Iosef Rubinshtein

Alma—Ata
(Fragmentos)

La ciudad se llama Alma—Ata, el padre de las manzanas; 
un blanco incendio arde sobre ella en días florecientes. 
Ella trepa montaña arriba por altas calles vueltas escalera, 
y sin despedirse siquiera, cae al valle, cansada… 

a su alrededor, en orgullosa indiferencia, se reúnen las montañas, 
y desde lo alto observan como , por las rodillas, abajo 
envuelta en gasas de niebla del primaveral retoño, 
trepa, como con zancos, una ciudad blanca. 


Me parece: comen un río se refleja la nieve de las montañas 
en el blanco enceguecedor de sus paredes, 
y en la blanca ciudad alada, en flotante vuelo de aireados manzanares, 
levanta, de improviso, vuelo en el azul de la mañana. 

De pronto una rosa pálido enciende nieve, montañas, tejados 
y la madrugada despierta las ventanas con desbordante vino rojo. 
La ciudad despierta de su sueño, comienza a alzarse 
y bajo el resplandor del sol, va a echarse a flotar en cualquier momento. 


El viejo kazajo esta de pie al lado del arrodillado camello, 
y sonríe enigmático en dirección del desierto. 
En las pequeñas ranuras de sus ojos, se enciende una llamita 
que cruza rápidamente y se apaga con un resplandor inquieto. 

Todo alrededor arde, una estepa—desierto de aliento siempre ardiente; 
como nubes, navegan las montañas por el horizonte. 
Me parece ser de nuevo un niño y, de pronto surge ante mí 
infantil y cercana, una imagen del jeider…


Imagino que el viejo es, sin duda, Eliezer
recién venido de lejos, de Aram—Naharaim. 
Y la niñita que juega todavía con cuentas de vidrio 
en Rivka… el viejo permanece de pie, acariciándose la barba, 

y mira enigmáticamente por sobre el desierto; 
sin duda conoce mi pensamiento y guarda para si el secreto 
que solo el sabe bien. Sonríe por lo tanto, 
y yo siento el halito de Dios sobre mí, como en otros tiempos. 

Iosef Rubinshtein



París
 
París, 
de la monarquía sueca, del norte invernal 
hoy llego un huésped, 
ni marqués ni príncipe, 
solo un triste huésped escapado del país de las ruinas, 
un judío consumido a medias por las llamas, 
que el destino o el capricho 
trajo aquí. 
Esta parado ahora al lado del tren, encandilado por la luz del día, 
con ojos nocturnos, somnolientos y asustados. 
¿Qué piensa? ¿Qué espera? Nadie ha de venir 
a recibirlo con flores. 
Puede que un amigo, falto de hogar como él, 
compañero de enrancia, 
venga a ayudarlo a arrastrar los bultos. 
Esta parado entonces esperándolo. El tren escandinavo 
respira pesadamente, resopla todavía, 
descarga todavía con bufidos el terror de los inquietos caminos europeos, 
y él, el triste huésped, sobre el andén enfrente, 
murmura calladamente una insólita plegaria: 
—¡París, vengo agobiado; sé buena conmigo. 
Desde lejanos días juveniles 
vengo hacia ti con pasos nostálgicos. 
Percy tu voz desde las lejanías, 
a través de las calles de Varsovia; en poemas y libros; 
ahora estoy aquí, vine hacia ti. 
París, sé buena conmigo, 
con el errante judío! 

Iosef Rubinshtein












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