Esta hora y lo que está muerto

Anoche mi hermano, con pesadas botas, estuvo caminando
sobre mi cabeza a través de los desnudos cuartos,
abriendo y cerrando puertas.
¿Qué podría estar buscando en una casa vacía?
¿Qué podría posiblemente necesitar allí en el cielo?
¿Recordaría su tierra, su lugar natal colocando antorchas?
Su amor por mí me hacía sentir como agua derramada
retornando a su vasija.

En esta hora, lo que está muerto está inquieto
y lo que está vivo está ardiendo.
Alguien le dirá que debería dormir ahora.

Mi padre mantiene una luz sobre nuestra cama
y dinero menudo para nuestro viaje.
Él remienda diez agujeros en las rodillas
de sus cinco pares de pantalones de muchacho.
Su amor por mí es como su costura:
varios colores y demasiados hilos,
las puntadas desiguales. Pero la aguja horada
limpia a través con cada lance de su mano.

En esta hora, lo que está muerto está preocupado
y lo que está vivo está fugitivo.

Alguien le dirá que debería dormir ahora.

Li-Young Lee



 “Hay grandes poemas que tienen hendiduras. Hay fallas de percepción, faltas de entendimiento, pero esas fisuras llegan a ser una parte de la integridad del poema. Así aún siento que esos poemas son descendientes de Dios. Pero si un poema todavía no es suficientemente bueno para ser un poema, no pienso que él desciende de Dios: si no hay ‘yo’, no hay Dios. El ‘yo’ que habla acerca de mí no es suficiente.”

Li-Young Lee


La mañana desciende a esta ciudad vacía de ti.
Páginas y ventanas prenden fuego y tú no estás.
Alguien barre su tramo de acera,
despierta a los borrachos, tirados como ropa sucia,
y tú estás lejos.

No estás en el viento
que alguien anota en el margen de un libro.
Te has ido de las breves hogueras en solares vacíos
donde formas humanas se apiñan,
aspirantes a su propio fantasma.

Entre muros de ladrillo, en un espacio no más ancho que mi rostro,
un retoño sin hojas se yergue sobre el barro.
En sus ramas, un nido de bocas desolladas
abriéndose y piando, fuegos escuálidos que han de comer.
Mi hambre de ti no es menor que la suya.

Li-Young Lee


Levántate, húndete

No eran los brillantes dobladillos de las camisas del Señor
que cepillaban mi cara y abrían mis ojos
para ver desde una hendidura en la roca su trasero;
era una avispa posada sobre mi mejilla izquierda. Mantenía
mis ojos cerrados y parado perfectamente quieto
en el jardín hasta que me dejaba solo,

no para contemplar cómo este siglo
finalizaba y el próximo comenzaba con nadie
que yo conociera habiendo visto a Dios, sino para admirarme

porqué pasé la mayor parte de los días ileso, aunque
vivía en un tiempo cuando podía ser de otra manera,
y crecía más huérfano cada día.

Por años ahora había logrado conclusiones
sin la ayuda de mi padre, descubriendo
por mi cuenta lo que sabía, lo que no sabía,

y viendo cómo uno cancelaba al otro.
He llegado a ser un escolar de cancelaciones.
Aquí, parado entre las rosas de mi padre

y veo eso que pincha excediendo en número a lo que
consuela, lo cruel y lo tierno nunca
harán la paz, aunque uno trepe, aunque uno descienda

pétalo a pétalo al escondido terreno
que nadie posee. Veo eso que es
arrebatado por la violencia o la persuasión.

La rosa anuncia sobre la tierra el reino
de la gravedad. Un pájaro la cancela.
Mis párpados cancelan al pájaro. Todo

puede cancelar mis ojos: la distancia, el tiempo, la guerra.
Mi padre decía: “Nunca separes tus ojos
del mundo”, antes de que él te sacuda.

Toda la noche aguardábamos el golpe
que lo habría señalizado, “Todo claro, ven ahora”;
habría significado escapar; nunca venir.

“Yo no hice al mundo que te dejé”,
decía, y entonces, siendo pobre, él me dejó
solo este mundo, en que existe siempre

una familia aguardando con terror
antes de que ellos estuvieran rendidos, este mundo en que un hombre
pueda levantarse, hundirse, y andar un camino

y detenerse y curvarse ante las rosas, rosas
que su padre levantó, y admirarlas, por un momento
incapaz, agradecer a Dios, ver en cada
flor el mundo cancelándose a sí mismo.

