conde de Villiers

" Respondió con dureza: «¿Acaso la conversación del Etna es amena?"

 Auguste Villiers de L'Isle-Adam
Cuando le preguntaron si la conversación de Wagner era amena
Tomada del libro Prólogos de la Biblioteca de Babel de Jorge Luis Borges, página 56




Como para confundirse

En una mañana gris de noviembre, caminaba rápido por los muelles. Una fría lluvia humedecía el aire. Oscuros caminantes se entrecruzaban, protegidos con deformes paraguas. El ambarino Sena acarreaba desmesurados abejorros. En los puentes, el viento hacía volar los sombreros, que sus dueños disputaban al espacio con actitudes y contorsiones cuya contemplación resulta siempre tan penosa para un artista.

Mis ideas eran pálidas y nebulosas; la preocupación por una reunión de negocios, aceptada en la víspera, acosaba mi imaginación. La hora de la cita me apremiaba: decidí protegerme al abrigo de un tejado. desde donde podría llamar a algún coche.

En el mismo instante vi, precisamente a mi lado, la entrada de un macizo edificio, de aspecto burgués. Había surgido de la niebla como una pétrea aparición, y, a pesar de la rigidez de su arquitectura, a pesar del vapor sombrío y fantástico que lo envolvía, tuve que reconocer, inmediatamente, que tenía un aire de hospitalidad que apaciguó mi espíritu.

-¡Seguro -me dije-, que los habitantes de esta mansión son gente sedentaria! Este sitio invita a detenerse: ¿está abierta la puerta?

Entré con una sonrisa, la más educada posible. El sombrero en la mano -incluso meditaba un madrigal para la dueña de la casa-, y me encontré, al mismo nivel, ante una especie de sala con una techos de cristal, por la que entraba la lívida claridad del día.

En los percheros había ropas, vestidos, bufandas y sombreros.

Había mesas de mármol por todas partes. Varios individuos, con las piernas estiradas, la cabeza alzada, los ojos fijos, y un aire real, parecían meditar.

Eran miradas sin ideas, vacías, rostros color del tiempo.

Había carteras abiertas, papeles extendidos junto a ellos. Y entonces, noté que la dueña del local, con cuya amable cortesía yo había contado, era la Muerte.

Observé a mis huéspedes.

Seguramente para escapar a las preocupaciones de la agobiante existencia, la mayoría de los que ocupaban la sala habían asesinado sus cuerpos, esperando, de este modo, alcanzar un poco de alivio.

Mientras escuchaba el ruido de los grifos de cobre adosados a la pared y destinados al riego cotidiano de esos cadáveres, escuché un carro. Se detenía frente al establecimiento. Supuse que los hombres de negocios me esperarían. Di la vuelta para aprovechar esa suerte.

En efecto, el carruaje acababa de dejar a unos alegres colegiales que necesitaban contemplar la muerte para creer en ella. Hice una seña al coche vacío y dije al cochero:

-¡Al Pasaje de la Ópera!

Unos momentos después, en los bulevares, el tiempo me pareció más nublado, sin horizonte. Los arbustos, esqueléticas vegetaciones, daban la impresión de señalar vagamente, con las puntas de sus negras ramas, a los peatones y a los todavía somnolientos agentes de policía.

El coche rodaba deprisa. Los transeúntes, a través del cristal, me parecían como agua que corre.

Una vez llegado a mi destino, me lancé por la calle repleta de gente preocupada.

Al fondo percibí, justamente enfrente, la puerta de un café -hoy en día consumido en un famoso incendio (porque la vida es sueño)-, que estaba situado al final de una especie de hangar, bajo una bóveda cuadrada, de lóbrego aspecto. Las gotas que caían sobre la cristalera superior oscurecían la pálida luz del sol.

-¡Ahí me esperan -pensé-, con una copa en la mano, los ojos brillantes y burlándose del Destino, mis hombres de negocios!

