"Ante vosotras, hijas del turbio hospicio de mi alma,
-mis dóciles doncellas-, llora mi desconsuelo..."

Diego Jesús Jiménez


Concepción del poema

I

Las palabras, como los más bellos cuerpos desnudos
rodeados de flores y de muerte, huyen despavoridas de sus santuarios, de sus
[inciertos
mausoleos de agua,
como si el sueño hubiera descubierto
que no son sino objetivaciones disfrazadas
de un dios efímero y radiante a cuya sombra
yace olvidada su propia falsedad.
El pasado es un sueño y las palabras
a las que invoco ahora, noches de incertidumbre y llanto, días
desposeídos del placer de su más alta música. Llenas de heroísmo y vileza
buscan en las tinieblas luz, la suficiente claridad
en su reino sombrío donde, no obstante, la ceremonia de la confusión
deberá resultar imprevisible. Trátase, pues, ante todo, de un paraíso
lleno de una agradable imaginería y, a veces, hasta de la más bella precisión.
He ahí que la vileza misma de la palabra
como medio convencional de dar nombre y destino –nunca origen–,
sea su propia salvación; su única gloria.
Un dios falso en su altar es la palabra
de la que, sin embargo, el creador no puede –debido a la emoción que en su
[reino respira–
desvelar el misterio de su mundo. Tan sólo, le ha sido concedida la dura y bella
[posibilidad de captarlo y mostrarlo: la difícil belleza
de aprehender el disfraz con el que las palabras viven.
A éstas, aparentemente lógicas limitaciones, añádanse las serenas
palabras de Wölffin: «No todo es posible en cualquier época».
Así la libertad se hallará limitada por la Historia.
Giotto es la imagen del capitalismo florentino:
«el estudio del hombre se convierte en el máximo centro de interés»: Masaccio.
¿No formó el mármol el pensamiento de los griegos?
Bajo el cuerpo desnudo de
[la noche
una mano piadosa, una lejana voz desposeída
de su brillante y prestigioso trono
enciende las figuras inmóviles del séquito, ensilla los caballos, ordena a sus
[esclavos y a sus siervos
que recorran el bosque en el que las palabras arden. El halcón en el hombro
y en jauría los ciervos. Bajo la nieve de las escalinatas, rodeadas de rosas y
[jazmines, se desvanecen
las palabras ardiendo.
Veo en el bajorrelieve, junto a la entrada de palacio,
unas imágenes que suceden a otras, cuerpos de piedra consumiéndose, viejas
[palabras
como flores o gestos que hoy son dichas, buscadas,
llenas de realidad y sumisión. Los vocablos galopan como potros el bosque;
su destino es misterio; su resplandor o su silencio
el sueño de un dios falso herido por las sombras.
Mi vida, una palabra, una
[palabra sólo
verdadera y tenaz, enredada a la muerte.

II

El poema busca la realidad
por vagos, aunque sugestivos procedimientos literarios que
no son sino la sorprendente
y no menos paradójica experiencia del hombre: el simple itinerario de su
[aniquilamiento.
Varios signos de relativa eficacia, tensan
[la palabra y la oscurecen, la dejan
[suspendida como si se tratara
de una figura de guiñol.
Repetición de fórmulas, acumulación de imágenes
sobre cuyos hombros viene
a posarse la Historia. La oscuridad es instintiva, y es de su sueño del que nace
la realidad: he aquí el Barroco; infinidad de cuerpos que, tras el cristal de la
[memoria, permiten vagamente
que contemplemos nuestra imagen.
Así el poema es nuestra liberación
siempre que del enfrentamiento entre el objeto y el lenguaje
queden aniquilados los fantasmas
cuyos ojos desnudos incendian la palabra, iluminan su voz
como si fuera un bosque en el que, detrás de su espesura,
se perpetuara siempre el mismo crimen.
Es así que el poema
nace del odio; del amor como odio; del odio mismo como forma de amar.
No es
[un espejo, pues; ni es detrás de ese espejo
donde nos abrazamos a la luz o a la nada. Es falsa esta manera
de anunciar nuestra ruina. La música
de una forma desnuda, yace tras el cristal, y es necesario, para podernos
[contemplar en ella
no sólo su existencia sino que, al mismo tiempo, nuestra mirada y el cristal del
[que hablamos,
construyan ese espejo.
¿Cómo, si no,
acabar derrotado, ahora, tras la terminación de este poema?

