Demetrio Aguilera Malta

"Contemplan impasibles la caída de cada árbol. Después, se le echan encima y repican sus ramas, despojándolo de enredaderas. En medio de la estampida de los pobladores de la selva, los mosquitos son los únicos que no se asustan ni huyen. Antes bien, se les prenden en las espaldas, las piernas y los brazos.
Sólo el rostro es defendido por el cigarro infallable. El sol les cae cada vez más fuerte. A ratos como que quisiera incendiarlos. En los sitios abiertos parecen tener más próximo su fuego. Siguen sudando. A algunos les duele la cintura de tanto estar agachados. Sólo muy de vez en cuando los abanica una ráfaga de viento sur. Medio levantan la cabeza. Anhelan detenerse un instante, para disfrutarla mejor. No pueden. Enseguida oyen a su espalda, como adivinándoles el pensamiento, la voz de don Guayamabe.
-No hay que remolonear, no hay que remolonear.
Continúan el trabajo. Éste y el calor los ciega. Los pies empiezan a pisar de puntillas evadiendo el contacto de la tierra, que es como un horno. De rato en rato, sangra uno que otro. No necesitan ni mirarse, para saber que se trata de una espina, quizá de las peores. Quisieran sacársela y echarse algo para que no se les infecte, aunque sólo sea de ceniza de cigarro con saliva. Pero allí está don Guayamabe y no soporta ningún descanso."

Demetrio Aguilera Malta
La Isla Virgen



"La primera de esas siete noches -tirada en su petate, bajo el toldo- advirtió la llegada de dos Tin-Tines. (El oficio de los Tin-Tines es preñar a las mujeres). Con sus cabezas enormes -¿nidos de pájaros, acaso?-. Con sus ojos menudos semillas de papaya. Sus labios abiertos ventosa ambulante. Su cuerpo encogido. Sus brazos y piernas fornidos. Dos Tin-Tines. Hechos sólo de nervios, músculos y sexo. Sexo. Dos Tin-Tines. Siempre en cueros. Sexo tronco de cabo-de-hacha. Mástil vivo naciendo entre sus piernas. Dos Tin-Tines. Caminaban saltando lo mismo que canguros. Hablaban en un lenguaje enraizado en la montaña. Se aproximaron. Se detuvieron. Elevaron las chatas narices.
Olfatearon. Después, pupilas amarillas de luz, perforaron las tinieblas. Se acercaron más aún. Llegaron al pie de la casa. Parecieron atravesar las paredes de caña. Iban a cruzar el umbral. Se detuvieron, otra vez. Se miraron entre sí. Volvieron a avanzar. Tornaron a detenerse. Se observaron de nuevo. Los ojos les llamearon. Elevaron la voz. Su tono se hizo airado. Sus ademanes, coléricos.
Casi en seguida, empezaron a golpearse mutuamente. Cosa extraña, no se golpearon con las manos. Los pies. O la cabeza. Tampoco se agredieron con las uñas o los dientes. No. Se golpearon con los miembros viriles. Esgrima inverosímil, los cruzaron previamente. En saludo imprevisto. Breves segundos se estudiaron. El uno al otro. Después, separaron esas armas absurdas. Con rapidez vertiginosa, las usaron. Como si cada uno de sus bálanos se convirtiera en el extremo grueso de una cachiporra. En el silencio absorto de la noche, al impactarse, la carne endurecida sonaba con chasquidos de cuero curtido. O de madera elástica."

Demetrio Aguilera Malta
Siete lunas y siete serpientes



“No quiero tumba, en cambio deseo que mi espíritu ronde el río, que me lo dio todo.”

Demetrio Aguilera Malta



"Temprano habían clavado las estacas de mangle, sobre el lodo cambiante del estero. Con los cuerpos desnudos, medio peces, medio hombres, chorreantes, magníficos, eran iguales que nuevos mangles gateados y nudosos.
El sol daba incendio de paleta a las vibrátiles espaldas. Las redes multiformes, parecían abrazarlos, en rotundas ansias de fecundación. El agua les brindaba sus espumas y sus olas. Las canoas brincaban, como potros indómitos.
Ellos clavaron, amarraron y se fueron.
La piola de las redes quedó esperando en el fondo. El aguaje rugió. Las olas se empinaron. Remolinos de peces -en vueltas de inconsciencia- se metieron al estero. Los mangles se inclinaron. Un tío-tío, pareció reír. El sol -crustáceo de oro. reclinó sus tenazas de fuego sobre la nuca de los árboles.
Ahora estaban desnudos otra vez. Hundidos en el agua, nadando -más peces que hombres- levantaban las redes sobre el nivel del agua. Las estiraban, formando una barrera para evitar la huida súbita del pez.
Habló el más viejo de los dos:
-¿Has echado el barbasco?
-Todavía no.
-¿Y qué esperas entonces? ¿Que algún catanudo nos rompa las redes?
¡Apúrate! Tú sabes: "Camarón que se duerme... se lo lleva la corriente".
-Ya voy!
Se encaramó en las ñangas con una agilidad de simio. Se asió de las ramas flexibles. Pisó indiferente las conchas filudas y los caracoles taciturnos. Se internó, siguiendo el curso del estero tapado. Y entonces, sí. Regó la masa amarillenta de la fruta traicionera: el barbasco que intoxica en segundos. Se inclinó sobre el agua, sacudiendo de vez en cuando el cuerpo salpicado de nubes de gegenes y güitifes.
-¡Caray que está oscuro!
Haciendo un gran esfuerzo, apenas distinguía ciertos vetazos del raicero, uno que otro platear de lisas cabezonas, los brincos luminosos de las rayas agonizantes, la fosforescencia de los recovecos del fango.
-El barbasco los está fregando.
Sentía un poco de angustia, un no sé qué de temor. Pensó, de repente, que hacía mal en matarlos. No los podría ni aprovechar. Era demasiado. Con la pesca que recogieran esa noche tenía para mandar a Guayaquil una canoada. Lo demás quedaría allí pudriéndose, alejando a las especies más preciadas y ricas. Por otra parte, el barbasco no respeta. A todos -igual a los chicos que a los grandes- les sacudiría las rojas agallas y, al final, los mataría. Y no sólo a los peces: a las jaibas, a los ostiones, a las patas de mula, a las conchaprietas, a los mejillones, a las lloronas."

Demetrio Aguilera Malta
Don Goyo






















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