“El juego creativo es como un manantial que brota de lo profundo de un niño.”

Joan Almon 


El poder curativo del juego

Cuando comencé a enseñar a niños pequeños en 1971, no tenía experiencia ni seguridad en mí misma como profesora, pero estaba convencida de dos cosas: había una chispa de espíritu en cada ser humano y tenía que haber un modo de mantenerla viva en los niños; y había un modo mediante el cual los veinte niños de entre tres y seis años que hay en cada clase jugasen entre ellos absortos y en armonía sin sumirse en el caos.
     
Me llevó algunos años darme cuenta de la estrecha relación que existe entre estas dos realidades: la espiritualidad y el juego. Es difícil expresarlo con palabras, pero había muchos días en clase en los que sentía el intenso murmullo de los niños inmersos en su juego y me decía a mí misma: esto es lo más cerca del cielo que estarás en esta vida.

Con el paso de los años observé muchas diferencias individuales y culturales en el modo en que jugaban los niños, sin embargo estaba impresionada por la calidad universal del juego. Jugar es una de las experiencias primordiales en la vida, y está íntimamente relacionada con el crecimiento, la salud y el bienestar de los niños.
     
Hace poco escuché a una reputada educadora infantil, Gillian MacNamee, del Erikson Institute de Chicago, decir que ella percibe el juego como uno de los cuatro indicadores básicos de la salud del niño junto con el modo en que éste come, duerme y gestiona el uso del baño. Teniendo en cuenta el papel central del juego en el desarrollo del niño, debemos hacer todo lo que esté en nuestra mano para apoyarlo y promoverlo, especialmente ahora que está desapareciendo de las vidas de muchos niños.
     
Otro aspecto básico de la primera infancia que está estrechamente vinculado con el juego es la capacidad del niño para imitar a los adultos en sus tareas y recrear esas tareas en su propia situación de juego. Esto lo vi de manera más clara en una escuela Waldorf de Tanzania hace unos años, en la cual había dos grupos de preescolar. Una de las profesoras era nueva en la educación Waldorf; había entrado un mes antes y todavía no había asistido a ningún curso de formación. Era muy habilidosa cuando jugaba con los niños de manera individual, pero no sabía cómo ayudar a un grupo de veinticinco niños a jugar. Al pasar por su clase, oí un gran alboroto que me recordó mis primeros días como maestra.
     
La mañana que fui a ver su clase, le dije a la maestra que me gustaba hacer labores de costura mientras observaba y le pregunté si no tenía una muñeca que coser o alguna prenda que remendar. Me miró perpleja y me dijo que ese tipo de tareas las hacía todas en casa, por la noche. A lo que yo respondí de manera brusca y con poco tacto: «No, no, en el Jardín de Infancia Waldorf hacemos esas labores delante de los niños para inspirar su juego».
     
No había muchos materiales en la clase, pero como los niños estaban haciendo pequeños pompones con hilo y cartón, había una cesta con pequeñas hebras de hilo revueltas. Cuando los niños entraron, yo estaba sentada en la mesa haciendo pequeñas bobinas de hilo, cantando una canción sobre lo que estaba haciendo y formando un círculo con las madejas que iba terminando.
     
Los niños parecían estar fascinados por los gestos, el humor y la música. Todos se reunieron a mi alrededor y observaron con atención. Cuando terminé de enrollar la última hebra de hilo, y había completado el círculo de bobinas, los niños se volvieron como una bandada de pájaros y revolotearon por toda la clase para ponerse a jugar. Con unas sillas hicieron un autobús. Construyeron tiendecitas donde vendían todo tipo de cosas y también construyeron casas para sus bebés. La profesora estaba anonadada, pero no era más que una ilustración de cómo los niños se sienten inspirados por el trabajo real y lo transforman en juego creativo gracias al poder de la imitación.
     
Algunas veces la capacidad de imitación de un niño es débil, y tiene dificultades para jugar. En estos casos lo mejor es hacer participar al niño en tareas cotidianas como cocinar, limpiar, trabajar la madera o cualquier otra cosa que haya que hacer. Normalmente, después de un breve periodo de trabajo, el niño quiere jugar y tiene ideas para hacerlo. En la situación más extrema a la que me he enfrentado, me traje un niño a mi mesa diez minutos al día durante seis semanas. Al final de ese periodo, el niño era capaz de jugar a la perfección.

