“El hombre necesita contar lo que cree, sueña o ve, porque desde hace milenios somos la misma ansia de capturar en un testimonio perdurable la realidad o el sueño que nos rodea.”

Edmundo Valadés


La marioneta

El marionetista, ebrio, se tambalea mal sostenido por invisibles y precarios hilos. Sus ojos, en agonía alucinada, no atinan la esperanza de un soporte. Empujado o atraído por un caos de círculos y esguinces, trastabillea sobre el desorden de su camerino, eslabona angustias de inestabilidad, oscila hacia el vértigo de una inevitable caída. Y en última y frustrada resistencia, se despeña al fin como muñeco absurdo. 
La marioneta —un payaso en cuyo rostro de madera asoma, tras el guiño sonriente, una nostalgia infinita—ha observado el drama de quien le da transitoria y ajena locomoción. Sus ojos parecen concebir lágrimas concretas, incapaz de ceder al marionetista la trama de los hilos con los cuales él adquiere movimiento.

Edmundo Valadés



"Este formidable y sagaz explorador del alma humana y sus debilidades, nos narra, como culminación de su vida amorosa, su relación con uno de los más extraños de sus personajes: Albertina. Personaje al que no podemos acercarnos, sino por la versión de Proust. Proust, narrador, se enamora de la singular joven que ha surgido en su vida del paso de la bandada de muchachas en flor que ve retozar por las playas de Balbec, porque recordando a la Gilberta de su primer amor, descubre que hay una «cierta semejanza, aunque vaya evolucionando entre las mujeres que nos enamoran sucesivamente, semejanza que proviene de la fijeza de nuestro temperamento, puesto que él es quien las escoge y elimina a todas aquellas que no sean a la vez opuestas y complementarias, es decir, adecuadas para dar satisfacción a nuestros sentidos y dolor a nuestro corazón».
Son estas mujeres —añade—, un producto de nuestro temperamento, una imagen, una proyección invertida, un «negativo» de nuestra sensibilidad. Y también, como narra más adelante, por un error de perspectiva amorosa: «¡Qué sentido tan engañoso es el de la vista!, un cuerpo humano, aunque sea un cuerpo amado, como era el de Albertina, a unos metros de distancia, a unos centímetros, nos parece estar lejos de nosotros. Y lo mismo el alma que hay en él. Pero si algo cambia violentamente el lugar de esa alma en relación a nosotros, si nos indica que ama a otros seres y no a nosotros, entonces, por los latidos de nuestro corazón dislocado, sentimos que está, no a unos pasos de nosotros, sino en nosotros, que era la criatura querida». Es seguro, que Proust, por necesidad de disimulo, escogió para ese su último y gran amor, el símbolo de un absoluto imposible, pues Albertina gustaba de las mujeres. Sin embargo, eso tiene poca importancia. Lo importante es que, con clarividencia o sin ella, Proust ejemplifica de cualquier modo uno de sus definitivos postulados: que en amor, equivocada o fatalmente, casi siempre amamos a quien no deberíamos amar, o a quien no habrá o no podrá amarnos. Porque el amor es perseguir fantasmas, es engañarse por el carácter puramente mental de la realidad."

