"Descubrió que el amor romántico lo había empujado por encima de su punto de fusión y, aunque había fracasado, lo había dejado más predispuesto que antes a salir corriendo tras otras clases de amor. Cuando vio las noticias y oyó a la viuda de un policía asesinado en Irlanda del Norte por el «IRA de la Continuidad» decir que su marido era un «buen hombre» y que su muerte le había «arruinado» la vida, Sam rompió a llorar, atento a si su dolor se aprovechaba de la pena de la mujer. En cambio, descubrió con espanto que sus lágrimas eran la única respuesta natural al sufrimiento de la viuda y de los hombres que habían asesinado al marido, y que se había pasado la vida protegiéndose de la compasión mediante un egoísmo práctico y robusto que pronto, si así lo permitía, volvería a insensibilizar sus reacciones. A la mañana siguiente vio a un niño al que su madre, abrumada, arrastraba al colegio quizá con excesiva brusquedad; los torpes pasos del crío apenas podían seguir el ritmo de las zancadas apresuradas de la madre, y lo único que Sam pudo hacer para no intervenir fue: se paró y se quedó mirando a la madre con expresión un poco ida, confiando en que la mujer se diese cuenta de lo que estaba haciendo y tratase a su hijo con más delicadeza. En este caso, Sam sintió que su respuesta había sido mucho más impura que con la viuda, se confundía más con el deseo de que la mujer que detentaba el poder sobre su felicidad lo tratara con más delicadeza, lo cual no alteraba la verdad subyacente: cualquier forma de crueldad era intolerable para alguien que se negaba, o no conseguía, encerrarse en sí mismo.
Para un escritor tan resuelto como Sam resultaba inconcebible que una pena tan intensa no constituyera material de escritura, e inconcebible que lo fuera. Quizá para que en el futuro fuera material literario Sam debía aceptar que por el momento no lo era. Quizá debería tener paciencia, «rememorar en tranquilidad» a la manera de Wordsworth, y no ir tomando notas de todas las variedades de flores que pisaba, a la manera que Wordsworth despreciaba. O quizá nunca fuera material literario. No podía escribirse sobre la crudeza sin traicionar su esencia. No iba a cubrirla con perlada capa tras perlada capa de distancia estética; el dolor era dolor, no una perla a la espera. Era indecente pensar que podía aprovecharlo, así que dejó los cuadernos cerrados y el diario del desamor por escribir."

Edward St Aubyn
Sin palabras




"El desapego es lo que me interesa, ver cómo las personas no podrían haber sido de otra manera, cómo fueron producto de fuerzas sobre las que no tenían control."

Edward St. Aubyn



"Los mediocres presentan una visión trillada de la vida con un lenguaje también trillado."

Edward St. Aubyn


"Mucha gente dice que sale en mis libros, gente en la que nunca pensé cuando los escribía. Incluso hay varios que se pelean por ver quién es Nicholas, por el privilegio de ser el modelo para este monstruo. Pero todos se equivocan: la mayoría de personajes son inventados o amalgamados a partir de varios conocidos. Los únicos retratos son los de los padres y el propio Patrick."

Edward St. Aubyn


''No había una sola cosa de mi vida que no me diera vergüenza."

