Jaim Grade

El hombre de fuego 

En la antesala de mi casa, de pie, desnudo, hay un hombre de fuego 
que me observa a través de la puerta vidriera. 
Mi corazón retumba como un reloj salvaje: 
¿quién será el que me mira desde el otro lado de la puerta? 

¿Habrá escapado del brasero encendido en mi cuarto? 
¿O acaso estallo un incendio en mi cocina 
y antes que las llamas también me devoren 
vino a salvarme, a llevarme consigo? 

¿Pero por qué el hombre de fuego tirita de frío 
y su piel en llamas se cubre de escarcha? 
Es mi cuerpo arraigado en su brote mismo 
y mi osamenta bajo ceniza, moho y nevada. 

Yo debí convocarlo de entre todas las fosas 
y el hombre de greda escuchó mi llamado. 
Ahora me busca de puerta en puerta: 
el asesinado tras el último trozo de su cuerpo. 

Aunque tal vez haya venido del silencioso océano 
o es una chispa de la explosión del átomo 
o el cerebro estallado y la voluntad desatada 
que se atropellan encendidos hacia el abismo. 

Puede que lo haya visto en el norte helado, 
aullando sin voz, en ropa de prisionero, 
o acaso huyo desnudo de la prisión, a matarme 
porque callo y disimulo su sufrimiento. 

—¡Oh, quien quiera seas, misterioso hombre de fuego, 
no quiero seguirte por tu senda secreta! 
Transfórmate y hazte mi leal custodio; 
hombre de fuego, vuélvete hombre de piedra. 

El hombre de fuego obedece. Me deja ante la mesa 
y se hace piedra negra en la antesala de mi casa. 
Solo falta grabar mi nombre sobre ella 
para que sea de mi sepulcro la lápida.

Jaim Grade o Chaim Grade



La paloma sobre la escalera 

De pie entre cielo y tierra se yergue una escalera, 
la misma de mis años juveniles en nuestra herrería; 
obstinada en las dieciocho bendiciones7 y en un mental encono, 
con el pensamiento de todos los escalones vuelto al cielo, 
como un devoto que viviera sólo a cebolla y pan seco, 
enjuta y hosca permanece de pie, rezando, 
esta escalera que estuviera en nuestra casa 
apoyada sobre el muro largos años. 

Yo solía permanecer sentado en algún escalón 
leyendo libros, enamorado de los amores novelescos, 
siempre de viaje por el mundo, cruzando los océanos, 
me quedaba, envuelto en poesía, días enteros 
hasta olvidar la oscura casa agobiada de trabajo, 
hasta dejar de oír el golpe del martillo, 
sin ver siquiera nuestra antecámara 
donde en pleno día reinaban las tinieblas; 
allí arriba el humo del fuelle ya no sofocaba 
y no llegaba el resonar de la fragua. 

Al anochecer ascendía por la escalera rumbo a la mañana 
y en un firmamento de sueños me escondía. 
Ahora, de nuestra fragua ya no quedan rastros, 
pero la escalera esta y crece a las alturas 
hasta donde no llega el eco de las voces 
ni se divisa el humo de las chimeneas. 
Y a pesar de ser madera basta, sin cepillar, 
la escalera, me parece, sólo medita, solo reza; 
vive la fría vida de un largo cabalista de madera 
y observa, con callado enojo, si yo rezo. 
Yo no rezo, pero aguardo a los ángeles 
de mi padre Jacob camino a Jarán8
La devota escalera va hacia las alturas y yo la sigo 
Con el corazón y la nostalgia de mis años juveniles. 

De pronto veo que en un escalón se sienta una paloma 
y a la primer mirada reconozco a mi paloma perdida. 
Se mueve con idéntico temblor estremecido 
que cuando miraba por los vidrios de nuestra fragua hacia fuera. 
Me dejo ir hacia ella con brazos extendidos, 
pero la paloma sube, volviendo inquieta la cabeza. 
—¿No me reconociste palomita, luminosa mía?— 
y la sigo, peldaño a peldaño, pero la escalera. 

Se la compré a un muchacho cristiano; la traje contra el pecho 
y la crie con agua y granos. 
Nuestros vecinos se burlaban: “—La madre 
quiere hacer de él un estudioso, nada menos, 
y él en cambio, es un cazador de pájaros.” Y Don Iser, 
el cerrajero, martillando una barra de metal al rojo, 
gruñía que esta prohibido criar palomas; 
que quien lo hace pierde el mundo venidero. 

También mi madre gritaba: —Estás loco. 
¿En la fragua, entre esquirlas de hierro, humo, telarañas; 
entre lanzas de yunques, maquinas y sierras, 
quieres criar una paloma blanca…? 
—Y a pesar de todo crié, paloma mía, blanca mía. 
¡Ven a mi!— La paloma aletea 
y arrulla, que no se trata de una historia inventada, 
pero agita las alas y salta un peldaño mas arriba. 