Edmundo Valadés
Por los caminos de Proust




La muerte tiene permiso

Sobre el estrado, los ingenieros conversan, se ríen. Se golpean unos a otros con bromas incisivas. Sueltan chistes gruesos cuyo clímax es siempre áspero. Poco a poco su atención se concreta en el auditorio. Dejan de recordar la última juerga, las intimidades de la muchacha que debutó en la casa de recreo a la que son asiduos. El tema de su charla son ahora esos hombres, ejidatarios congregados en una asamblea y que están ahí abajo frente a ellos.
-Sí, debemos redimirlos. Hay que incorporarlos a nuestra civilización, limpiándolos por fuera y enseñándolos a ser sucios por dentro.
-Es usted un escéptico, ingeniero. Además pone usted en tela de juicio nuestros esfuerzos, los de la revolución.
-¡Bah! Todo es inútil. Estos jijos son irredimibles. Están podridos en alcohol, en ignorancia. De nada ha de servirles repartirles tierras.
-Usted es superficial, un derrotista, compañero. Nosotros tenemos la culpa. Les hemos dado las tierras, ¿y qué? Estamos ya muy satisfechos. Y el crédito, los abonos, una nueva técnica agrícola, maquinaria, ¿van a inventar ellos todo eso?
El presidente, mientras se atusa los enhiestos bigotes, acariciada asta por la que iza sus dedos con fruición, observa tras sus gafas, inmune al floreteo de los ingenieros. Cuando el olor animal, terrestre, picante de quien se acomoda en las bancas, cosquillea su olfato, saca un paliacate y se suena las narices ruidosamente. Él también fue hombre de campo. Pero hace mucho tiempo. Ahora de aquello, la ciudad y su posición sólo le han dejado el pañuelo y la rugosidad de sus manos.
Los de abajo se sientan con solemnidad, con el recogimiento del hombre campesino que penetra en un recinto cerrado: la asamblea o el templo. Hablan parcamente y las palabras que hablan dicen de cosechas, de lluvia, de animales de crédito. Muchos llevan sus itacates al hombro, cartucheras para combatir el hambre. Algunos fuman, sosegadamente, sin prisa, con los cigarrillos como si les hubiesen crecido de la propia mano.
Otros de pie, recargados en los muros laterales, con los brazos cruzados sobre el pecho, hacen una tranquila guardia.
El presidente agita la campanilla y su retintín diluye los murmullos. Primero empiezan los ingenieros. Hablan de los problemas agrarios, de la necesidad de incrementar la producción, de mejorar los cultivos. Prometen ayudar a los ejidatarios, los estimulan a plantear sus necesidades.
-Queremos ayudarlos, pueden confiar en nosotros.
Ahora es el turno de los de abajo. El presidente los invita a exponer sus asuntos. Una mano se alza tímida. Otras la siguen. Van hablando de sus cosas: el agua, el cacique, el crédito, la escuela. Unos son directos, precisos, otros se enredan, no atinan a expresarse. Se rascan la cabeza y vuelven el rostro a buscar lo que iban a decir, como si la idea se les hubiera escondido en algún rincón, en los ojos de un compañero o arriba donde cuelga un candil.
Allí en un grupo, hay cuchicheos. Son todos del mismo pueblo. Les preocupa algo grave. Se consultan unos a otros; consideran quién es el que debe tomar la palabra.
-Yo crioque Jilipe: sabe mucho…
-Ora, tú, Juan, tú hablaste aquella vez…
No hay unanimidad. Los aludidos esperan ser empujados. Un viejo, quizá el patriarca, decide:
-Pos que le toque a Sacramento.
Sacramento espera.
-Ándale, levanta la mano…
La mano se alza, pero no la ve el presidente. Otras son más visibles y ganan el turno. Sacramento escudriña al viejo. Uno, muy joven, levanta la suya, bien alta. Sobre el bosque de hirsutas cabezas pueden verse los cinco dedos morenos, terrosos. La mano es descubierta por el presidente. La palabra está concedida.
-Órale, párate.
La mano baja cuando Sacramento se pone de pie. Trata de hallarle sitio al sombrero. El sombrero se transforma en un ancho estorbo, crece, no cabe en ningún lado. Sacramento se queda con él en las manos. En la mesa hay señales de impaciencia. La voz del presidente salta, autoritaria, conminativa:
-A ver ese que pidió la palabra, lo estamos esperando.
Sacramento prende sus ojos en el ingeniero que se halla a un extremo de la mesa. Parece que sólo va a dirigirse a él; que los demás han desaparecido y han quedado únicamente ellos dos en la sala.
-Quiero hablar por los de San Juan de las Manzanas. Traimos una queja contra el Presidente Municipal que nos hace mucha guerra y ya no lo aguantamos. Primero les quitó sus tierritas a Felipe Pérez y a Juan Hernández, porque colindaban con las suyas. Telegrafiamos a México y ni nos contestaron. Hablamos los de la congregación y pensamos que era bueno ir al Agrario, pa la restitución. Pos de nada valieron las vueltas ni los papeles, que las tierritas se le quedaron al Presidente Municipal.
Sacramento habla sin que se alteren sus facciones. Pudiera creerse que reza una vieja oración, de la que sabe muy bien el principio y el fin.