III

Ni posesión ni ocio
hacen que la vida sea digna
de ser vivida.
No son conceptos de prestigio,
en su más honda y fría concepción medieval,
los inseguros planteamientos que, ahora, podrían incidir
en la composición de este poema. Sin embargo, según los humillantes
y honorables rasgos de la Antigüedad, el poeta es excelso
intérprete de mitos, es profeta y vidente, su trabajo es misterio
y su palabra, impersonal y lúcida, es adivinación
y mágica locura.
No basta
con nombrar a la rosa. Deben ser ofrecidos sus pétalos de forma
que el vocablo y las letras que lo componen ardan bajo la ira
de un diminuto dios que olfatea su muerte.
Dibujar en el agua una flor; descomponerla luego
arrojando una piedra, u otra flor, al estanque donde vivió su imagen.
Destruir y crear. He aquí
[dos palabras, dos
[bellos gestos que
nos producen placer. ¿No surge el arte
de las más dolorosas y turbias experiencias
de la razón? Construir un paisaje
con las ruinas de otro, y con la sombra de un vocablo
iluminar la vida.
He atravesado así
el santuario en el que las palabras son destino
y origen, tiempo sobre el que razas primitivas
transcribieron su historia. Signos, trazos helados, cuyo llanto es eterno.
Fríos
restos ornamentales, inseguro silencio,
voces conscientes de su finalidad, cuyo rumor es canto.
Lejos de la función [mágica
con que la imagen fuera concebida al principio,
nos entristecen hoy sus lejanos colores porque, en ningún momento, las frías
[huellas
de la belleza como especulación
es lo que contemplamos. Un bello juego
que la mano del hombre convirtió en magia más tarde. Sólo así pudo el arte
poseer una forma: féretro o jardín donde reposa
su efímero esplendor. Palabras dibujadas
como pequeños dioses, como halcones heridos, como sueños
que la luz del otoño aniquilara. Formas
que no fueron pensadas como ornamentación y, sin embargo, mediante joyas y
[amenazas
–Miguel Ángel, Rafael… –, crearon en la bóveda
una lejana historia
herida de belleza. Belleza herida por la belleza misma.
Las flores, cuyo séquito
nos repite su imagen infinita, lloran sobre la alfombra
y el tapiz de palacio: su presencia es el arte.

IV

Acaso este poema me devuelva, mordidas, sus flaquezas,
y no sea lo sutil que debiera
ni tan astuto como indican
los más lúcidos manuales sobre el comportamiento
de la expresión. En la fina moldura
que los vocablos tienen para unirse con otros, hállase disfrazada
la verdad del poema.
Una caótica enumeración de palabras mortuorias
ofrecen el aroma
que en la muerte se ignora.
De ahí que
tanto la muerte como la belleza, sean conceptos
amablemente desprestigiados por su inexactitud.
La magia
no envilece a las cosas: las consagra
en su altar misterioso
donde el tiempo no existe.

