"Cada dos por tres sentía un fortísimo dolor en el pecho y mareos que me dejaban alelado, y sufría una especie de deso­rientación y temblores en todo el cuerpo. Y todas esas sensaciones me podían durar varias horas, incluso días.
Por si fuera poco, también tenía pensamientos obsesivos relacionados con la salud: que si me estaba muriendo de cáncer, del sida, por problemas cardíacos, etc. Cada día temía haber contraído una enfermedad mortal diferente.
Y eso no es todo. También sentía un raro entumecimiento en el lado derecho de la cara que me hacía babear por la comisura de la boca. Además, me dolían horrores la espalda, el cuello y los hombros.
Y, por supuesto, también tenía ansiedad. Hasta entonces, había tenido ansiedad generalizada, pero a los veinticinco la cosa derivó en fuertes ataques de ansiedad.
Así que mi cuadro, a los veinticinco años, era el siguiente:

a) Dolor en el pecho constante y brutal.
b) Mareos.
c) Ataques de pánico.
d) Hipocondría.
e) Fuertes dolores musculares.
f) Parálisis facial.

Al cabo de un año o dos, ¡bum!, se incrementaron los pensamientos obsesivos. Y pasaron a ser tremendos. Por ejemplo, los relacionados con la muerte. ¡No podía desprenderme de ellos! Estaban ahí desde que me despertaba por la mañana hasta que me iba a la cama por la noche.
Además me imaginaba encuentros sexuales y agresivos con gente que conocía, familiares o compañeros de clase. Cuando pasaba por delante de un cuchillo de cocina, me imaginaba apuñalando a alguien o a mí mismo.
Llegó un momento en que tomaba unas ocho pastillas tranquilizantes de 5 miligramos al día. O sea, ¡muchísimo! Además de dos antidepresivos: Prozac y Stelazine. Sin embargo, aunque me dopaba con todo eso, mi vida era igualmente insoportable. Era evidente que las pastillas no me ayudaban: en realidad, unas pretendían aplacar las malas sensaciones que me provocaban las otras.
Me fui volviendo más y más agorafóbico: no quería salir de casa para nada. Y cuando lo hacía, me sentía mucho peor. ¡Era insoportable! Me aterrorizaba ir a la tienda de la esquina, que estaba sólo a veinte metros. ¡¿En qué clase de persona permanentemente atemorizada me había convertido?!
Hasta que un buen día ya no me vi capaz de ir a estudiar a la universidad ni tampoco a trabajar, así que me quedaba todo el día encerrado en casa. De todas formas, estaba tan desquiciado que lo último que deseaba era salir.
Muchas veces me entraba una increíble sensación de asfixia, como si me apretasen la garganta para ahogarme. Otras, me pasaba horas sentado tocándome el pelo con los dedos, cosa que por lo menos me hacía sentir vivo.
Llamaba día y noche al médico del centro de atención primaria. Acabaron hartos de mí. Me sentía muy tonto llamando tanto, pero era mi desesperación la que me empujaba a hacerlo. Conscientemente, sabía que me estaba comportando de manera irracional, pero no podía dejar de hacerlo.
Recuerdo estar varias horas de pie frente a la ventana por las mañanas, aferrándome al marco. Me daba la sensación de que, si me soltaba, me podría dar un colapso. Mientras tanto, seguía llamando al centro de atención primaria implorando ayuda, porque no me permitían ir a visitarlos.
Aparecí una vez por allí, sin llamar antes, y me dijeron que me fuera. Me sentí como un leproso. Nadie parecía querer ayudarme.
También llamaba continuamente a mi novia al trabajo. Hasta diez veces al día. Se estaba volviendo loca porque se veía incapaz de ayudarme. Yo tenía miedo a perderla, pero seguía haciendo estupideces que habrían podido separarla de mí. Me sentía tan impotente...
Luego llegó la desrealización, la impresión de que todo lo que te rodea no es real, como si estuvieras viviendo un sueño. A veces ni siquiera me reconocía frente al espejo. Tenía la extraña sensación de que mi mente había abandonado mi cabeza y estaba flotando delante de mí. Los ojos me quemaban porque se estaban volviendo cada vez más sensibles a la luz. Por la noche me tumbaba despierto mirando al vacío, e incluso cuando tenía los ojos cerrados, era como si estuviera mirando. ¡Qué sensación tan horrible! Al poco de acostarme y empezar a dormir, me despertaba chillando. Recuerdo que me preguntaba continuamente: «¿Qué demonios me está causando esto?».
Mi novia fue un ángel. Podría haberme dejado, pero se quedó a mi lado y me tranquilizó noche tras noche. Me arrastraba hasta el cuarto de baño cuando el dolor del pecho era insoportable y sentía que el corazón se estaba rindiendo. Me quedaba de pie, a veces durante horas, apoyándome con las manos en la pila, tirándome agua fría en la cara, mirando en el espejo sin reconocer a la persona que me devolvía la mirada: una persona con la piel gris, con la cuenca de los ojos hueca, los labios azules, sudando y temblando mientras jadeaba buscando aliento.
Era ansiedad extrema. Nunca antes había experimentado algo así.
Mi novia llegaba a casa por la noche y me levantaba del sofá o del suelo. Yo a duras penas me mantenía en pie. Si conseguíamos salir, dábamos un paseo por el jardín, yo agarrado a ella, casi sin poder respirar. Incluso para recorrer el pasillo desde la habitación hasta el baño, tenía que apoyarme contra la pared.
Durante las largas horas que me quedaba solo en casa, temía no poder moverme del salón hasta que mi novia regresara del trabajo. Preparar comida en la cocina me daba demasiado miedo como para intentarlo: si me caía o me daba un ataque de pánico, estaría demasiado lejos del teléfono para pedir ayuda.
Traté de salir de casa en varias ocasiones, pero, a menos que fuera con alguien, me resultaba casi imposible. Una vez fui a la tienda de la esquina, pero tuve que llamar a mi novia para que viniera a recogerme: me había quedado bloqueado en la tienda, paralizado de miedo. El resto de los clientes debían de pensar que estaba completamente loco. ¡Pero los sentimientos eran tan intensos...! ¡Los dolores de pecho y los espasmos tan reales...!
Para mí era habitual experimentar pánico durante la noche, así que dormía sólo tres o cuatro horas en promedio. Eran verdaderos «ataques nocturnos»: me despertaba de sopetón, con el corazón acelerado a lo bestia, como si fuera un tren de vapor. Una experiencia aterradora, aunque ahora sé que del todo ino­fensiva.
Todo aquello ya forma parte del pasado. Estoy completamente curado y me dedico profesionalmente a ayudar a otros a salir de esa pesadilla. He ayudado ya a miles de personas, entre ellas, decenas de personajes famosos, actores y grandes empresarios, que son los mejores embajadores de mi método."

Charles Linden
Tomada del libro Sin miedo de Rafael Santandreu, página 126


"¡Mi misión es llevar a cabo la recuperación a cada paciente y mostrarles la ciencia real de las respuestas emocionales y la recuperación!"

Charles Linden












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