-Pos nada, que como nos vio con rencor, nos acusó quesque por revoltosos. Que parecía que nosotros le habíamos quitado sus tierras. Se nos vino entonces con eso de las cuentas; lo de los préstamos, siñor, que dizque andábamos atrasados. Y el agente era de su mal parecer, que teníamos que pagar hartos intereses. Crescencio, el que vive por la loma, por ahi donde está el aguaje y que le intelige a eso de los números, pos hizo las cuentas y no era verdá: nos querían cobrar de más. Pero el Presidente Municipal trajo a unos señores de México, que con muchos poderes y que si no pagábamos, nos quitaban las tierras. Pos como quien dice, nos cobró a la fuerza lo que no debíamos…
Sacramento habla sin énfasis, sin pausas premeditadas. Es como si estuviera arando la tierra. Sus palabras caen como granos, al sembrar.
-Pos luego lo de m’hijo, señor. Se encorajinó el muchacho. Si viera usté que a mí me dio mala idea. Yo lo quise detener. Había tomado y se le enturbió la cabeza. De nada me valió mi respeto. Se fue a buscar al Presidente Municipal, pa reclamarle… Lo mataron a la mala, que dizque se andaba robando una vaca del Presidente Municipal. Me lo devolvieron difunto, con la cara destrozada…
La nuez de la garganta de Sacramento ha temblado. Sólo eso. Él continúa de pie, como un árbol que ha afianzado sus raíces. Nada más. Todavía clava su mirada en el ingeniero, el mismo que se halla en el extremo de la mesa.
-Luego, lo del agua. Como hay poca, porque hubo malas lluvias, el Presidente Municipal cerró el canal. Y como se iban a secar las milpas y la congregación iba a pasar mal año, fuimos a buscarlo; que nos diera tantita agua, siñor, para nuestras siembras. Y nos atendió con malas razones, que por nada se amuina con nosotros. No se bajó de su mula, pa perjudicarnos.
Una mano jala el brazo de Sacramento. Uno de sus compañeros le indica algo .La voz de Sacramento es lo único que resuena en el recinto.
-Si todo esto fuera poco, que lo del agua, gracias a la Virgencita, hubo más lluvias y medio salvamos las cosechas, está lo del sábado. Salió el Presidente Municipal con los suyos, que son gente mala y nos robaron dos muchachas: a Lupita, la que se iba a casar con Herminio, y a la hija de Crescencio. Como nos tomaron desprevenidos, que andábamos en la faena, no pudimos evitarlo. Se las llevaron a fuerza al monte y ai las dejaron tiradas. Cuando regresaron las muchachas, en muy malas condiciones, porque hasta de golpes les dieron, ni siquiera tuvimos que preguntar nada. Y se alborotó la gente de a deveras, que ya nos cansamos de estar a merced de tan mala autoridad.
Por primera vez, la voz de Sacramento vibró. En ella latió una amenaza, un odio, una decisión ominosa.
-Y como nadie nos hace caso, que a todas las autoridades hemos visto y posno sabemos dónde andará la justicia, queremos tomar aquí providencias. A ustedes -y Sacramento recorrió a cada ingeniero con la mirada y la detuvo ante quien presidía-, que nos prometen ayudarnos, les pedimos su gracia para castigar al Presidente Municipal de San Juan de las Manzanas. Solicitamos su venia para hacernos justicia por nuestra propia mano…
Todos los ojos auscultan a los que están en el estrado. El presidente y los ingenieros, mudos, se miran entre sí. Discuten al fin.
-Es absurdo, no podemos sancionar esta inconcebible petición.
-No, compañero, no es absurda. Absurdo sería dejar este asunto en manos de quienes no han hecho nada, de quienes han desoído esas voces. Sería cobardía esperar a que nuestra justicia hiciera justicia, ellos ya no creerán nunca más en nosotros. Prefiero solidarizarme con estos hombres, con su justicia primitiva, pero justicia al fin; asumir con ellos la responsabilidad que me toque. Por mí, no nos queda sino concederles lo que piden.
-Pero somos civilizados, tenemos instituciones; no podemos hacerlas a un lado.
-Sería justificar la barbarie, los actos fuera de ley.
-¿Y qué peores actos fuera de ley que los que ellos denuncian? Si a nosotros nos hubieran ofendido como los han ofendido a ellos; si a nosotros nos hubieran causado menos daños que los que les han hecho padecer, ya hubiéramos matado, ya hubiéramos olvidado una justicia que no interviene. Yo exijo que se someta a votación la propuesta
-Yo pienso como usted, compañero.
-Pero estos tipos son unos ladinos, habría que averiguar la verdad. Además no tenemos autoridad para conceder una petición como ésta.
Ahora interviene el presidente. Surge en él el hombre de campo. Su voz es inapelable.
-Será la asamblea la que decida. Yo asumo la responsabilidad.
Se dirige al auditorio. Su voz es una voz campesina, la misma voz que debe de haber hablado allá en el monte, confundida en la tierra, con los suyos.
-Se pone a votación la proposición de los compañeros de San Juan de las Manzanas. Los que estén de acuerdo en que se les dé permiso para matar al Presidente Municipal, que levanten la mano…
Todos los brazos se tienden a lo alto. También los de los ingenieros. No hay una sola mano que no esté arriba, categóricamente aprobando. Cada dedo señala la muerte inmediata, directa.
-La asamblea da permiso a los de San Juan de las Manzanas para lo que solicitan.
Sacramento, que ha permanecido en pie, con calma, termina de hablar. No hay alegría ni dolor en lo que dice, su expresión es sencilla, simple.
-Pos muchas gracias por el permiso, porque como nadie nos hacía caso, desde ayer el Presidente Municipal de San Juan de las Manzanas está difunto.