*  *  *
La relación entre la imitación y el juego me sorprendió enormemente siendo yo una inexperta maestra. Resultó de mucha ayuda observar la imitación en niños muy pequeños que están aprendiendo a hablar, a través, simplemente, de imitar el lenguaje de quienes le rodean, para entender el concepto de imitación al que hacía referencia frecuentemente Rudolf Steiner.  Pero, ¿de dónde proviene esta capacidad de imitar?
     
Para dar respuesta a esta pregunta, resultó de mucha ayuda encontrar la explicación de Rudolf Steiner sobre los orígenes de la imitación en un texto que ahora está incluido en el libro de la asociación WECAN (Waldorf Early Childhood Association of North America): On the Play of The Child, («Sobre el juego del niño», Rudolf Steiner da una idea de cómo los seres humanos conectamos con seres superiores cuando estamos en el mundo espiritual antes de nacer y después de morir. Aprendemos de ellos, no si permanecemos distantes, sino si conectamos profundamente con su ser durante nuestro aprendizaje. Respiramos dentro de ellos y aprendemos directamente de ellos. Este don que nos permite conectar con otro ser lo traemos con nosotros a la tierra, lo experimentamos considerablemente durante los siete primeros años de vida y lo denominamos imitación. Se trata de algo que va más allá de la simple imitación de otro ser humano. Llega hasta lo más hondo del corazón y el alma de quienes como seres humanos, somos excepcionalmente individuales y aun así capaces de fusionarnos con el mundo que nos rodea.
      
« Los niños llevan consigo sus experiencias prenatales del mundo espiritual y las conservan en su existencia física después de nacer. En el mundo espiritual, nosotros, los seres humanos, vivimos en los seres de los mundos superiores; todo lo que hacemos surge de la naturaleza de estos mundos. Allí, nuestra capacidad de imitar se desarrolla en mayor grado porque estamos en unión con aquellos seres a los que imitamos. Después llegamos al mundo físico, pero continuamos con nuestro hábito de fusionarnos con nuestro entorno e imitarlo. Continuamos imitando a aquellos que son responsables de nuestra educación y que deben ser conscientes de que son nuestro modelo a imitar. Es de gran importancia para la salud de los niños ser capaces de vivir no tanto en su propia alma, sino en la de las personas que les rodean…1»
     
En otra serie de conferencias, Rudolf Steiner explica que esta capacidad de introducirnos profundamente en los mundos superiores la conservamos en la primera infancia y sirve de base para una vida arraigada en la religión durante este periodo de nuestras vidas. Este tipo de religión no es de la que se «enseña » a los niños, más bien constituye la base para una vida religiosa en la tierra. Así, pues, se construye, se moldea y se forma gracias a la familia y su comunidad religiosa. Rudolf Steiner describe este fundamento de la experiencia religiosa de la siguiente manera:
     
      «Solo basándonos en este conocimiento podemos entender verdaderamente lo que se expresa en la vida y en las actividades de los niños menores de siete años. Ellos simplemente continúan en su vida terrenal con una tendencia del alma que es el aspecto más importante de la vida antes del nacimiento. En el ámbito espiritual, uno se rinde completamente al espíritu que le rodea, vive fuera de sí mismo, de manera aún más individual, y sin embargo, fuera de su propio ser. Nos proponemos continuar con esta tendencia a la devoción durante nuestros primeros años de vida terrenal, y queremos continuar en nuestro cuerpo físico con la actividad que realizamos en el mundo espiritual antes de nacer. Esta es la razón por la que la vida entera de un niño pequeño es religiosa por naturaleza. 2»
     
En otras publicaciones, Rudolf Steiner sugiere que los profesores de infantil en sus Jardines de Infancia son como los sacerdotes en sus iglesias. Pero esta sugerencia es fácil de malinterpretar. Normalmente, el sacerdote está en el altar, mirando hacia el mundo espiritual y guiando a su congregación hacia lo divino. Los niños pequeños, sin embargo, acaban de dejar el mundo de lo divino y están buscando el camino hacia la tierra. Nuestra labor es ayudarles a encontrar el camino a la vez que reconocen una fuerte presencia de lo divino en la tierra. Nosotros no permanecemos en un altar convencional, sino en nuestra mesa de trabajo, horneando el pan de la vida, cosiendo, cuidando de las plantas, y haciendo muchas más cosas.
     
