Al Norte

Si yo, como otros en sus madrigueras,
hallara una parcela del pasado
para elogiar, posiblemente habría
sustitutos del ruido y de las manchas
borrosas: el confort del aislamiento,
asegurado, estricto, que nos nutre
cuando la luz expira sobre el vidrio;
pero la mente tiene que agacharse,
desconfiada, cambiar de dirección
y concentrar en una luz idiota
los días de otros azotes o de exilios
y enfermedades en que los horrores
de la historia, que van de las cavernas
pasando luego por los campamentos
hasta los ataúdes del mañana,
se queman hasta la última ceniza.

¿Y la tumba del Tiempo, dónde está?
¿La descomposición, qué aspecto tiene?
Una herradura, huesos blancos, árboles
sin vida, fríos hemisferios, moho
seco y una ola azul que al mediodía
baña unas costas que no habrás de ver.

Weldon Kees


El advenimiento de la plaga

Todo empezó en septiembre.
Las langostas morían en los campos;
nuestros perros estaban silenciosos
y andaban como sombras sobre la pared;
aparecieron unos gusanos muy extraños,
moscas que nunca habíamos visto, enormes
polillas de la vid; tejones y serpientes
salían de sus cuevas en el campo; la fruta se podría;
brotaban raros hongos; cubrieron por completo
los campos y los bosques unas telas de araña,
y unos vapores negros se alzaban de la tierra: todo esto,
y más, comenzó aquel otoño. Los cuervos, en parejas,
revoloteaban sobre el hospital.
Donde había agua se podía escuchar toda la noche
el ruido de la ropa al ser golpeada.
Fueron innumerables los abortos, los celos, las rencillas.
Y un día vi en un campo un batallón de ranas,
hinchadas y asquerosas, cientos de ellas,
unas sobre las otras, apiñadas, en silencio ominoso,
y oí un rumor de ráfagas de viento.

Weldon Kees


El Club del crimen

No hay ningún mayordomo, ni sirvienta suplente,
ni sangre en la escalera. Ninguna tía excéntrica,
tampoco un jardinero, ni siquiera un amigo
de la familia, sonriente entre los adornos
y la escena del crimen. Solamente una casa
suburbana, que tiene la puerta abierta. El perro
les ladra a unas ardillas mientras pasan los autos.
El cadáver, bien muerto. La mujer, en Florida.

Revisemos las pistas: ese pasapurés
en un florero; los pedacitos de foto
de un equipo de básquet, tirados en el hall
con los restos de un cheque; la carta a Shirley Temple
aún sin enviar; el pin de Herbert Hoover
en el ojal del muerto; la nota “Que te maten
así, debo decirles, no está del todo mal”.

Sorprende que aún el caso no haya sido resuelto
y que haya enloquecido Le Roux, el detective,
que ahora se la pasa en una habitación
blanca, con una bata, también blanca, gritando
que todos están locos y que ninguna pista
lleva a ninguna parte o que conduce
a una pared tan alta que no se puede ver
dónde termina; grita cosas sobre la guerra
y que nada podrá resolverse jamás.

Weldon Kees


En vez de una carta

Aferrado a la nada en un revuelo de hojas,
aquí en esta ciudad en ruinas, llena de humo,
pienso en vos, en la otra punta del continente,
probando tu sonrisa que maduró en catástrofe,
maravillosamente lista para la muerte ahora.

La raída promesa de nuestra herencia es hábito
ahora; ese otro año se convirtió en invierno
mientras que contemplábamos los fragmentos de un mundo
cayéndose a pedazos igual que un ramo ajado;
nos faltaba el olor, si bien supimos darle
un nombre a aquella época. Ahora conocemos
ese olor, me parece, hasta donde es posible.
E incluso mientras subo los peldaños, deseándote
suerte, llena los porches y las calles, y un viento
fétido sopla por tu habitación desierta.

No se puede saber qué vientos aun más fétidos
podrían soplar. El de esta noche sopla en la mente
y es falsa cada sílaba, y está marchita. Adiós,
adiós. A los extraños, a una calle vacía.

Weldon Kees


La ciudad como héroe

Para aquellos que gritan en las ruinas
para aquellos que mueren en soledad, a oscuras
para aquellos que van por calles derruidas

aquí en su noche

las chimeneas ya no arrojan humo
estos cuadrados negros son ventanas
cables muchos se extienden por el cielo
quietud del aire
bajo estrellas frías
y junto al río seco
un anciano sin sombra marcha solo

sobre almohadas oscuras
he aquí su noche

¿Qué palabras ahora, qué respuestas?
¿Qué recuerdos, qué puertos derruidos?