Diego Jesús Jiménez



El silencio

¿Dónde podré esconderme
si no es ahí, en estas
palabras de amor?
                                    Ante vosotras,
hijas del turbio hospicio
de mi alma -mis dóciles
doncellas-, llora mi desconsuelo.
Yo les escribo
a las pequeñas manchas de tinta
de tus manos, como si fuesen
                                                   cartas que debo
contestar en la noche. Toco el falso
disfraz, el picaporte
de tu oscuro colegio; en él
suena mi vida, discurre
como un río mi vida.
                                       Llega ya el príncipe
de tus libros azules, sobrevuelan las hadas
que te ocultan y encienden. En tu cuello alargado
se oscurecen mis sueños, tus caderas sin nadie
me preguntan; ya llegan
como calientes besos, como nubes lejanas
tus rodillas; me bendice tu sombra
clandestina. ¿Dónde
                                         están tus ojos,
que a todo respondían?
Entonces
eran tus pechos nidos, eran pequeños pájaros
sin vuelo; eran llanuras, pueblos
deshabitados, llaves
de pequeñas iglesias, de alacenas
vacías.
Hoy,
que el deseo se cumple, este
negro silencio de la noche nieva
en el alma, nieva
sobre la oscuridad;
                                       como la lumbre
de los romeros o de las aliagas, yo oigo
tus calladas respuestas.

Diego Jesús Jiménez



Espacio para un sueño

Para Nena y Juan Kreisler

Escondido repite,
por cipreses y yedras, un pájaro su canto.
Celebra la mirada
una batalla con el tiempo esta tarde de otoño
incendiada de nieblas. Y pensando en la Historia
-una nube de polvo en el paisaje,
las piedras estañadas por los tonos azules
que ha dejado la lluvia en las almenas- ves derramarse el tiempo.

En la antigua arquería, los fragmentos
de una inscripción indescifrable, poco a poco, se han ido convirtiendo
en pequeños reptiles disecados: belleza aniquilada
que aún deslumbra a tus ojos. Es el tiempo
que, como los ríos, huye
-rehén de sus espejos-, al obsesivo espacio de cuanto no ha vivido.

Si debemos morir, ¿por qué la vida,
sobre cualquier lugar de la memoria, continúa esperándonos?

Aletargados por el sol, decoran el silencio
cuantos signos contemplas.
Tan sólo purifica
la calma vegetal que respiras, el canto del jilguero
que la enramada oculta. Así habitas su edad
llena de sufrimiento; la geometría invisible de su música eterna.

Los malvarreales, centinelas de acequias
y de ruinas, la claridad de humo
de esta tarde de octubre, edifican el reino que contemplas.
No sabes ya si vives,
o si sueñas o has muerto y no te has dado cuenta. En sus altares
lo irremediable de la Historia es venerado. Nace de las orillas de un infinito océano
la luz cansada de cuanto te deslumbra. No otra cosa difunde
su corazón ahora, que no sea la muerte
que continúa latiendo.