Toqué el timbre y me encontré en una sala. Desde el techo se filtraba la lívida claridad del día, a través de unos cristales.

En los percheros había ropas, vestidos, bufandas y sombreros.

Mesas de mármol por todas partes. Varios individuos, con las piernas estiradas, la cabeza levantada, los ojos fijos, y un aire real, parecían meditar.

Eran rostros color del tiempo, miradas sin ideas.

Había carteras abiertas y papeles desplegados junto a cada uno de ellos.

Observé a estos hombres.

Ciertamente, para escapar a las obsesiones de la insoportable conciencia, la mayoría de quienes ocupaban la sala habían asesinado sus almas, esperando, así, alcanzar un poco de alivio.

Mientras escuchaba el ruido de los grifos de cobre, adosados a la pared, y destinados al riego cotidiano de esos cadáveres, el recuerdo del rodar del coche me vino a la mente.

-¡Seguramente -me dije-, es probable que el cochero se haya visto afectado, con el tiempo, por algún tipo de entorpecimiento, para haberme traído, después de tantas vueltas, a nuestro punto de partida! De todas formas, lo confieso (para que no haya confusión), ¡LA SEGUNDA VISIÓN ES MÁS SINIESTRA QUE LA PRIMERA!...


Cerré, pues, en silencio, la puerta acristalada y volví a mi casa, decidido, sin tener en cuenta lo sucedido -y aunque me ocurriera lo que me ocurriese-, a no hacer negocios nunca más."

 Auguste Villiers de L'Isle-Adam


"El amor es más fuerte que la muerte, dejó dicho Salomón: sí, su misterioso poder es ilimitado.
Sucedió durante uno de esos crepúsculos otoñales que se dan en París, hace unos años. Los últimos carruajes del bosque –ya con las linternas encendidas–, rodaban hacia el sombrío barrio de Saint-Germain. Uno de ellos se detuvo ante el pórtico de una gran casa señorial, rodeada de seculares jardines; el arco mostraba un escudo de piedra, con las armas de la antigua familia de los condes d’Athol: una estrella deplata en campo de azur, con la divisa “Pallida Victrix” bajo la corona realzada de principesco armiño. Las pesadas hojas de la puerta se abrieron. Un hombre de treinta y cinco años, enlutado, con el rostro mortalmente pálido, descendió del carruaje. En la escalinata, taciturnos sirvientes mantenían en alto las antorchas. Sin mirarles, subió los escalones y entró. Era el conde d’Athol. Vacilante, subió las blancas escaleras que conducían a la habitación donde, aquella misma mañana, había depositado en un féretro forrado de terciopelo y cubierto de violetas y batista, a Vera: su voluptuoso amorr, su pálida esposa, su desesperación.
En lo alto, la puerta giró suavemente sobre la alfombra; a continuación, él se aplicó en alzar los cortinajes.
Todos los objetos estaban en el mismo lugar donde la condesa los había dejado la víspera. La muerte, súbita, la había fulminado. La noche anterior, su bienamada se había desvanecido en goces tan profundos, se había perdido en tan exquisitos abrazos, que su corazón, roto de delicias, no pudo soportarlo y desfalleció: sus labios se mojaron de pronto con un púrpura mortal. Apenas tuvo tiempo de darle a su esposo un beso de adiós, sonriendo, sin pronunciar una sola palabra; después, sus largas pestañas, como crespones de luto, se cerraron sobre la bella noche de sus ojos.
Aquel día sin nombre había transcurrido."

Auguste Villiers de L´Isle
Vera y otros cuentos crueles


"El corredor parecía alargarse misteriosamente. Él no acababa de avanzar; miraba siempre la sombra lejana, donde debía existir una salida salvadora."

Jean-Marie Mathias Philippe Auguste, conde de Villiers de l`Isle-Adam, más conocido como Auguste Villiers de L'Isle-Adam
La esperanza



"El género humano se divide en románticos e imbéciles."