Li-Young Lee



Siete finales felices

Amor, después de hablar toda la noche,
¿en dónde estamos? ¿Por dónde comenzamos?

Necesitaba darle un nombre, necesitaba saber
qué quisimos decir cuando dijimos nosotros,
cuando dijimos nuestro, cuando dijimos esto.

Quería darle un nombre:
sombras contra el muro del jardín.
Un hombre remando solo en el mar.
Siete finales felices.

¿Y tú?  Tú eras feliz
con dos cuartos y una puerta para separarlos.
Y la luz del día a cada lado de la puerta.
Música escuchada desde el cuarto de arriba.
Y las campanas desde la calle
para apresurar nuestros mordaces corazones.

Pero desperté una noche
al hecho de que estaba cayendo.
Encendí la lámpara y la lámpara estaba cayendo.
Y la mano que la encendía estaba cayendo.
Y la luz caías, y todo lo que la luz tocaba
caía. Y tú caías
dormida junto a mí.
Tal el primer final feliz.

Li-Young Lee


“... todo es una manera del Cosmos o Dios. Siento que parece que hay algo más grande que yo, que yo no puedo posiblemente desentrañar, pero estoy encajado dentro de él.”

Li-Young Lee



Un himno a la infancia

¿Infancia? ¿Cuál infancia?
¿La que no perdura?
¿La en la cual aprendiste a tener miedo
del pozo con bordes en el patio trasero
y en la escalera en el ático?

¿La dirigida por hombres armados
en uniformes inadecuados
vagando por las calles y callejones,
mientras los altoparlantes declaraban una nueva era,
y alrededor de la casa donde creciste,
los cuartos más alejados aparte, con más y más
personas desaparecidas?

Las fotografías cuchicheando entre ellas
desde sus marcos en el vestíbulo.
Las ollas de cocinar decían tu nombre
cada vez que ibas a la cocina.

Y tú pretendías estar muerto con tu hermana
en juegos de rescate y abandono.
Aprendiste a estar quieto por largo tiempo
el mundo parecía un juego visto desde la apagada
seguridad de un ala. ¡Mira! Al
galope los sirvientes gritan, los soldados disparan,
se llevan los enseres,
destrozan a la China de tu madre.

No duermas.
Cada acto se abre con tu madre
leyendo una carta que la hace llorar.
Cada acto se cierra con tu padre caído
en las manos del Faraón.

¿Cuál niñez? ¿La que nunca termina? Oh, tú
aún un niño, y lento creces.
Aún le hablas a Dios y piensas que la nieve
cayendo es el sonido de Dios escuchando,
y el invierno es la casa de alto techo
donde Dios mide con un ojo
una ola oceánica en octavas y minutos,
y cuenta con muchos dedos
todas las maneras de que un niño aprenda a decir “Yo”.

¿Cuál infancia?
¿La de la cual nunca escaparás? Tú,
tan lento para conocer
lo que sabes y no sabes.
Aún pensando que escuchas bajas canciones
en el viento en el alero,
historias en tu respiración,
pena en la escuchada paloma al anochecer,
y plenitud en el pájaro no visto
tañendo1 en la mañana. Aún lento para decir
la memoria de la imaginación, cielo
de aquí y ahora,
infierno de aquí y ahora,
muerte desde la infancia, y ambas
desde el sueño.

Li-Young Lee
De Detrás de mis ojos




Yo le pido a mi madre que cante 

Ella comienza, y mi abuela se le une.
Madre e hija cantan como niñas pequeñas.
Si mi padre estuviera vivo tocaría
su acordeón, balanceándose como un bote. 

Nunca he estado en Peking, o en el Palacio de Verano,
ni en el gran Bote de Piedra 
mirando
cómo empieza a llover en el Lago Kue Ming,
y cómo los campistas huyen por el pasto. 

Pero me gusta oír ese canto;
cómo los lirios acuáticos se llenan de lluvia
hasta volcarse, derramando en agua el agua,
oscilando, para llenarse de nuevo. 

Ambas mujeres han empezado a llorar.
Pero ninguna detiene su canto.

Li-Young Lee








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