Robert Ervin Howard

"La cueva desembocaba en una caverna tan vasta que era casi increíble. Los potentes muros se alzaban hasta un gran techo abovedado que se desvanecía en la oscuridad. El suelo estaba nivelado, y a través de él fluía un río, un río subterráneo. Nacía bajo un muro para desvanecerse silenciosamente bajo el otro. Un arqueado puente de piedra, aparentemente de origen natural, salvaba la corriente.
A lo largo de los muros de la gran caverna, que era aproximadamente circular, había cuevas más pequeñas, y ante cada una de ellas ardía un fuego. Más arriba había otras cuevas, dispuestas con regularidad, hilera sobre hilera. Con toda seguridad, tal ciudad no podía haber sido construida por seres humanos.
Entrando y saliendo de las cuevas, por el suelo nivelado de la caverna principal, la gente se afanaba en lo que parecían sus tareas cotidianas. Los hombres hablaban en grupos y arreglaban armas; algunos pescaban en el río. Las mujeres alimentaban los fuegos y preparaban vestidos. A juzgar por sus ocupaciones, podría haberse tratado de cualquier aldea de Britania. Pero todo le pareció a Cororuc extremadamente irreal; el lugar extraño, el pueblo pequeño y silencioso, ocupado en sus tareas, el río fluyendo en silencio a través de todo.
Entonces vieron al prisionero y se agolparon a su alrededor. No hubo nada del griterío, los malos tratos y las indignidades que los salvajes usualmente acumulan sobre sus prisioneros mientras los hombrecillos se acercaban a Cororuc, contemplándole silenciosamente con miradas lobunas y malévolas. A pesar suyo, el guerrero se estremeció.
Pero sus captores se abrieron paso entre el gentío, conduciendo al britano delante de ellos. Cerca de la orilla del río, se detuvieron y se apartaron de él.
Dos grandes hogueras saltaban y parpadeaban ante él, y había algo entre ellas. Enfocó la mirada y distinguió por fin el objeto. Un gran sillón de piedra, como un trono; y en él sentado un hombre de avanzada edad, con una larga barba blanca, silencioso, inmóvil, pero con ojos negros que brillaban como los de un lobo."

Robert E. Howard
La raza perdida


"Los hombres civilizados son siempre menos corteses que los salvajes porque saben que pueden ser maleducados sin temer que sus cráneos sean partidos en dos."

Robert Ervin Howard


"Los pequeños poetas cantan de cosas pequeñas, De esperanzas, alegrías y fe; de pequeñas reinas y reyes de juguete; De amantes que se besan y se unen, Y de modestas flores que se cimbrean al sol.
Los grandes poetas escriben con sangre y lágrimas Y agonía que, como las llamas, devoran y arrasan. Alcanzan la ciega locura con sus manos, en la noche, Sondean los abismos que representan la muerte' Se arrastran por golfos donde serpentea la locura Y locas y monstruosas formas de pesadilla que quieren destruir el mundo.
Con el aullido de un alma condenada, el hombre moreno cayó rápidamente, aplastándose entre las flores. Las plantas se lanzaron sobre él con un estremecido silbido. Sus tallos espesos y flexibles se curvaron, como cuellos de serpientes, y sus pétalos se cerraron sobre la carne. Un centenar de flores se asieron a él como los tentáculos de algún gigantesco pulpo, sofocándole y machacándole. Sus gritos agónicos llegaron hasta mí, ensordecidos; estaba completamente cubierto por las flores que se abatían silbando sobre él. Las que se encontraban lejos de su alcance se agitaban y retorcían furiosamente como si quisieran arrancar sus propias raíces en su deseo por reunirse con sus congéneres. En toda la pradera las grandes flores rojas se inclinaban y retorcían hacia el lugar donde la siniestra batalla se desarrollaba. Los gritos disminuyeron y fueron siendo cada vez más débiles hasta desaparecer. Un terrible silencio reinó en todo el valle. El hombre negro volvió a la torre con un vuelo apacible y desapareció en su interior.
Poco después, las flores se fueron apartando una tras otra de su víctima que quedó tendida, blanca e inmóvil. Sí, su palidez era peor que la de la muerte. Se habría dicho que era una estatua de cera, una efigie de mirada quieta, a la que toda gota de sangre le hubiera sido absorbida. Y una sorprendente transformación era visible en las flores que había en las proximidades del cuerpo. Los tallos ya no eran incoloros; estaban hinchados y teñidos de un rojo sombrío, como bambúes transparentes, estallando de sangre fresca.
Impulsado por una curiosidad insaciable, abandoné furtivamente mi refugio entre los árboles y me deslicé hasta las mismas lindes del campo encarnado. Las flores silbaron y se inclinaron hacia mí, dilatando los pétalos como el capuchón de una cobra excitada. Elegí una flor alejada de las demás, corté el tallo de un hachazo y la criatura se derrumbó por el suelo, retorciéndose como una decapitada serpiente.
Cuando sus movimientos cesaron, me incliné sorprendido sobre ella. El tallo no era hueco como había supuesto... es decir, hueco como un bambú seco. Estaba atravesado por una red de venas, parecidas a filamentos; algunos estaban vacíos, otros exudaban una savia incolora. Las colas que unían las hojas al tallo eran notablemente tenaces y ligeras. Las propias hojas estaban bordeadas de espinas curvadas, como si fueran acerados colmillos.
Cuando aquellas espinas se hundían en la carne, la víctima se veía forzada a arrancar la planta entera, a partir de las raíces, si quería escapar.
El pétalo era tan ancho como mi mano y tan grueso como una porra armada con clavos. En el borde interno, cada uno de ellos estaba recubierto de innumerables y minúsculas bocas, no más grandes que la cabeza de un alfiler."