 Auguste Villiers de L'Isle-Adam



"El pesado landó del extranjero nos seguía. Antonie Chantilly (más conocida con el nombre de guerra, un poco travieso, de Isolda) había aceptado su misteriosa compañía.
Una vez instalados en el salón rojo, encargamos a Joseph que no dejase llegar hasta nosotros a ningún ser viviente, a excepción de las ostras, de él y de nuestro ilustre amigo el fantástico doctorcillo Florian Les Eglisottes, si por azar venía a tomarse su proverbial cangrejo.
Un tronco encendido se consumía en la chimenea. Alrededor nuestro se esparcían insípidos olores de vestidos, de flores de invierno. Los resplandores de los candelabros fulguraban en la consola sobre las cubas plateadas en que se helaba el triste vino de Aï. Las camelias, que se hinchaban en el extremo de sus tallos de alambre, desbordaban los centros de mesa.
Fuera llovía finamente, entre copos de nieve.
Era una noche glacial. Ruidos de coches, de gritos de máscaras, la salida de la Ópera. Eran las alucinaciones de Gavami, de Deveria, de Gustave Doré.
Para ahogar estos rumores las cortinas estaban cuidadosamente echadas cubriendo los balcones cerrados.
Los convidados eran, pues, el barón sajón Von H***, C*** y yo; después Annah Jackson, la Cenicienta y Antonie.
Durante la comida, que fue salpicada de locas y chispeantes frases, me dediqué a mi inocente manía de observar —y debo decir que me apercibí en seguida de que la persona que tenía situada frente a mí merecía en efecto, alguna atención.
¡No, no era un hombre cualquiera este convidado de paso!… Sus rasgos y sus apostura no carecía de esa distinción convenida que hace tolerar a las personas; su acento no era fastidioso como el de algunos extranjeros; tan sólo, realmente, su palidez tomaba por intervalos tonos singularmente mates y descoloridos; sus labios eran más delgados que un ligero trazo de fino pincel; las cejas estaban siempre un poco fruncidas, aún sobre sus sonrisas.
Habiendo observado estos extremos y algunos otros con la inconsciente atención de que algunos escritores se sirven para no engañarse, lamenté haberlo introducido tan a la ligera en nuestra compañía —y me prometí borrarlo al amanecer del grupo de amigos habituales—. Bien entendido que hablo aquí de C*** y de mí; porque el azar que nos había proporcionado esta noche a nuestras lindas huéspedas, debía llevárselas como visiones también al amanecer. El extranjero, aun con todas las prevenciones no tardó en cautivar nuestra atención por una singularidad especial. Su conversación, sin ser notable por el valor esencial de sus ideas, nos tenía en tensión por el subrayado muy vago que el sonido de su voz parecía deslizar intencionadamente.
Este detalle nos sorprendía tanto más cuanto que nos era imposible descubrir en lo que decía otro sentido que el de una frase mundana. Y dos o tres veces nos hizo estremecer a C*** y a mí por el modo con que estudiaba sus palabras y por la impresión de recuerdos imprecisos que nos dejaba.
De pronto, en medio de sus accesos de risa, debido a cierta salida de Clio la Cenicienta —¡y que era, desde luego, divertidísima!— tuve no sé qué idea oscura de haber visto ya a este gentilhombre en una circunstancia totalmente distinta de aquella de Wiesbaden.
En efecto; su cara era de unas líneas inolvidables, y el fulgor de sus ojos en el momento de entornar los párpados sugería como la idea de una luz interior."