Diego Jesús Jiménez



Fiesta en la oscuridad

     Arrodillado ante tu cuerpo. ¡Oh tú!, verdad hecha de flores, apacible paisaje
de reyes y criados dando caza
sobre el jarrón vacío del recuerdo a ciervos encantados
bajo un ciclo de nubes en jauría
y sin paz. Y así la imagen
del séquito encendiéndose
en el fondo del ojo del animal que ha muerto. Brillan las armaduras de los guerreros
que regresan; se oyen en su mirada
los cascos del caballo que cruza
y el frío del relincho. Rocío de la noche,
sueño que me ha olvidado, eres, imaginada por mi lengua, nacida en el inmenso
nublo de la memoria. Álzase en el concierto de los aires y en la luz hecha música.
Inventada apareces, ¡oh tú!, espejo de las sombras, oscuridad de invierno,
pájaro de las corrientes dibujado en el agua. Hace tiempo
matáronme. La imagen de la muerte
reposa hoy en tus ojos. Sueña
el laúd en la alfombra de la noche, olvidado.
     Beso tu corta edad; subo la falda aquella de la infancia,
llora el deseo crecido en la niñez. Allá sobre el más hondo
dolor de haber vivido, yo te amo. Mientras, la luna entre los árboles
quema su sueño en libertad. Como un nido el deseo se sostiene en la cumbre
de un desnudo dichoso. Otros días
anduve entre las sábanas de la prostitución, donde se acepta nuestro beso
como negocio, no
como naufragio.
                                    Y cae la tarde, y en los ojos del ciervo
las estrellas se olvidan. Cuántos
cuerpos que me despreciaron, desde el tuyo me aman. ¡Oh!, cuántos
rostros y pechos y desnudos
nacen de ti, silenciosa y oculta, fiesta en la oscuridad, flor que ha crecido
sin juventud, y yace
sobre la tumba de su arena, como un dios inventado.
                                                                                                            Sobre el jardín
cae la lluvia incendiándose. Tras el disfraz de su linaje
monta el rey en las hembras
de los labriegos. Cruzan las águilas baldías
del corazón, la cumbre de la sangre. Rara es la complacencia de esta orgía
donde la servidumbre asciende, humillada entre risas
de licor medieval; movidos por los hilos del alcohol, amenazados
por la navaja del destino, bufones de este reino, donde tan sólo somos los residuos
de una hoguera apagada.
                                                   Mira nuestros desnudos, ese
reflejo de oro de nuestra pobreza, ardiendo en la mirada de cristal, tendido
                                                                                                        [en los profundos bosques
de los ojos del ciervo que, hace años, mataron. Tu cuerpo es residencia
y es hogar de otros cuerpos. Sobre tu espalda crecen los milagros, vienen
a beber de mi sed otras espaldas. ¡Oh! mira, ésa de hombros tranquilos, llena de soledad
y de humildad, o esa
que respira en asombro, derribada y gentil; o aquella de
vuelo moreno como el del halcón; o esa otra de ahí , amiga de la noche,
que no tiene nombre, sino precio; o la que se arrodilla cuando ama, esa
que nace del olvido y ya tiembla
de amor. En tu cuello indefenso aún vive
toda la adolescencia y la inocencia
de aquellos días. Cárcel
y hospital es la luz para los sentidos. La claridad destiñe a la materia; envilece el sonido
de las palabras, quema las sombras, desvanece el recinto de los sueños
y el lecho donde amaban.
     En qué perdido paraíso, sobre qué antiguas nubes
rezan por ti mis ángeles. Qué negras alas llevan
mi cerebro a tu cuerpo. En los altares de la carne cumplen
el dolor y la vida. Apaga tú esa noche, esa
que en la mentira crece, que fermenta en la nieve
del desdén y el olvido. Bajo las cumbres de la tarde
bajo esa luz que, por un momento, da color de azafrán
a la senda y al monte, la libertad nos mira
con sus ojos vacíos. Parece que no fuera
a cerrarlos jamás.

Diego Jesús Jiménez



Júcar

                                                                                                     Para Rafael Conte

I. Su voz, fugaz cristalería de las sombras...

... las puertas de la noche,
del viento, del relámpago,
la de lo nunca visto.
.........................................
...que se vea muy bien
que es aquí, que está todo
queriendo recibirla.
                                Pedro Salinas

              Su voz,
fugaz cristalería de las sombras, recorre la ciudad incendiándola
de sombríos aromas y rumores de bosque.
                                                                                Palacio de la aurora,
remanso de la infancia
donde florece el tiempo en altísimos sueños.

¿Dónde perdí la llave
que me abría su cielo? ¡Ah, si alguna vez pudiera,
abrasado de sonidos celestes
y luces vegetales, diluirme en su cuerpo; ser la pura materia que atraviesa,
sin dañarlo,
como un reflejo de la tarde, su rostro!

                                                                                  Descender su memoria
coronada de juncos, ser su imagen herida por los amaneceres,
penetrar los espejos
en los que se repite el vuelo de las aves,
donde anida el espino en su cárcel de sombras. Saciar así la sed, como los días
en los atardeceres de sus valles la sacian. ¡Oh senda detenida
donde mi juventud te amó!
                                                         Habitan los recuerdos
en un tiempo distinto. Nada
profane su silencio ahora, ahora que están las puertas
de sus noches abriéndose, que baña
su inalcanzable imagen la memoria en sus aguas.