Robert E. Howard
El reino de las sombras



"Me parece que muchos escritores, en virtud de los ambientes de la cultura, el arte y la educación, se deslizan en la escritura debido a sus entornos."

Robert Ervin Howard


"Me retiré lentamente a medida que el sonar de flautas crecía, retrocediendo a través del enorme umbral. Oí un sonido de roces y golpes y, surgiendo del pozo y cruzando el umbral entre las colosales columnas, emergió danzando una figura increíble. Caminaba erguida como un hombre, pero estaba cubierta de pelo, que era más tupido allá donde debiera hallarse su rostro. Si tenía orejas, nariz y boca no pude descubrirlas. Sólo dos ojos rojizos atisbaban fijamente tras la máscara velluda. Sus manos contrahechas sostenían un extraño juego de flautas en las que soplaba de un modo extraño mientras avanzaba bailoteando hacia mí con grotescos saltos y contorsiones.
Detrás de la criatura oí un sonido obsceno y repulsivo como el de una masa trémula e inestable alzándose del pozo. Dispuse entonces una flecha, tensé la cuerda y mandé la saeta sibilante hacia la bestia peluda que danzaba monstruosamente. Cayó como herida por el rayo, más para mi horror las flautas siguieron sonando aunque habían caído de las manos contrahechas. Entonces di la vuelta y corrí velozmente hacia la columna, por la que trepé antes de mirar hacia atrás. Cuando llegué al pináculo miré y a causa del choque y la sorpresa de lo que vi, a punto estuve de caer de mi inestable altura.
El monstruoso morador de la oscuridad había salido del templo y yo, que había esperado un horror que, con todo, estuviera contenido en algún molde terrestre, contemplé un engendro de pesadilla. De qué infierno subterráneo surgió arrastrándose hacía mucho, mucho tiempo no lo sé, si sé qué negra era representaba. Pero no era un animal, tal y como la humanidad los conoce. Le llamaré gusano a falta de término mejor. No hay ningún lenguaje terrestre que tenga nombre para él. Sólo puedo decir que se parecía un poco más a un gusano que a un pulpo, una serpiente o un dinosaurio.
Era blanco y pulposo, y arrastraba por el suelo su masa trémula como un gusano. Pero tenía grandes tentáculos aplastados y antenas carnosas, y otras probóscides cuyo uso soy incapaz de explicar. Y tenía una larga extremidad que enrollaba y desenrollaba como la trompa de un elefante. Sus cuarenta ojos, dispuestos en un horrendo círculo, estaban compuestos de miles de facetas de otros tantos colores centelleantes que cambiaban y se alteraban en interminable transmutación. Pero durante tales mudanzas de tono y brillo, retenían siempre su maligna inteligencia... inteligencia que se hallaba tras aquellas facetas chispeantes, ni humana ni con todo bestial, sino una inteligencia demoniaca nacida de la noche tal y como los hombres sienten borrosamente en sueños latir titánicamente en los negros golfos fuera de nuestro universo material. En tamaño el monstruo era como una montaña; su masa habría dejado enano a un mastodonte.
Pero incluso mientras me estremecía ante el horror cósmico de la criatura, dispuse una flecha emplumada y la mandé silbando hacia su blanco. La hierba y los arbustos fueron aplastados cuando el monstruo se dirigió hacia mí como una montaña en movimiento y yo envié flecha tras flecha con terrible fuerza y mortífera precisión. No podía errar un blanco tan enorme. Las flechas se hundieron hasta las plumas o se perdieron de vista en la masa inestable, cada una llevando el veneno suficiente como para matar al momento a un elefante macho. Pero siguió viniendo, rápida y asombrosamente, aparentemente insensible tanto a las echas como al veneno en el que habían sido empapadas. Y todo el tiempo la horrenda música era como un enloquecedor acompañamiento, gimiendo débilmente desde las flautas que yacían en el suelo sin que nadie las tocara."

Robert E. Howard
El valle del gusano


"Ningún terror a lo tangible y comprensible puede igualar al terror originado por lo invisible y desconocido."

Robert Ervin Howard



"Para los ancianos la muerte es inevitable, sin embargo a menudo siento que es un tragedia mayor que la muerte de un joven. No quiero vivir para conocer la vejez. Quiero morir cuando llegue mi tiempo, rápida y súbitamente, en el punto más alto de mis fuerzas." 



Robert Ervin Howard


"Pero cualquiera que sea mi fracaso, tengo esta cosa para recordar - que yo era un pionero en mi profesión, al igual que mis abuelos eran de los suyos, de que yo era el primer hombre en esta sección para ganarse la vida como escritor."

Robert Ervin Howard


"Todos se han ido, todo está hecho, así que ponedme en la pira. La fiesta ha terminado y las luces se han consumado."


Robert Ervin Howard
Extracto del poema de Viola Garvin, La casa del César (The House Of Cæsar)