La escalera sigue creciendo, estirándose hacia el infinito, 
y la paloma, de delgadas patitas rojo—vino, arrulla, arrulla. 
Yo voy tras ella hablándole; le cuento como en sueños 
una historia verídica de un muchacho con una carta de la suerte; 
de un judío con un organito girando la manivela, 
con una rata campesina gris y un papagayo verde. 
A fuerza de lágrimas solía sonsacarle a mamá una moneda 
y por casi nada, comprarle al organillero trotamundos 
luminosas esperanzas. 

Una vez era el papagayo quien extraía la carta de la caja 
y otra vez lo hacia la rata grisada y ágil. 
Los dos servían dicha en porciones generosas 
y el judío, con su organito, los acompañaba: 
—¡Divertíos, divertíos hijos; ahora es vuestro tiempo!— 
cantaba cansado y ronco el judío, tristemente. 
—¿acaso sepas algo, palomita, de sabios 
que puedan ayudarme a volver atrás el tiempo; 
a traer aquellos años mozos que volaron? 

Tráeme de vuelta, palomita, ingenuidad de niño; 
trae de vuelta a aquellos judíos, de barba grises, de nuestra sinagoga. 
Recuerdo todavía como me rodearon los ancianos 
y me apostrofaron por confiar en una rata como en un profeta. 
También mi madre suspiraba, como sentada sobre espinas 
entre sus feriantes que se burlaban de mi tarjeta de la suerte 
servida por una rata 
y le profetizaban que en lugar de convertirme en maestro 
iría como un rustico, con la cabeza descubierta. 
—Es una enfermedad esta manía que tiene por los animales— 
se disculpaba mamá ante aquellos que en los demás buscan defectos. 
—Tiemblo todavía porque no vuelva a ocurrírsele 
criar en el taller, en el infierno, un conejo. 

Un veloz conejo había saltado de una carreta campesina 
y corrido, corrido, corrido, 
hasta que los perros callejeros perdieron su rastro, 
y a través de patios, calles y portones, 
acertó precisamente a nuestra fragua. 
Yo lo encontré, las orejas gachas, 
sentado en la oscuridad bajo mi cama, 
con dos redondos ojos rojos, como soles, 
y de miedo a los perros y a otros sanguinarios cazadores, 
le bajaban grandes lágrimas por la pequeña cara. 
Todavía recuerdo su hocico negruzco, con humedad de tierra, 
apretándose a mi mejilla; 
siento todavía la humedad de su pequeña lengua; 
aun recuerdo como ardían sus ojos inteligentes, silenciosos, 
tristes y traviesos como si también fuera un pobre chico judío. 
Todos eran enemigos mortales de mi conejo: 
los vecinos, los herreros, la traidora gata. 
Y mi madre se avergonzaba de mostrar en el patio común la cara 
desde que yo criaba un animal impuro. 
El encargado de la casa, el no—judío, quería devorarlo, 
pero yo lo protegía de ese amalequita9
 ebrio 
y hasta callaba cuando los vecinos se solazaban en la burla: 
—Enhorabuena: ¡el estudioso cría un conejo! 
Manchado como ceniza y herrumbre correteaba alegre, 
y como para sus juegos le resultaba estrecha la antesala, 
jugaba en la fragua entre los hierros, hasta quedarse dormido un día 
al caer sobre él un pesadísimo martillo. 

También mi madre lloraba recriminándome entretanto: —¿Por qué lloras? 
¿Cuántas veces yo misma me lastime aquí? 
¡Se le antojó un conejo en la forja! ¿Qué te creías? 
¿Puede soportar acaso un animalito lo que un ser humano? 
—Pero tú, paloma mía, en tu prisión de hierro 
permaneciste sana y blanca, con alas diamantinas 
para que pudieras mostrarme mi juventud de nuevo 
en tu luminosidad como en un espejo. 
¡Acércate! –La paloma hace un mohín 
como una princesa tocada con su corona de oro 
y salta devorando peldaño tras peldaño 
y yo la sigo como sumergido enana neblina blanca. 

Le cuento de un muchacho con un ojo enfermo 
y un palomar sobre su techo; 
y un muchacho, falto de ambas piernas, que también criaba pájaros 
para verlos volar y reflejarse en todos los cristales. 
Los dos muchachos se emboscaban en altillos, 
echaban semillas y acechaban escondidos. 
En el patio se reunían chiquillos vecinos 
junto a una pandilla de chicos no judíos. 
Sin aliento, como embrujados, testa contra testa, 
vueltos los ojos al cielo, observaban con la boca abierta, 
cual de los dos cazadores de pájaros lograría primero 
atraer a su nido visitantes ajenos 
y llenar el palomar que bullía en su altillo 
de huéspedes trajeados de blanco. 

La paloma escucha complacida el relato sobre los atrapa—pájaros 
pero la escalera crece y el camino es todavía largo; 
entonces hamacándose se arrastra ágilmente sobre el vientre 
con mas facilidad que una onda estival por un riacho 
y mi corazón se muere de nostalgia 
yendo tras ella como un ciego, con brazos extendidos: 
—Olvidaste, palomita, aquella vez que te saqué 
de la estreches de nuestra fragua al patio 
a que te vieran los demás chicos. 
Olvidaste, palomita, como sobrevolaban nuestro patio 
las dos bandadas de pájaros. 
Ya te olvidaste acaso del patio rodeado de pequeñas casas 
por el cual, como anillo, rodó mi infancia. 
Solo un ángel susurra así con sus alas silenciosas 
con la dulce melodía de una madre ante la cuna de su hijo, 
como las palomas moviéndose en el círculo.

