo líos de faldas? Ya te dije que en aquella época eso era de lo más común.

-Me quedaré unos días más. Ya que estoy aquí, aprovecharé el tiempo para estar contigo. ¡Así hablamos mal de papá!

-¡Ay, no! No quiero hablar mal de él...

Las dos volvieron la cabeza al mismo tiempo para mirar la foto del difunto. Entonces madre e hija sumergieron la tristeza que sentían en lo más hondo de sus ojos y solo dejaron que una firme serenidad aflorarse en sus pupilas, al igual que habían hecho siempre con sus penas.

Eun Hee-kyung




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