En la vereda

Tendrá 15, como máximo 16,
camina apurada, tal vez
rumbo a un trabajo mal pago
y en negro.
Con una mochila más grande
que ella misma.
Pero lo que más impacta
es la impresionante masa
de cabello negro
que se ha acomodado
trabajosamente sobre una mitad
de la cara, que le tapa
un ojo.
El otro mira para no caerse
en un pozo o tropezar
en la vereda mojada
de los baldeos matutinos
por esa ceguera capilar
producto de la búsqueda
excitante, a tientas,
de un look llamativo,
fatal, en las primeras
horas de la mañana.

Seguramente tiene amigos
o amigas o compañeros
y compañeras de trabajo.
Seguramente alguien lanzará
una carcajada al verla
o lanzará una frase fuerte
coreada por risas alrededor:
¡El narcisismo herido!
¡El ego apuñalado!
El enfrentamiento del deseo
de imagen confrontado
con los demás.

En cambio me deleito,
viéndola venir (más bien
baja, pero más bien
por edad escasa
que por estatura biológica)
y cruzándola, en sentir
el impacto primero
(sonrío con toda la boca,
casi río) y después
el remoto recuerdo
de aquel entonces
(¿con qué grueso doblo
el ruedo del vaquero?)
¿me dejo la barba
o me la quito? ¿y el bigote?).
Después pasó el tiempo,
y ahora tranquilo,
cruzo a la muchacha,
la chica, casi la niña,
que se dirige a las guerras
de confrontación con
lo real, social, laboral,
que ve a medias con el ojo
que le deja libre el pelo.

Elvio Eduardo Gandolfo



La prohibición
    
Viene la mujer de Stevenson,
temprano en la mañana, y le dice:
No, y hace una pausa. Stevenson
tiembla: siempre le tiene miedo
a su mujer cuando le dice no, así,
tajante. Es por eso que la ama.
Espera y la mujer sigue hablando:
no podés publicar eso, nos
crucificarían. Stevenson sonríe
como un niño al que retan y sabe
que puede zafar: Lo escribí en un
sueño, dice. Pero al ver las cejas
alzadas de su mujer, aclara apresurado:
Perdón, perdón, lo escribí porque lo
soñé todo: lo que pasa. Pero la mujer
es implacable. Puede ser, dice, pero
ya está: lo quemé, lo destruí.
Stevenson tiembla en una mezcla
de terror, dolor y deleite. No lo dice,
piensa: Era lo mejor que escribí.
Pero ya está bien despierto, metido
en lo real, en el ruido de las calles
de Londres, que suena sofocado por la
niebla, atrás de las ventanas.
No dice nada Stevenson, la mujer se inclina,
lo besa y se va, agradecida por el modo
en que Stevenson acepta su dictamen.
Ese mismo día Stevenson empieza a escribirlo
de nuevo.

Elvio Gandolfo


Las manos bajo el agua

Nunca sabrás por qué
si algún día lograras
ser como Almodóvar
y escribir todo sobre tu madre,
superando la castración
del reto de aquella locutora,
comenzarías con la escena
que insiste en aparecer
una y otra vez.

Fue un día de semana en el viejo
departamento de Oroño
y Seguí. Tu madre
salía, como la heroína
de una película rusa
de los mejores tiempos,
a comprar la leche,
dejando la puerta
cerrada con llave
conmigo y mis hermanos
adentro.