Edward St. Aubyn




"Pasos. Demasiado asociativo. Demasiado acelerado. Sedación. Escalpelo. Patrick alargó una mano. Claramente, la anestesia primero, ¿verdad, doctor?
Claramente: el adverbio de un hombre sin argumentos. El escalpelo primero y la anestesia después. El método del doctor Muerte. Sabes que tiene sentido.
¿A quién se le había ocurrido alojarlo en la planta treinta y nueve? ¿Qué intentaba? ¿Volverlo loco? Esconderse debajo del sofá. Tenía que esconderse debajo del sofá.
Allí nadie me encontrará. ¿Y si nadie me encuentra? ¿Y si me encuentran?
Patrick entró precipitadamente en la habitación, soltó la bolsa de papel y se lanzó al suelo. Rodó hacia el sofá, se colocó de espaldas e intentó colarse por debajo del faldón del sofá.
¿Qué estaba haciendo? Volverse loco. Ya no cabía debajo del sofá. Era demasiado grande. Uno ochenta y nueve. Ya no era un niño.
A la mierda. Levantó el sofá y trató de meterse debajo, apoyándose el mueble en el pecho.
Y se quedó allí con el abrigo y el parche puestos, con el sofá tapándole hasta el cuello como un ataúd fabricado para un hombre más pequeño.
Doctor Muerte: «Es justo la clase de episodio que confiábamos en poder evitar. Escalpelo. Anestesia». Patrick alargó la mano.
Otra vez no. Rápido, rápido, un chute de jaco. Las cápsulas de speed debían de estar disolviéndose en el estómago. Había una explicación para cada cosa.
–No hay loquero en el mundo que no te aceptase gratis –suspiró con la voz de una matrona de hospital cariñosa pero falsa mientras salía retorciéndose de debajo del sofá y se arrodillaba despacio.
Se deshizo del abrigo, arrugado y cubierto de pelusas, y gateó hacia la caja de cenizas, vigilándola por si saltaba.
¿Cómo podía meterse en la caja? Meterse en la caja, sacar las cenizas y tirarlas al váter. ¿Qué mejor lugar de reposo para su padre que una cloaca neoyorquina, entre fauna albina y toneladas de mierda?
Examinó la madera de cedro biselada en busca de un hueco o un tornillo que le permitiera abrir la caja, pero solo encontró una fina placa dorada dentro de una minúscula bolsa de plástico pegada con cinta adhesiva a la base perfectamente lisa.
Enfadado y frustrado, Patrick se levantó de un brinco y saltó encima de la caja. La madera era más resistente de lo que había creído y soportó el ataque sin ni siquiera crujir. ¿Podía pedir una motosierra al servicio de habitaciones? No recordaba que apareciera en el menú.
¿Arrojarla por la ventana y verla reventarse contra el suelo? Probablemente mataría a alguien y no le haría ni un rasguño a la caja.
En un último esfuerzo, Patrick pateó la caja inexpugnable por el suelo, donde chocó con la papelera metálica con un ruido hueco y se paró.
Con una eficiencia y rapidez admirables, Patrick se preparó y se administró una inyección de heroína. Se le cerraron los párpados. Y se le abrieron a medias, fríos e inertes.
Ojalá pudiera ser siempre así, conseguir la calma del efecto inicial. Pero incluso en esa voluptuosa tranquilidad caribeña había demasiados árboles partidos y tejados arrancados para relajarse. Siempre había una discusión que ganar o una sensación a la que resistirse. Echó un vistazo a la caja. Obsérvalo todo. Piensa siempre por ti mismo. Nunca permitas que los demás decidan por ti.
Patrick se rascó con pereza. Bueno, al menos no le importaba demasiado."

Edward St Aubyn
El padre



"Se preguntó quién estaba perdiendo mas el tiempo pasando un día con los Packer, sin contar a los propios Packer que siempre estaban perdiendo el tiempo más que nadie, y normalmente tenían un video para demostrarlo.
Thomas tenía solo sesenta días, así que la mayor pérdida de tiempo era para él, porque un día era un sesentavo de su vida mientras que su padre, que tenia cuarenta y dos años, estaba perdiendo la proporción de su vida más pequeña. Robert trato de averiguar qué proporción de sus vidas suponía un día para cada uno de ellos. Como los cálculos eran difíciles de retener en la mente, imagino ruedas de diversos tamaños en un reloj. Y luego se pregunto cómo incluir los datos contrarios: que Thomas tenía toda su vida por delante, mientras que sus padres ya tenían detrás buena cantidad de la suya, de manera que un día era una perdida menor para Thomas porque le quedaban más días. Eso creó un nuevo juego de ruedas — rojas en vez de plateadas—, su padre dando vueltas a toda prisa y Thomas girando con un clic majestuosamente espaciado. Todavía tenía que incluir las distintas calidades de sufrimiento y los diferentes beneficios para cada uno, pero eso hacía que su máquina fuera fantásticamente complicada y así, de un solo barrido salvador, decidió que todos sufrían igual y que ninguno había sacado nada de aquello en absoluto, con lo que el valor del día resultaba un hermoso y orondo cero. Tremendamente aliviado, volvió a visualizar las varillas en que engranaban los dos juegos de ruedas. Todo el conjunto se parecía muchísimo a la gran máquina de vapor del Museo de la Ciencia, salvo que el papel salía por un extremo indicando la cifra de las unidades de perdida.
Y resulto que, cuando leyó los números, él era quien estaba perdiendo más tiempo, más que ningún otro. Quedó horrorizado con esos resultados, pero, al mismo tiempo, del todo satisfecho. Entonces oyó la espantosa voz de Jo gritando su nombre.
Durante unos instantes se quedó helado por la indecisión. El problema era que esconderse sólo serviría para poner mucho mas frenéticos y furiosos a quienes le buscaban. Decidió comportarse con naturalidad y aparecer por la esquina como casualmente justo a tiempo de oír a Jo gritar su nombre por segunda vez."

Edward St Aubyn
Leche materna







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