Auguste Villiers de L´Isle
El convidado de las últimas fiestas



"Los ataques de angustia se habían vuelto crónicos. Tanto revolvió con sus dolencias en la Facultad de París, que una de nuestras eminencias, para deshacerse de sus instancias, le había aconsejado la «leche humana» como paliativo, si no como sedante incluso.
La idea de esta medicación, por anodina que la prejuzgara, había hecho sonreír de un modo especial a Bonhomet. Trasladándose entonces al departamento de nodrizas más en boga, su elección tras un meditado examen se fijó en una fuerte y lujuriante nativa de Caux, con una inmensa cofia, con una delantera tersa y colgante hasta el suelo; enseguida se la había llevado en su carroza, al galope, a su casa.
Allí, tras guiarla en silencio, a través del laberinto de los vastos salones interminables, desiertos y crepusculares, con lámparas eternamente envueltas en velos de gasa, con muebles siempre disimulados bajo fundas polvorientas, llegó a un tercer salón; la nodriza tuvo miedo y preguntó, con una voz inquieta: «¿dónde estaba el niño?»
Taciturno, tocando el órgano, con los ojos hacia el techo y dejando caer sus cejas en un triángulo quejumbroso, el doctor había gimoteado estas dos palabras inesperadas."

Auguste Villiers de L´Isle
La extraña historia del Dr. Bonhomet


"Luego, el sombrío silencio, los gélidos soplos, y, en los corredores, los ángulos de luz sobre las losas
solitarias que regularmente acusaban las pisadas de las
sandalias inquisitoriales.
Torquemada masculló algunas palabras.
Uno de los familiares salió y, unos instantes después, entraron y se colocaron ante él dos lindos adolescentes,
casi infantes aún, un muchacho y una muchacha (dieciocho él, dieciséis ella). La distinción de sus rostros y de sus personas acreditaba su elevada prosapia y sus maneras, de la más noble elegancia, apagadas y suntuosas, revelaban lo encumbrado de sus linajes.
Diríanse los amantes de Verona transportados a Toledo: ¡Romeo y Julieta! Con su sonrisa de inocencia sorprendida —y algo ruborizados por encontrarse juntos —, ambos contemplaban al venerable anciano.
—Dulces y queridos muchachos —dijo, imponiéndoles las manos, Tomás de Torquemada—, os venís amando desde hace casi un año (lo que es mucho para vuestra edad), y con un amor tan casto, tan profundo, que trémulos, cara a cara y con la mirada baja
en la iglesia, no os atrevéis a confesároslo. Por tal motivo, sabiéndolo, os he hecho venir esta mañana para uniros en matrimonio, lo que ya se ha consumado. Vuestras esclarecidas y pudientes familias han sido advertidas de que sois esposo y esposa y el palacio en que se os aguarda está preparado para el banquete de bodas. Ahí estaréis muy pronto y viviréis según vuestro rango, rodeados en el futuro, qué duda cabe, por
hermosos retoños, flor de la cristiandad.
»¡Hacéis bien amándoos, tiernos corazones de elección! ¡También yo conozco el amor, sus efusiones, sus lágrimas, sus zozobras, sus celestiales agitaciones! ¡Mi corazón se consume de amor, pues el amor es la ley de la vida, es el sello de la santidad! ¡Si me he hecho cargo de vuestra unión, no es, ay, sino para evitar que la esencia misma del amor, Dios, se vea inquietado en vosotros por las codicias carnales, por las
concupiscencias que las largas esperas en la legítima posesión mutua de los novios puedan encender en vuestros sentidos! ¡Vuestras súplicas corrían el peligro de extraviarse! ¡La contumacia de vuestras ensoñaciones iba a entenebrecer vuestra pureza original! ¡Sois dos ángeles que, para recordar lo que es “real” en vuestro amor, estáis ya ávidos de aplacarlo, de embotarlo, de agotar sus delicias!
»¡Así sea! Estáis en la Cámara de la Dicha; pasaréis aquí solamente las primeras horas conyugales; luego, bendiciéndome, espero, tras haberos entregado a vosotros mismos, esto es, a Dios, volveréis a vivir la vida de los hombres, según la posición que Dios os asignó.
A una mirada del inquisidor general, los familiares, rápidamente, desnudaron a la encantadora pareja, que presa del estupor —un tanto arrebatado— no opuso ninguna resistencia. Colocados cara a cara, cual juveniles estatuas, los envolvieron a toda prisa, uno contra el otro, con largas cintas de cuero perfumado que ciñeron con suavidad; después los llevaron, en posición horizontal, labio contra labio y pecho contra pecho, bien sujetos, al tálamo nupcial, en un abrazo sutilmente inmovilizado por las ataduras."