II. Está ya amaneciendo...

...aunque sea en almohadas vacías
que no autorizan a esperarla aurora
tan confiadamente
como cuando se duerme
en la marea alta de algún pecho
                                               Pedro Salinas

     Está ya amaneciendo. Nacen arrepentidos
unos de otros los azules, y un malva claro
y a la vez oscuro, vaga como un aparecido
por sus profundas aguas. Reposa
la marea del tiempo sobre su corazón
donde crece un aroma que turba aún a mi alma.
Acaso sólo ruinas
de una música eterna las palabras que buscas.

     Luces y sombras líquidas
dibujan en las piedras
claridades ocultas del reino del crepúsculo, iluminan
un bello libro de horas
donde el olvido
reconoce en sus pétalos
una tarde distinta de la que ahora contemplas.
Sólo un silencio original, a través de una fronda
de imágenes calladas, filtra su inmóvil
claridad en el tiempo. Altas destilerías y púlpitos altísimos
atraviesan su luz. A veces el reflejo
de un día ya lejano ilumina las aguas, otras el tacto
halla la forma líquida de un sonido infinito.

                                                            En las riberas deja
sus alcobas abiertas el estío, ves tu ausencia moverse; y oyes
las voces del pasado en sus claustros nocturnos.

En el paisaje gótico
los desiguales chopos y los álamos, acercan
a tus ojos el cielo.
                                     Cuantos colores
recuerdas hoy, destiñen
con su luz la memoria.

III. Desciende entre pinares la quietud de la tarde...

...pulpas de mayo, azúcares de junio,
día a día sumados a fa almendra.
La frase más difícil, la penúltima,
la que lleva, derecho, hasta el acierto;
perfección vislumbrada, nunca nuestra.
                                                        Pedro Salinas

     Desciende entre pinares la quietud de la tarde.
En él fluyen los cielos y se desvela, como un tapiz, su música.
Suspendido en la imagen que reflejan las aguas, el universo sacia
la sed que no conoce límites. En mi sangre penetran
como luces dormidas los aromas, moradas
donde mi cuerpo habita, oculto, en sus remansos.
                                                                    Desnudos paraísos de frío
sus paisajes de nieve, donde aún la pureza
fuera de mí, herida por la infancia, florece en la memoria
como un dios extinguiéndose.

     Bajan de las Angustias,
todavía llevados por el sol de la tarde,
los pájaros que nacen de sus cánticos fúnebres.
Murallas desbordadas por arroyos y fuentes, palabras
que han vencido los siglos se diluyen en él; y yacen
sus voces invernales sobre un silencio herido.

                                                                        Dejadme aquí, bien en lo alto
de la ciudad, aquí, en Mangana, donde ilumina el jazmín blanco
de silencio a la noche, donde el rumor errante
de las aguas, entrega
su sepulcro a mi cuerpo
para que así, perdida la memoria, los sentidos
descalzos, siga siendo
milagrosa marea del crepúsculo;
invisible aposento en el que fluye, ¡oh música infinita!,
mi corazón en su quietud eterna.