Edmundo Valadés



"La represión sexual enajena a la gente y hace proliferar a los psiquiatras."

Edmundo Valadés Mendoza



¿Por qué?

En el sueño, fascinado por la pesadilla, me vi alzando el
puñal sobre el objeto de mi crimen.
Un instante, el único instante que podría cambiar mi
designio y con él mi destino y el de otro ser, mi libertad y su
muerte, su vida o mi esclavitud, la pesadilla se frustró y estuve
despierto. . .
Al verme alzando el puñal sobre el objeto de mi crimen,
comprendí que no era un sueño volver a decidir entre su vida o mi
libertad, entre su muerte o mi esclavitud.
Cerré los ojos y asesté el golpe.
¿Soy preso por mi crimen o víctima de un sueno?

Edmundo Valadés Mendoza




"Sin mujer a mi costado y con la excitación de deseos acuciosos y perentorios, arribé a un sueño obseso. En él se me apareció una, dispuesta a la complacencia. Estaba tan pródigo, que
me pasé en su compañía de la hora nona a la hora sexta, cuando el canto del gallo. Abrí luego los ojos y ella misma, a mi diestra, con sonrisa benévola, me incitó a que la tomara. Le expliqué, con sorprendida y agotada excusa, que ya lo había hecho. 
—Lo sé —respondió—, pero quiero estar cierta.
Yo no hice caso a su reclamo y volví a dormirme,
profundamente, para no caer en una tentación irregular y quizás ya
innecesaria."

Edmundo Valadés









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