Soledad Acosta

"Eran pasados dos años desde la muerte de Lucila... Naturalmente el dolor de Teresa había calmado pero en sus viajes y paseos por Italia, Suiza y Alemania, durante su permanencia en las grandes ciudades, donde se vio siempre rodeada y atendida, tanto a causa de su hermosura como por su riqueza, en todas partes sería vacío el corazón, pues aunque se le habían brindado otras amistades, tal vez sinceras, comprendió que jamás encontraría una amiga como la que había perdido.
El señor Santa Rosa estaba muy satisfecho con la frialdad que manifestaba Teresa hacia los pretendientes que se le presentaban, y elogiaba su juicio, creyendo que permanecía soltera porque ninguno de ellos podía ofrecerle una renta igual a la que le había dejado León. Teresa sonreía tristemente al oír tales elogios, pero buen cuidado ponía en no revelar la causa de su aparente frialdad. La verdad era que el recuerdo de Roberto vivía siempre en el fondo de su corazón... Muchos habían pedido su mano y algunos le habían ofrecido su amor: disgustada y fatigada con una vida tan sin emociones, varias veces había hecho esfuerzos para persuadirse que amaba, y una vez llegó hasta creer que su corazón se enternecía; pero cuando quiso decir una palabra afectuosa, la frialdad de sus sentimientos y la completa tranquilidad de su corazón le advirtieron que no era allí donde debía esperar la dicha.
Al fin el señor Santa Rosa le anunció que tendrían que volver a Lima; hacía cerca de tres años que vivía en Europa y sus negocios lo llamaban al Perú. Pero, le dijo, si ella lo deseaba podían volver pasando por los Estados Unidos, no permaneciendo allí sino pocos días. Teresa accedió con gusto al proyecto de su padre. Aunque no preguntaba nunca directamente por la suerte de Roberto, sabía que desempeñaba un empleo en Nueva York, en lugar de haber regresado directamente a Lima.
La navegación fue corta y feliz. Llegaron a Nueva York una mañana de primavera y toda la naturaleza parecía sonreír en torno suyo: el mar con sus azulosas olas, las risueñas costas y preciosas y pobladas islas, la magnífica bahía, el movimiento del puerto, la multitud de navíos y barcas... todo eso le causaba una alegría, una emoción deliciosa, emoción que en realidad tenía una causa secreta.
En el puerto, a tiempo de desembarcar, en las calles por donde atravesaba el carruaje, se imaginaba que cada persona que pasaba era la que esperaba encontrar.
El coche se detuvo en la puerta del hotel más frecuentado por los hispanoamericanos; y como al Saltar del coche se le engarzase el vestido, un caballero que estaba en la puerta del hotel se acercó cortésmente a desasírselo; en ese momento sus ojos se encontraron: era Roberto Montana. Al reconocerla la saludó conmovido y una gran turbación se apoderó de ella."

Soledad Acosta de Samper
Novelas y cuadros de la vida suramericana


"La vida de la mujer es un sufrimiento diario; pero este se compensa en la niñez con el candor que hace olvidar; en la adolescencia, con la poesía que todo lo embellece; en la juventud, con el amor que consuela; en la vejez, con la resignación."

Soledad Acosta de Samper


"Reparemos en la palabra virtudes: no se trata de honores, dones naturales o reconocimientos, se trata de algo que debe ser conquistado, que en cierta medida cuesta, algo sobre lo que es preciso trabajar no solo para conseguir sino para mantener. Las virtudes de la madre y de la esposa no vienen en el ser-mujer, sino al contrario, tal condición tiende a hacer difícil la presencia de varias virtudes."

Soledad Acosta de Samper


"Se alegró el perezoso don Diego de los Ríos de no tener que escribir carta, y tomando una pluma firmó el papel que había llevado el negro, se lo devolvió a éste, y pidió su desayuno, mientras que el esclavo regresaba a toda prisa a buscar la barca que le había llevado de Tierra Bomba; se embarcó en ella y puso manos a los remos. Nadie notó desde la playa que, yendo ya cerca del otro lado de la bahía, se detuvo para volver menudos pedazos la carta de don Sancho Jimeno, junto con la firma del gobernador, cosa que, si la viera éste, le habría sorprendido mucho.
Iba aún el negro por mitad del camino, cuando se empezaron a oír cañonazos, uno tras otro; unos del fuerte de San Fernando, contra más de doce bajeles enemigos que se habían acercado a Boca Chica; otros, de estos navíos que atacaban con brío la fortaleza. Momentos después se arrimaban (sin preocuparse del fuego que les hacían de los muros y almenas del castillo, con lo cual mataban a los que sacaban el cuerpo fuera de la cubierta) tres pontones llenos de filibusteros armados con bombas y morteros para dispararlas. Los piratas se arrojaban a las playas con grandísimo riesgo, muriendo unos en la empresa; pero la mayor parte llegaron hasta un punto en que las murallas mismas de la fortaleza les servían de parapeto.
La situación de don Sancho Jimeno era angustiosísima. ¿Cómo defenderse de aquel ejército de hombres que no temían a Dios ni al diablo, a quienes poco importaba morir, ni que murieran los demás, con sesenta negros bozales y treinta y cuatro soldados veteranos por junto, pues el que había enviado a Cartagena no regresaba? Pero el peligro en que se hallaba enardeció el valor sereno de aquel hombre, que recorría, sin perder su calma, las murallas, animando con su presencia a los artilleros y hasta chanceándose con los que notaba asustados.
Tres horas después de medio día, ya todos los veintidós bajeles del enemigo (contándose entre éstos diez navíos de guerra de ochenta y noventa cañones) estaban frente a Boca Chica, los cuales se desplegaron en semicírculo para atacar la fortaleza.
Una hora antes de oscurecer, los sitiados vieron que de algunos de los buques arrojaban botes con gente que debería desembarcar en la punta llamada de El Horno, la cual, resguardada por la formación del terreno, no podía ser defendida por el castillo. Sancho Jimeno, despreciando el peligro, y a riesgo de ser despedazado por las balas enemigas, subió al sitio más alto de la fortaleza, con el objeto de mirar hacia Cartagena, por ver si le enviaban los socorros que había pedido."

Soledad Acosta
Los piratas de Cartagena


"Siempre me he interesado en estos asuntos, y bien sabido es en Colombia cuánto he trabajado,  en la medida de mis escasas fuerzas, para que la mujer obtenga entre nosotros una educación adecuada a su inteliugencia y sus aptitudes."

Soledad Acosta de Samper














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