Auguste Villiers de L´Isle
Los amantes de Toledo




"O se tiene demasiada inteligencia para tener corazón, o se tiene demasiado corazón para ser inteligente. ”compartir y detalles."

 Auguste Villiers de L'Isle-Adam



"¡Qué dulce resulta estimular a los artistas! se decía en voz baja. Tres cuartos de hora, más o menos, duraba este éxtasis que no habría cambiado ni por un reino. ¡De repente, un rayo de la Estrella de la Mañana, deslizándose entre las ramas, iluminaba de improviso a Bonhomet, así como las aguas negras y los cisnes con ojos repletos de sueños! El vigilante, aterrorizado por aquella visión, arrojaba el guijarro... ¡Demasiado tarde!... Con un grito horrible en el que parecía desenmascararse su almibarada sonrisa, Bonhomet se precipitaba, con las garras en alto y los brazos tendidos, hacia las filas de las aves sagradas. Y eran rápidos los apretones de los dedos de acero de aquel paladín moderno, y los puros cuellos de nieve de dos o tres cantantes eran atravesados o rotos antes de que se produjera el vuelo radiante de los demás pájaros-poetas. Entonces, olvidándose del buen doctor, el alma de los cisnes moribundos se exhalaba en un canto de inmortal esperanza, de liberación y de amor, hacia los Cielos desconocidos.
El racional doctor sonreía de este sentimentalismo del que, como serio conocedor, sólo se dignaba saborear una cosa: EL TIMBRE. No apreciaba musicalmente nada más que la singular suavidad del timbre de aquellas simbólicas voces, que vocalizaban la Muerte como una melodía. Con los ojos cerrados, Bonhomet aspiraba en su corazón las vibraciones armoniosas, luego, tambaleándose, como en un espasmo, iba a dejarse caer en la orilla del estanque, se tendía sobre la hierba, se acostaba boca arriba, dentro de sus ropas cálidas e impermeables. Y allí, aquel Mecenas de nuestra era, perdido en un torpor voluptuoso, volvía a saborear en lo más recóndito de su ser el recuerdo del canto delicioso -aunque viciado por una sublimidad según él pasada de moda- de sus queridos artistas. Y, reabsorbiendo su comatoso éxtasis, rumiaba así, a la burguesa, aquella exquisita impresión hasta el amanecer."

Auguste Villiers de L´Isle
El asesino de los cisnes



"Se representaba el Fausto, de Carlos Gounod. En el teatro se dejó dominar por ese bienestar inconsciente que da en semejantes veladas el esplendor de la sala y los halagos de la música.
Una alusión hizo que su mirada vaga y errante cayera en una muchachita pelibermeja como el oro, lindísima, que figuraba en el cuerpo de baile. No la miró más que un momento. Luego puso toda su atención en el espectáculo.
En el entreacto no pudo abandonar a sus amigos. Los vapores del jerez impidieron que se diera cuenta de que estaban entre bastidores.
Como nunca había visto un teatro por dentro, experimentó una pueril extrañeza.
Allí abordaron los amigos a miss Evelyn, la bella rubia. Cambiaron con ella algunas frases de circunstancia. Y de indiferente galantería. Anderson prestaba más miradas al aspecto de las cosas para él ignoradas que a la bailarina.
Sus camaradas, aunque casados, eran hombres que seguían las modas y usanzas y tenían doble hogar. En seguida se hizo mención de ostras y de cierta marca de champagne.
Anderson declinó acompañarles. Iba a despedirse a pesar de las afables insistencias de los camaradas, cuando el absurdo recuerdo de su pique de por la mañana le volvió a la memoria, exagerado por la excitación.
«Después de todo, la señora Anderson debe estar durmiendo».
«¿No sería preferible volver un poco más tarde? Era cuestión de matar una hora o dos. En cuanto a la compañía galante de miss Evelyn no le correspondería a él, sino a los otros amigos. Además, sin saber por qué, aquella muchacha, a pesar de ser bonita, le disgustaba físicamente. La solemnidad de la fiesta patriótica excusaba también el retraso…».
Vaciló unos segundos. El aspecto reservado de miss Evelyn le hizo decidirse. Fueron a cenar los cuatro.
En la mesa, la bailarina puso en juego, cerca de Anderson, la más velada cautela en las seducciones más hábiles, pues le chocaba su actitud poco comunicativa. El espíritu de mi amigo Eduardo fue fascinado por una ficción de modestia que creaba un encanto destructor de la aversión natural. La sexta copa del espumoso vino le hizo pensar en una aventura.
El esfuerzo para hallar un deleite en sus rasgos y líneas era el incentivo que, a pesar de la aversión de su gusto, le hacía acariciar la idea de poseerla."