IV. Abre sus ventanas el aire...

     Abre sus ventanas el aire. Ves descender los pájaros
iluminados por el sol. Un silencio de pórticos,
de sombras derramadas y de cristales líquidos
edifican el claustro
de su voz, turban con los más hondos
y fugaces inciensos la gloria
de un cortejo de cálices florecidos de júbilo.
Enciende su liturgia,
vegetal y sagrada, un resplandor oscuro.
                                                                        ¿En qué remotos sueños,
sobre qué frondas los más altivos reinos
de su abismo reposan? Se desnuda debajo
de los sauces su luz; y los laureles y las enredaderas
tiñen de vegetales cónclaves
su cauce.
              ¡Qué altares
de alucinadas geometrías, qué paraíso en vuelo
estremece a tus ojos! ¡En qué oficios, el agua,
abre sus puertas a los atrios del tiempo!
Enciende sus candiles de silencio la noche
y escuchas, de sí mismo apiadado, un murmullo de sombras
y encantados espejos.
                                             Huye hacia su corazón
la transparencia de los bosques.
¿Son mis manos las mismas
que rozaron sus aguas, las mismas que tocaron
en sus aguas los cielos? ¡Qué orfebrería de luces
su rumor en mis párpados! ¡En qué ruecas se teje
todavía su imagen! ¿Quién da forma infinita
a esta noche mortal?

Diego Jesús Jiménez



La música serena

La música serena,
más callada, se enciende con la tarde;
sobre la verde vena
del agua, brilla y arde
junto al silencio de armonía plena.

Con ritmo lento huye
por transparentes luces alumbrada.
Oh, claridad que fluye
y en sombras agostada
contempla su pureza y se destruye.

Diego Jesús Jiménez


Poética

I

Las gotas de rocío
caían por los pétalos de la flor del acanto; con ellas resbalaba
la imagen de los cielos. Penetrar el palacio
cerrado de las cosas; contemplarnos a solas
en sus rotos espejos; seguir con la mirada el curso de los astros
en el fondo, infinito, de las aguas de un río.
Vivir el movimiento que habita las palabras,
conocer la apariencia, amar la soledad
de los frutos caídos y que, ahora,
con la luz de la tarde
desvelan el pasado en las ruinas del tiempo.

Las mañanas nevadas congelan con su música el viento del invierno.
Las gotas de rocío
humedecen la hierba del jardín. Oyes a tu memoria
las cosas, entregarte palabras encendidas
que la muerte construye. Nunca edificarás
un poema con ellas.
Sólo esperas, vencido,
a que la noche incendie los helados colores de la tarde
con sus llamas de sombra.

II

La niebla que contemplas en los ojos del corzo
que acaba de morir; la sangre de la ortiga
que habita los aromas que descienden del monte; la imagen de la alondra,
su trino, blanco y seco, reflejado en la nieve que enciende tu recuerdo;
la fragancia del prado dibujada sin límite.
Has de mezclarlo todo, de tal forma
que cuando el gallo de la amanecida cante
macere con su grito incendiado de luces
tal locura de amor.

Hallarás junto al valle de tu cansado reino
los más frondosos bosques: descabalga y penetra su castillo de sombras.
Junto al foso en que crece el clamor del enebro
se empaña la mirada que presienten tus ojos
y jamás han de ver.
Debes cortar los pétalos, no de la flor
sino de su reflejo, al rubor de la orquídea que habita los arroyos
y obtener la fragancia de la flor de la escarcha
que sueña en el silencio recóndito del bosque.
Has llegado al lugar
donde crecen las flores, mas la flor invisible que en la brisa germina
huirá con tu presencia.
Debes, con todo, construir un altar y encender su perfume; pues su luz es la
[única
que hará hervir las imágenes que componen el séquito
del filtro que te ofrezco.
Da a respirar sus brumas. Más no sufras si adviertes
que has perdido tu vida; que has cortado
del recinto de sombras que te habitan –sin obtener amor–
sus flores más hermosas. Piensa
que los sueños no ofrecen
mayor utilidad a su belleza efímera.

III

Y le llamas poema
al placer de la mente de obtener de las cosas
un lenguaje preciso que destruya,
con el fermento de sus signos, las leyes
que edifica la muerte.
Mas al dar forma a tu espíritu, le ofreces
una mayor zozobra a tu existencia.
Y le llamas poema
a cuanto, sin pasión, representa el deseo
sobre los límites de la incertidumbre.

IV

Entornar la mirada
hasta ver lo impensable, es crear.

Diego Jesús Jiménez















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