“Cuando escribo estoy pensando sobre la página. Si algo me ha impulsado a escribir, ese algo me obsesiona hasta el punto que me es difícil pensar en otra cosa.
Ponerlo por escrito me ayuda a organizar lo que pienso, a saber qué me mueve, qué me conmueve, qué me hace cambiar de vida, incluso. Escribir es aprender a ver, un ejercicio de expresión y comunicación. Me apasiono por las cosas y escribir me ayuda a explorar esa pasión. Quiero que el lector sea partícipe de una experiencia conjunta y que reaccione a lo que lee. Que su respuesta no sea cerrar el libro y volver a realidad, sin más, que no sea como apagar la tele y la luz e irse a dormir. Quiero que ese lector se quede un rato despierto, pensando en las personas y los actos que son y han sido importantes en su vida, al menos ese instante, como esa mujer en la estación de tren, el olor de la carta que un amigo ha enviado desde el extranjero. Creo que podemos aprender de y en esas experiencias. Un poema nos enseña a fijarnos en los pequeños detalles, a comprenderlos en su totalidad y a valorar lo que aportan a nuestra vida. No creo que sea pedir demasiado. Es lo menos que yo le pido a un poema. Es lo mínimo que mis poemas deberían hacer por sus lectores.”

Curtis Bauer


Dibujo del silencio de una mujer

Dos noches después de que dejara de hablar
mi mujer tararea tres compases mientras duerme

como si tuviera treinta años más,
sola y lavando la ropa afuera,

no como una especie de castigo
o como marca de su dinastía de pobreza

incluso antes de las guerras en su país,
y aunque el hambre era como un trapo

que todos vestían en esa ciudad, la música
no era un ítem que pudiera ser confiscado,

quitado por los fascistas o las monjas
o las familias ricas que siempre

parecían estar del lado correcto. Esta noche
siete días antes de que volviera a hablar

la calle en la que estará caminando en
su sueño es tranquila y se inclina con facilidad

hacia las montañas con vista al mar.
Nada de ella dentro de esta oscura habitación

indica que yo estoy allí con ella parado
al borde confundido por el viento y la presencia

de ella o de que alguna vez yo haya nacido
o de que ella haya aprendido a hablar

mi lengua y yo la suya. Esta noche
ninguno puede descifrar la lengua del otro.

Nuestros antepasados hablan por nosotros-
alguna oficina de aduana en la frontera

cuyo su suelo se ha ensuciado de papeles
con nuestros impronunciables nombres.

Curtis Bauer


Otra mujer que amé

Esto fue amargo—la lluvia cayendo sobre nosotros,
dos madrugadores, haciendo fila afuera
de la National Portrait Gallery. Como
inundados; como en una película (¿Por qué querrías vivir allí?
preguntó mi hermano. Llueve siempre) y
como en las películas, yo tenía paraguas
y ella no, ella era linda, y yo no,
ella quería practicar su inglés que era perfecto,
comprendía su cuerpo con exactitud, y yo no.
Hice un gesto, extendí el paraguas hacia ella
y ella me tomó del brazo, esperamos juntos,
sin hablar del tiempo o de que ambos
éramos extranjeros,  sino de los olores familiares de nuestro
hogar que extrañábamos y que finalmente encontramos
aquí, o del té amargo al que no lográbamos acostumbrarnos.
Tal vez reímos y sentí su cuerpo aun más
cerca del mío. He contado esta historia
tantas veces; algunas mujeres permanecen en un hombre;
su belleza, por supuesto, era increíble
y yo no merecía ni estar cerca—su
seguridad—aunque estaba empapada.
Fue su inesperada presencia, mi brazo
era una puerta a la que se aferró y que abrió,
su mano,  la llave que encajaba perfecto ahí;
ahí era un pequeño espacio seco y la charla
que compartimos: no se alejó una vez que
estuvimos adentro sino que me esperó en un banco,
y yo no corrí a través del hall lleno de gente, digamos,
temblando con su perfume impregnado en mi camisa,
el recuerdo de su antebrazo rozando mi cadera,
bamboleándose; pero yo solo había ido allí
a mirar pinturas y escribirle a otra mujer.
Había dejado de quererme y no me
di cuenta. He postergado esto por años, pero ahora me doy
cuenta de que encontré un indicio, o me fue dado esa mañana
y tarde en el centro de Londres. Pasé
otro día con ella, escuché su voz en el teléfono
dos veces y después se fue. Hace veinte años
bebí mi té y me preocupé por ella del otro lado
de la mesa, sosteniendo mi mano y no sabíamos
que estábamos muriendo: nunca volvimos a encontrarnos aunque
planeamos pasar un fin de semana juntos—
pude haber tenido una hija o un hijo que hablara
una lengua que no comprendo, un nieto sonriente,
recién nacido y tierno, que oliera  a leche y a tibieza
en París o Dubrovnik. Algún año que otro pienso
en ella, me pregunto cómo podría encontrarla, si aun
canta o si está viva, y una vez intenté escribirle.
Es todo lo que hice. Jamás compartimos una habitación en Ljubljana,
ni nos encontramos en Venecia, ni nadamos desnudos en el Adriático.
Volví a pensar en ella esta mañana.
Todavía siento el brazo de esa mujer entre mi codo
y mi pecho. Aun confundo a ambos. Esta es otra
mujer que amé, no son tantas, pero
es solo eso, un pequeño dolor, y la idea
de cómo maduró, me endulza. Debe ser el chico que
camina conmigo por ahí y que quiere estar en otro
lado, con alguien que me desee. Le di
la mitad de mí a esa mujer porque estaba en desuso.
Me rompí en dos para evitar caer de un precipicio.
Compré esto con esos ahorros: la pera de Anjou,
una taza de café, esta mesa roja. Felicidad. La seguí
ansioso, feliz. Me gané esta memoria, aunque
pude no haber tenido lo suficiente. Debe parecer tonto.
Su hermoso rostro. Su mano apretada contra la mía.
Treinta y tres gotas de lluvia en su cabello.

Curtis Bauer





















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