Los niños perciben una diferencia en nuestro modo de experimentar el mundo terrenal: si únicamente experimentamos su expresión más materialista y externa, o si reconocemos en él la mano de lo divino en la creación de todo lo que es terrenal. No es necesario hablar de estas cosas con los niños, aunque de manera puntual podemos comentar algo acerca de Dios o de los ángeles y podemos incluir a estos seres benignos en nuestros versos y canciones. Nuestro estado de ánimo y nuestros gestos tienen mayor impacto en los niños pequeños que nuestras palabras. Si albergamos lo divino en nuestro corazón, y si nuestras prácticas interiores van dirigidas a lo espiritual, entonces el niño percibirá la tierra como su hogar, lo cual no sucederá si se ve rodeado de una visión puramente materialista. En lo más profundo de su ser, ellos saben que hay un mundo espiritual y buscan en la tierra una experiencia que lo refleje. Nos observan para entender esta realidad y la captan mediante la imitación de nuestro estado de ánimo.
      A menudo me daba cuenta de la importancia del estado de ánimo de la profesora cuando estaba en clase. Había días en los que durante el rato de juego, por ejemplo, sentía cierto nerviosismo en la clase. Los niños jugaban pero de una manera superficial. Yo miraba por toda la habitación preguntándome quién estaría dificultándoles el juego. Normalmente nadie estaba incordiando a los demás; sin embargo, podía percibir la tensión en el aire. Al final aprendí una valiosa lección: que cuando yo experimentaba ese nerviosismo, primero debía mirarme a mí misma. A menudo me encontraba inquieta y había perdido mi calma interna. Cuando respiraba profundamente y me centraba de nuevo, toda la clase volvía a estar cómoda con su juego.
     
Junto con la capacidad de imitación del niño existe otra capacidad también importante: una profunda sabiduría que guía cada paso de su desarrollo. Todo niño sano sabe cuándo darse la vuelta, cuándo incorporarse y cuándo caminar. ¿Cómo sabe qué hacer? Ni se lo enseñan ni lo aprende por imitación. Más bien se trata de una profunda sabiduría que hay en el interior de cada niño y que le guía a través del camino de su desarrollo y crecimiento físico. Esta misma sabiduría está en funcionamiento cuando los niños juegan, les ayuda a seleccionar los escenarios de juego que necesitan para alcanzar los siguientes pasos de desarrollo, incluyendo aquellos que se necesitan para la curación. Los niños a menudo recurren al juego simulado para resolver los problemas que les molestan. Puede que no sean capaces de expresar el problema a través de un lenguaje racional, pero lo expresan en el juego.
     
*  *  *
      Un niño de cuatro años entró en mi clase, en la que había alumnos de varias edades, y lo primero que percibí fue que tenía una voz inusual. Su uso del lenguaje estaba bien desarrollado, pero su voz era más bien la de un niño mucho más pequeño. No correspondía con su etapa de desarrollo. Observé su juego, y cada día jugaba de la misma manera: cogía seis o siete tocones de madera y construía una pequeña casa circular sin puertas ni ventanas. Se metía dentro, ponía un trozo de tela a modo de tejado, y pasaba ahí todo el rato de juego.
     
Hablé con su madre para comprender mejor lo que estaba pasando en la vida del niño. Ella estaba muy preocupada y dijo que su hijo había estado bien hasta los tres años, cuando nació una hermanita pequeña. Al principio él la aceptó bien, pero cuando el bebé tenía unos seis meses, algo cambió en el niño. La hermanita estaba en una etapa adorable y todo el mundo le prestaba atención a ella y no tanta a su hermano. Entonces él empezó a retroceder en su desarrollo: hablaba como un bebé e insistía en volver a beber en biberón.
     
Un día eché un vistazo dentro de la casa mientras jugaba. Vi que estaba acurrucado hecho un ovillo, y había simulado un útero para sí mismo. Había vuelto tan atrás como había podido, como si todavía estuviera en el vientre de su madre. Me preocupé, pero al mismo tiempo tuve la sensación de que él sabía lo que necesitaba, y nuestro deber era protegerle para que pudiera vivir esa experiencia. Mi ayudante y yo nos aseguramos de que nadie le molestase mientras jugaba. Estuvo jugando de esta misma manera todos los días durante unos dos meses. El resto de la mañana participaba en las demás actividades de clase y parecía estar bien, aunque seguía utilizando un lenguaje de bebé.
     