Weldon Kees


La escena del crimen

Debió de haber algún testigo acusador:
mujeres con la rabia en la boca y los ojos
llenando la casa de gritos inclementes,
pero sólo el silencio respondió a los abusos.

Debió de haber revelaciones más
que cortinas abiertas, peldaños serpenteando
hasta el suelo desierto, sábanas en los muebles
y una delgada línea de luz bajo la puerta.

Al bajar la escalera hacia aquel cuarto, un charco
de sangre se coló en su mente, espantoso
guía que lo condujo y se esfumó en el hall.
Debió de haber alguna condena. Pero, adentro,
un viejo que babeaba aferrado a la cama
susurró en voz muy baja: “¡Asesino!” y murió.

Weldon Kees

La oscuridad

La veo en el árbol verde
desde hace mucho tiempo,
en las figuras sobre la vereda, engrasada

y mojada por la lluvia, y en los lugares donde
unas manos tocaron a la puerta.
Sobre las azoteas y en las calles,

en una cara vista al pasar tras de otra
la vi extenderse,
al filo del cielo al mediodía

hasta manchar los yuyos
marchitos en algún lugar vacío
y saturar el sol

–como si alguien hubiera tirado de un cordel
en una casa extraña,
para apagar una luz tenue e ir quedando a oscuras.

Weldon Kees


Para mi hija

Mirando en los ojos de mi hija leo
bajo la inocencia de la carne joven
ocultos, indicios de muerte a los que ella no presta atención.
Los vientos más  fríos han tocado este cabello, y marañas
de algas enredaron estas manos diminutas;
El lento veneno de la noche, paciente e imperceptible,
afectó su sangre. He visto años sedientos
que podrían ser suyos y parecen: infectos, resistiendo
a la muerte en batalla cierta, las piernas delgadas enfermizas.
O, alimentada por el odio, ella se deleita con la punzada
de la agonía de los otros; quizás la cruel
esposa  de un sifilítico o de un tonto.
Estas especulaciones se agrian bajo el sol.
No tengo hija. No deseo ninguna.

Harry Weldon Kees


Por lapso de dos años

Esta nada que se alimenta de sí misma:
lápices que en la mano se hacen agua,
partes de una oración que cuelgan en el aire,
ideas que se quiebran en la mente
como si fueran de cristal y páginas
en blanco que reflejan el mundo, destiñeron
el mundo que me conminó a callar.

Así fueron dos años. Lentamente,
aquello, lo que sea que se parte,
se desarma, se corta, se enmaraña, se raja
o se divide para impulsarme a esa dieta
de corrosión, ardió y luego parpadeó
hasta el final. Ahora, con letra más madura,
trazo mi nombre. Ahora, con la voz extrañada,
les hablo a los silencios de cuartos alterados,
sacudidos por el conocimiento
de la repetición y del retorno.

Weldon Kees


Robinson en casa

Las cortinas abiertas y la puerta entornada.
Todo el invierno pareció que un oscurecimiento
comenzaba. Ahora, sin embargo, el brillo de la luna y los olores de la calle
conspiran, combinándose en una única cosa.

He aquí los cuartos donde vive Robinson.
Esta luz mortecina, descolorida y pálida,
como si acá se hubieran refugiado todos esos borrosos
amaneceres de la primavera, tal vez únicamente para Robinson.

Que ahora duerme. Si acaso se filtrara por los pisos más música,
o la luna brillara con diferente luz,
quizá despertaría para oír el noticiero de las diez,
en el que se hablará de cosas espantosas, moderadamente.

Duerme por el cansancio, pero aquel viejo deseo suyo de morir así
ha disminuido un poco. Ahora solo le queda esa frialdad
que debe llevar puesta. Pero no mientras duerme. Riguroso académico, viajero,

o rústica figura barbuda y en cuclillas en medio de una cueva,
un francotirador de mirada de lince en una barricada,
un hereje encerrado en una catacumba, un libertino célebre,
un mendigo en la calle, el confidente de los Papas,

todos esos es Robinson en sueños, quien mientras se da vuelta
en la cama masculla: “Hay algo en este manicomio
de lo que yo soy símbolo. Esta ciudad. Oscura. Pesadilla.”
                                                                  Se despierta bañado de sudor
y de la luz terrible de la luna. Oye algo que podría ser silencio:
zumba como los cables allá lejos, sobre las azoteas,
y el viento embolsa las cortinas y las hace flamear dentro del cuarto. 

Weldon Kees






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