Auguste Villiers de L´Isle
La Eva futura 


"Una mañana gris de noviembre bajaba por los muelles con paso rápido. Una fría llovizna mojaba la atmósfera. Transeúntes negros, sombríos bajo paraguas deformes, se entrecruzaban. El Sena amarillento arrastraba sus barcos mercantes que semejaban abejorros desmesurados. En los puentes, el viento azotaba bruscamente los sombreros que sus dueños disputaban al espacio con esas actitudes y contorsiones de espectáculo siempre tan penoso para el artista. Mis ideas eran pálidas y brumosas; la preocupación de una cita de negocios, convenida la víspera, me acosaba la imaginación. El tiempo apremiaba; decidí resguardarme bajo el tejadillo de un portal desde donde me sería más cómodo parar algún coche de caballos. En ese mismo instante divisé justo a mi lado la entrada de un edificio cuadrado, de aspecto burgués. Había surgido de la bruma como un fantasma de piedra y, a pesar de la rigidez de su arquitectura, a pesar del vaho triste y fantástico que lo envolvía, reconocí enseguida un cierto aire de hospitalidad cordial que me serenó el espíritu. Seguramente –me dije– los huéspedes de esta morada son gentes sedentarias. Este umbral invita a detenerse: ¿acaso no está abierta la puerta? Así pues, con la mayor educación del mundo, con aire satisfecho y el sombrero en la mano –meditando incluso un madrigal para la dueña de la casa–, entré sonriente y me encontré, directamente, ante una especie de sala de techo acristalado, desde donde caía el día, lívido. En las columnas había ropa colgada, bufandas, sombreros. Había mesas de mármol dispuestas por todas partes. Diversos individuos, con las piernas estiradas, la cabeza erguida, los ojos fijos, con un aire positivista, parecían meditar. Y las miradas carecían de pensamiento, los rostros eran del color del tiempo. Había portafolios abiertos, papeles desplegados junto a cada uno de ellos. Y me di cuenta entonces de que la dueña de la casa, con cuya acogedora cortesía había contado, no era otra que la Muerte. Me fijé en mis anfitriones. Ciertamente, para escapar de las preocupaciones de la fastidiosa existencia, la mayor parte de los que ocupaban la sala habían asesinado su cuerpo, esperando de este modo un poco más de bienestar. Al escuchar el ruido de los grifos de cobre sellados contra el muro y destinados al riego cotidiano de aquellos restos mortales, oí el rodar de un coche de caballos. Se detuvo ante el establecimiento. Hice la reflexión que mis gentes de negocios esperaban. Me volví para aprovechar mi buena suerte. El coche, en efecto, acababa de arrojar en el umbral del edificio a unos colegiales juerguistas que necesitaban ver a la muerte para creer en ella."

Auguste Villiers de L´Isle
¡Como para confundirse!