Pero llegó un día en que dejó una pequeña apertura en su casa; no era muy grande pero era un comienzo. Un par de días más tarde, dejó una apertura más grande y salió a buscar a un amigo. Eligió a un niño encantador que se llamaba Bill, y se lo llevó con él a la casa. Ahí jugaron varios días. La casa era bastante estrecha, pero empezó a crecer con más tocones, telas y otros materiales de construcción. Con el tiempo, empezó a ser lo suficientemente grande como para que otros niños entrasen a jugar. Poco a poco la voz del niño volvió a la normalidad. Había resuelto algo con la extraordinaria sabiduría que poseen los niños y que les guía en su juego.
     
Sin embargo, algunas veces los niños se quedan estancados en patrones que no son tan sanos, y uno se da cuenta de que lo plasman también en su juego. Puede que empiecen en la buena dirección, pero después se atascan en determinados patrones. Esto es lo que les pasó a dos niños pequeños, Brendan y James. Eran buenos amigos y habían jugado juntos durante varios años. Cuando tenían cinco años ya se podía percibir que su intelecto estaba despertando. Se interesaron mucho por la aritmética, por ejemplo, y se sentaban a resolver problemas mientras merendaban.
     
Entraron en una fase intensiva de juego entre ellos. Cada día cogían varias estanterías combinables y se construían una casa. No dejaban entrar a ningún otro niño y usaban cuerdas para tejer una especie de telaraña sobre sus cabezas, de un lado a otro de las estanterías y de una estantería a otra. Primero me quedé maravillada por la intensidad de su juego, pero después de unos días me empecé a sentir incómoda. Parecía que estaban encerrándose en su torre de marfil, aislándose de los demás.
     
Cuatro o cinco días después tomé la difícil decisión de guardar las cuerdas. Cuando entraron en la clase y las buscaron, vinieron a preguntarme dónde estaban. Les dije simplemente que las cuerdas estaban descansando ese día. Yo esperaba una lluvia de protestas e incluso llantos, pero en lugar de eso, los niños parecieron aliviados y no discutieron conmigo. Siguieron jugando con las estanterías pero de una manera mucho menos intensa. Poco a poco fueron dejando entrar a otros niños en su casa. Su juego volvió a ser bastante social otra vez.
     
Unos días más tarde, volvieron a preguntarme por las cuerdas. No sabía muy bien qué hacer. Yo veía que algo había cambiado y que estaban en una nueva fase, pero estaba preocupada por si volvían a su antiguo juego. Aun así confié en su proceso de crecimiento y decidí darles las cuerdas. Entonces desarrollaron un juego totalmente nuevo. Jugando con otros niños, cogieron las cuerdas y las usaron como cables de teléfono, conectando todas las casas de la clase y conectando a todos los niños en un laberinto de cuerdas. Las cuerdas seguían siendo una ilustración de su actividad mental, pero ahora había un fuerte impulso social.
     
No siempre es fácil distinguir en el juego de un niño, lo que es sano y lo que no, pero como profesores de las escuelas Waldorf, podemos desarrollar este criterio mediante nuestro trabajo interior y nuestra trayectoria escolar como adultos. Hay muchos ejercicios maravillosos que Rudolf Steiner ideó y que nos sirven de ayuda para desarrollar nuestras capacidades interiores. Un ejercicio que me encanta es aquél en el que hay que observar lo que florece y crece en el mundo de las plantas, y aquello que se debilita y decae. Esta observación se puede hacer en la naturaleza o en las plantas de la clase. Hay que observar la forma estrecha del capullo, tan cerrado y aun así tan lleno de vida en su interior. Se abre poco a poco, y cada vez más y más. Los pétalos comienzan a decaer, se vuelven marrones, se encogen y se desprenden de la flor. Hay que hacer estas observaciones una y otra vez hasta que se puede percibir este proceso en un niño: «Este niño está en proceso de florecer, de apertura, o está decayendo y marchitándose. Quizás el niño está desvaneciéndose pero de una forma positiva, como si estuviera mudando la piel y estuviera haciendo sitio para una nueva.» No hay una fórmula para estas valoraciones, solo una conciencia interior que viene dada, en parte, por la experiencia, pero que es impulsada por el estudio y el ejercicio interior.
     