Para dejarte bajar abrí la mano 
y en un abrir y cerrar de ojos cruzaste nuestro muro 
de ladrillos partidos, desnudos, descascarados, 
brillaste en las alturas bajo el sol; 
pero el del palomar ya se la ingeniaba 
para atraparte, rodeándote de machos hambrientos 
que te desviaron hasta su expectante hombro muerto. 

Para qué te solté, por qué lo hice, 
no lo sé, mi dulce engañada, y me lo pregunto todavía. 
¿Sentí acaso pena de tu cautiverio? 
¿Acaso imaginó mi excitada fantasía 
que me traerías otra paloma más desde los cielos 
a compartir la estrechez de mi cuarto en la herrería? 
Huiste de mí porque soñé otra paloma 
y caíste presa en la cerrada torrecilla. 
Yo siempre te busque y ahora que te encontré de pronto 
años después del infernal diluvio. 
—¡De aquí en mas no nos separaremos! 
¡Mil peldaños no podrán alejarnos! 
—exclamo, y me hecho escaleras arriba; 
y la paloma aletea y sube también los escalones. 
Entonces entre la escala en un mundo diferente 
y como la copa de un árbol, comienza a hamacarse. 

Vuelvo el rostro, miro detrás de mí, abajo, 
Y veo en todos los escalones pájaros sentados, 
Enormes, formando círculos, 
Prestos a devorarme, hambrientos, sanguinarios. 
Cuanto mas crece mi miedo más se aleja mi esperanza 
De alcanzar alguna veza mi paloma ansiada; 
Y cuanto menor es mi esperanza, más hermosa se vuelve la paloma 
Saltando alegre y libre en las alturas. 
Si quedo retrasado vuelve la mirada 
Para que la siga, arrastrándome, trepando. 

¡No hay retorno! Mis días vividos, como aves de rapiña 
siguen sentados en los peldaños. 
Se que estoy soñando y aun así me aterro, 
y sin embargo ruego que el sueño no termine nunca. 
A mi edad, con mi figura y con mi pobre vestimenta 
soy un hombre fantasioso que no finalizo su enrancia. 
El abismo se torna cada vez mas hondo y mayor el trecho andado, 
mientras la escala, como en el sueño de Jacob, se sigue elevando, 
sólo que en lugar de bajar por ella un ángel 
se va por ella al cielo mi paloma reencontrada.

¡Que se vaya! También yo tengo costumbre de ser un caminante 
y errar por inhóspitos caminos y desiertos. 
He de seguir a mi amada, cónsul blanco velo nupcial 
y no cansarme de pedirle que devele mi enigma: 
—Dime, ¿si no te hubieran robado en mi infancia 
como hubieran sido mi suerte y mi vida? 
¿Hubiera envejecido calmosamente con el correr de los años 
o de todos modos seria anciano y muchacho? 
Demasiado temprano se colmo de frío mi vida 
pero llevo un corazón joven y asustadizo todavía 
Hallaste calor y afecto en un nido extraño 
y yo sin ti quede a un tiempo, demasiado niño y demasiado viejo. 
Si te hubieras apiadado viniendo antes 
no me encontraría ahora trepado a una escala, 
pero aun aguardo el milagro de tu metamorfosis 
en tu verdadera figura, con dos ojos humanos. 
Tu en mis brazos, Dios sobre nosotros, 
y la alegría de que nunca te hubieras volado. 

—¡Nevada paloma mía, ataviada de perlas! 
¡Luz mía, seductora celestial y terrenal! 
Si ya no existe un retorno a tierra, 
déjame seguirte y embriagarme de nostalgia. 
¡Que por lo menos no eche a volar la escalera, 
oh, mi terrible oráculo sagrado! 
Eres más real que mi realidad misma 
y más consistente que mi vida al anochecer sobre la tierra. 
Has transformado en metáforas mi mundo entero, 
que todo lo comparo contigo y con mi sueño. 
¡Canto de todas mis canciones! ¡Cantar de mis cantares! 
Si no puede ser de nueva dicha, mi prometida, 
bésame con tu silencio, consuélame callando 
para que yo te siga, subiendo, subiendo. 

¡Escucha! ¡Qué dulcemente trinan los pájaros 
desde los peldaños inferiores! 
Cuando los años vividos se vuelven más ligeros 
las aves de rapiña se tornan pájaros cantores. 
Cuando escucho como pian las aves afuera 
percibo en su voz un gran secreto: 
que tal como ellas, no conozco la razón primera 
ni el fin último del amor y la vida; 
que con mi rostro, corazón y pensamiento 
yo no soy más que los pájaros en la madrugada; 
y que si no guerrero con mi suerte, 
como un pájaro en su nido, he de vivir sereno.

Jaim Grade












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