Achmed Abdullah

"La misma vieja respuesta, día tras día, acompañada de un encogimiento de hombros, de una profunda y apologética inspiración y del gesto melancólico de unas manos regordetas.
[...]
Sin embargo, había una cierta similitud en el péndulo fatídico de sus carreras; los prometedores comienzos -los finales grises e inmutables- aquí, en Urga, en la recámara del más allá.
Michael Crane había sido un joven y brillante abogado y político en su ciudad natal, Chicago, con la Corte Suprema, la propia Presidencia, brillando como el Santo Grial en la distancia otoñal de su vida entera.
[...]
Tres años antes había resultado todo más emocionante. Porque el lama principal -con su gorro de color amarillo- había muerto y los sacerdotes debieron elegir otro representante en esta tierra, otra encarnación de la figura de Subhuti, el discípulo del Buda Gautama, cuya alma y espíritu se dice que migra en el cuerpo de cada sucesivo abad de Urga. Durante siglos, la familia Lara, que habían sido originalmente tibetanos, había monopolizado la dignidad de la santidad, incluyendo cuantiosos emolumentos mundanos, hasta que, a todos los efectos, se había convertido en casi hereditaria. Siempre el clan de Lara capitalizaba los sacerdotes de gorro amarillo. Éste había sido el factor determinante en los laberintos del budismo del norte.
Pero ese año, se dijo que un budista de Rusia había intrigado desde las orillas del lago Baikal, actuando bajo las premisas del gobierno del Zar, con la intención de socavar el prestigio pekinés en esa parte del globo, respaldando los lamas de gorro rojo a un candidato propio. De cualquier forma, estando en minoría, habían sido derrotados y Tengso Punlup perteneciente al clan de Lara había sido elegido abad jefe.
Michael Crane, comparando la elección presbiterial con los concursos de votos tal como los había visto y manejado en su barrio favorito de Chicago, contemplaba la escena con cínica diversión, si cabe con algo de nostalgia incluso."

Achmed Abdullah
Pro Patria


"Vasantasena era el nombre de la muchacha que llegó a la corte del rey Vikramavati en el décimo día de la mitad oscura del mes de Bhadra. Vino en calidad de esclava capturada en la guerra, con sus pies manchados unidos por una fina cadena de oro, sus blancas manos atadas a la espalda con cuerdas de perlas, su cuerpo joven y delgado cubierto con una túnica de seda del triste tono de la flor tamala, en señal de luto por Dharma, su padre, el rey del sur, que había caído en la lid bajo los colmillos acerados de los elefantes de la guerra.
Se arrodilló ante el trono y Vikramavati vio que su rostro era tan hermoso como la faz de la luna a los catorce días; sus cabellos, tan negros como las hembras de las serpientes; su cintura, leonina; sus brazos, columnas de mármol decorados por venas azules; su piel, el dulce perfume de la flor champaka; sus pechos, la tierna fruta de tinduka.
La miró a los ojos y vio que eran de un bronce profundo, moteado de oro, mientras sus pupilas eran negras y opacas -ojos que parecían contener el secreto y la sabiduría de la feminidad- y su mano tembló y pensó en su alma, que la mano generosa de Sravanna, el Dios de la abundancia, había derrochado en el cielo occidental a la hora de su nacimiento.
"Acordaos de las palabras de los brahmanes" -gruñó Deo Singh, su antiguo primer ministro-, que había servido a su padre antes que a él y que lo observaba con cierta ansiedad, con celos, incluso. "La mujer es el mayor de los ladrones. Otros hurtan propiedades que carecen de resonancia espiritual, como el oro y los diamantes, mientras que la mujer se apodera del mayor de los tesoros, el corazón del hombre y su alma, su ambición y su fuerza". "Recuerda, además, las palabras de...".
"Ya es suficiente tu mordacidad -bramó Vikramavati, con la insolente temeridad de sus apenas veinticuatro años-. Vuelve a casa con tu marchita esposa Beldame y ora ante el altar. Ayúdala a limpiar las ollas del hogar. ¡Yo estoy hablando del amor!"
"¿Qué amor, el tuyo o el de la joven?" -preguntó sonriendo Madusadan, capitán de la infantería, diez años mayor que el rey, con el elocuente asomo de burla de una mente rauda en la invención-. Los hombres le envidiaban, porque no podían vencerle en las justas y las mujeres le temían a causa de la pureza de su vida, que era como un libro abierto que desmentía el lento fuego de los labios rojos y los ojos marrones. "¿De qué amor hablas, sabio rey?"
Pero el monarca no escuchó esto último. Despidió a los soldados, ministros y cortesanos con un impaciente gesto y descendió de su trono."

Achmed Abdullah
Seudónimo del escritor ruso Alexander Nikolaievich Romanoff
La cadena de diez pies

















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