Sobre las olas

El día anterior la mujer me encargó la compostura del reloj: pagaría el triple si yo lo entregaba en veinticuatro horas. Era un mecanismo muy extraño, tal vez del siglo XVIII, en cuya parte superior navegaba un velero de plata al ritmo de los segundos.

Toqué en la dirección indicada y la misma anciana salió a abrirme, me hizo pasar a la sala. Pagó lo estipulado. Le dio cuerda al reloj y ante mis ojos su cuerpo retrocedió en el tiempo y en el espacio, recuperó su belleza —la hermosura de la hechicera condenada siglos atrás por la Inquisición— y subió al barco que, desprendido del reloj, zarpó de la noche, se alejó para siempre de este mundo.

Bernard M. Richardson

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