Cuando vemos lo poderoso que es el juego para el desarrollo normal de los niños y cómo ellos lo utilizan para resolver las dificultades, solo podemos estar agradecidos por este gran don que todo niño posee. Al mismo tiempo, debemos ser conscientes de que hay muchos niños que ya no juegan.
     
*  *  *
     
No se ha investigado mucho sobre el decaimiento del juego, aunque Sandra Hofferth, de la Universidad de Maryland, está recopilando algunos datos sobre este tema en la actualidad. Sin embargo, hay muchos informes anecdóticos. Una profesora de educación infantil de Boston me habló de un seminario que impartió en un congreso de la NAEYC (Asociación Nacional para la Educación de Niños Pequeños). Tuvo lugar un año después del 11-S, y preguntó a los profesores si habían notado en sus clases un aumento de la violencia en el juego. Se oía un molesto zumbido por toda la sala según iban hablando entre ellos. Ella preguntó qué pasaba, y un profesor alzó la voz y dijo que el problema no era que hubiera más violencia en el juego, sino que ya no veían niños jugando en absoluto. Ella preguntó si algún otro profesor había tenido una experiencia similar, y alrededor del 90 % de las doscientas personas que había en la sala levantó la mano.
     
En la Alianza para la Infancia hicimos un seguimiento de este asunto mediante un reducido estudio en el que se les preguntó a experimentados profesores de educación infantil en escuelas públicas de Atlanta (Georgia, EE. UU.) sobre el juego en sus clases. Los profesores explicaron cómo éste había desaparecido a lo largo de un periodo de diez años: primero los centros de juego se convirtieron en centros de aprendizaje, pero los niños aún podían explorar libremente y jugar. Después, cada centro de aprendizaje fijó metas y objetivos, y los niños tenían que centrarse y trabajar en los objetivos de aprendizaje. El juego iniciado por el propio niño había desaparecido, pero los profesores dijeron algo que fue igualmente inquietante: muchos señalaron que si a los niños se les dejaba un rato para jugar, no sabían qué hacer, no tenían ideas propias.
     
Teniendo en cuenta que he trabajado con niños de cinco años durante mucho tiempo, esto me pareció increíble. Normalmente los niños de esta edad están desbordados de ideas. Las madres me contaban cómo los niños se levantaban por las mañanas diciendo a qué jugarían en la escuela. ¿Cómo es posible que no tengan ideas propias?
     
Hay muchos factores que han contribuido a este cambio: la gran cantidad de tiempo que pasan delante de una pantalla hoy en día, el exceso de actividades extraescolares que les deja sin tiempo libre, el hecho de que la mayoría de los programas de educación infantil son cada vez más académicos y alejan a los niños de la experiencia del juego. También se da el caso de que muchos de los que hoy son adultos no jugaron libremente cuando eran pequeños y no le dan importancia al juego, incluso lo temen.
     
Los maestros Waldorf parten de una amplia experiencia en el juego de los niños y la oportunidad exclusiva de compartir sus percepciones en talleres y cursos, en la clase con los visitantes que vienen a observar, en jornadas de juego organizadas para los niños de la comunidad, en artículos para revistas y prensa local.
     
Es de vital importancia que el juego siga siendo un elemento central de la infancia. Contribuye a mejorar todos los aspectos del desarrollo de los niños: físico, social, emocional y cognitivo. Como resultado de la desaparición del juego, se producen enfermedades físicas y mentales que pueden ser de carácter grave. Así que por el bien de los niños en la actualidad, y por el bien de su futuro y del de nuestra sociedad, debemos hacer todo lo que podamos para restablecer el juego y protegerlo.
     
Notas
      1. Extracto de Education as a Force for Social Change, («La educación como fuerza para el cambio social »), 9 de agosto, 1919, p. 11. Citado en On the Play of the Child, WECAN (Spring Valley, 2004) p. 10.
      2. Extracto de Roots of Education («Raíces de la educación»), 16 de abril, 1924, p. 60 Citado en On the Play of the Child, WECAN (Spring Valley, 2004) p. 10.
     
Joan Almon     
Traducido por Beatriz Arguedas Ibáñez

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