No sé bien como fue:
si lo contó ella
o lo contó a alguien
que después te lo contó
(esas cosas pasan
en las mejores familias
de los barrios retirados).
Pero la imagen quedó:
tu madre, bajo la lluvia,
en un momento extravió algo.
Por lo que después te pasó
tendés a pensar en el dinero,
pero no, era más bien la llave.
Se le cayó la llave de metal,
más bien pequeña,
en medio de la lluvia,
en un barrio con calles de tierra.
Pero no en el barrio mismo
sino un par de cuadras más allá,
sobre el pavimento.
Pero un pavimento sucio,
enkilombado, lleno de basuras
y de barro. La imagen
es la de tu madre
tanteando con las manos
bajo el agua, tratando
de tocar aquella llave
infinitesimal que le devolviera
en aquel día infernal
de lluvia cerrada
el acceso a sus hijos.
Si esto es real, si no
lo inventó el cerebro
después de tantos años,
es un buen principio
para decir todo
sobre tu madre.
Porque el recuerdo
(falso o verdadero)
es puramente cinemático,
desprovisto de todo dramatismo:
la lluvia, una mujer joven agachada
(que es a la vez tu madre)
que palpa con las manos
bajo el agua. Algo
que de una u otra manera
terminó siendo tu concepto
de la realidad personal,
biológica, social, general.
Algo que terminó desarrollando
tu gusto por las tormentas
cuando empiezan y son bravas.
Algo que hizo que no te quebraras
tantos años después
(esto pasó realmente:
podés decirlo hoy)
cuando perdiste la plata
de una cobranza
de la imprenta
en una zona imposible
del Parque Independencia,
todo por subir aquel cordón
con la bicicleta
y cortar camino a través
de ese casi bosque.
Te pasaste horas
tanteando entre hojas
de otoño y pedazos
de hojas de otoño
sumergidas, como si fueran
otros tantos billetes
subacuáticos, sin encontrar nada,
con las manos bajo el agua.
Rastro genético de la imagen:
el mito y la leyenda
de tu madre buscando
su propia pérdida,
la llave, bajo la lluvia.
Un buen modo de empezar
a contar alguna vez
todo sobre tu madre.

Elvio Gandolfo


Otro Bookstore

Inevitablemente cada vez que la ves
pensás, con los labios estirándose
en una sonrisa: qué bueno, está ella.
Y ella mirándote parece pensar
mientras se le estiran los labios
en una sonrisa: bien, vino él.

Después intercambian un par de docenas
de palabras sin que termine de diluirse
nunca la sonrisa. Las manos y los cuerpos
se mueven dentro de un ritmo de algo
que no se sabe qué es.
Mínimamente sé algo de ella:
tiene pareja, o algo así
(nunca averiguaste más).
Seguramente ella sabe: es
un tipo que vive en dos o tres ciudades,
que viaja con frecuencia, que a veces
entra a la librería y sonríe al verla,
justamente a ella, y no otra.

La clave está en seguir
pisando con cuidado la cuerda floja.
Como si, copiando aquel cuento alemán
que leíste hace tanto tiempo, te dijeras o
le dijeras, sin decirlo (contrariamente al cuento,
tan alemán, que desde luego lo decía):
demos lo que diríamos por dicho y conversado,
demos lo que intercambiaríamos por intercambiado,
dediquémosnos a referirnos a algún libro
de poemas, a alguna revista que es difícil
de conseguir, muy de vez en cuando a
alguien que los dos conocemos, pero también
sin extendernos, usando palabras que son
cultivados y antiguos lugares comunes
para referirse a otra persona.

Incluso en el flujo entre los dos
mientras dura tu presencia en la librería,
hasta cuando quedás oculto detrás de la
curva del fondo, donde están los libros
un poco caros y las revistas envejeciendo
a lo largo de los años,
cada uno de los dos, sin decirlo,
es probable que siga consciente de la sonrisa
del otro, de la otra, incluso o sobre todo
del cuerpo, los brazos, las manos y en especial
la cara (en silencio: “qué cuerpo, qué brazos,
que cara tan, tan especial”).

Dicho de otra manera tampoco ahí
cae ninguno de los dos en la trampa,
y también dan por levantado lo levantable,
por tocado lo tocable,
por acariciado lo acariciable,
por besado lo besable.
Dentro del mismo ritmo, de las mismas
escobillas infinitesimales tocando
apenas un sutil tambor de fondo
estableciendo el ritmo,
te hace un descuento que pierde
todo su carácter comercial y administrativo,
simple despedida a modo de puente
para la próxima vez que esté ella
y yo venga.

Elvio Gandolfo



"Siempre estoy sintonizado con cuentos y relatos a partir de datos ínfimos de la realidad, sin darme cuenta. Y de pronto afloran, se escriben a sí mismos con gran precisión."

Elvio Gandolfo























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